Hace unos días murió mi vieja. Ya sé que no es ni siquiera una noticia. Es el devenir de la vida, llegar e irse, de ser posible sin traumas ni dolor. ¿Quién era mi vieja? Una mujer común, de su casa, costurera de las buenas, que hasta último momento estuvo preocupada por el juego de muebles que quería comprar, y que nunca (nunca), aún enferma, se distanció de sus pasiones domésticas: la novela, el fútbol, resolver una gotera del techo, cortar el pasto, sus amigas, hijos y nietos, y las rencillas puertas adentro (y no tanto) con mi viejo.

Cuando digo una mujer común, quiero decir una historia como la de aquellos que vivieron como si al mundo lo hicieran otros. Una especie de no‑épica, que dejaba liberada la toma de decisiones públicas, las buenas y las malas, en una especie de aristocracia sin cara y sin nombres. Pero esta forma de vivir lleva implícita una trampa. Ella se desligaba de las decisiones que movían el mundo, pero se obligaba a ser buena, honesta, sin dar pie a generar el más mínimo chisme. Entonces, así, sentía que obligaba a esos aristócratas (el poder, político y económico) a ser mejores que ella, o al menos como ella, como si de esa pureza y simpleza con la que vivía, sumadas a otras purezas y simplezas semejantes, debiera salir un mundo mejor. Que no haya sido como ella sentía que era, no quiere decir que no tuviera razón.

Ella no lo pensaba así, claro. Era la educación que recibió y aceptó, deudataria de esos inmigrantes que entendían las diferencias sociales sin entrar en la lucha de clases, porque por motivos muy ancestrales, quizá nacidos en el feudalismo, creían realmente que las "vaquitas son ajenas" y que no tenían derecho a cuestionarlo. Mi vieja también creía eso. Porque era mejor eso que desear lo que no se tenía, lo que no se podía ganar con trabajo liso y llano. El resto era confianza en la fuerza personal, en la fuerza de la familia, más una imprecisa confianza en Dios (y no me caben dudas de que para ella el peor de los pecados a cometer era la envidia), aunque nunca la vi ir a misa excepto en casamientos y entierros.

¿Vivió la vida que le hubiera gustado vivir? ¿De haber podido, hubiera elegido otra? No lo sé. No creo que se hubiera movido mucho de su lugar. Quizá hubiera elegido tener algunas cosas más, cosas menores, algún viaje o una casa más grande, pero no mucho más. Eso también era parte de esa educación recibida: no cagar más alto de lo que daba el culo, no ostentar, no figurar, no mandarse la parte. Era de las personas que fueron educadas para ser testigos. Los protagonistas eran otros. Romper ese cerco lleva una vida, o varias generaciones.

Por eso, creo que lo más importante de todo, cuando estás parado allí, a su lado, esperando el desenlace, es preguntarte si lo que uno llama vida no es, acaso, aceptar el mandato familiar, o desafiarlo. Por eso, el mandato más fuerte que ella me inculcó fue que yo me tenía que ir de mi pequeño pueblo piamontés‑santafesino, con una frase que se le caía de la boca todo el tiempo cuando yo era un pibe: "Cuando te vayas a estudiar". No es que creyera que fuera de allí existía la felicidad, pero sí que había que explorar el más allá para saberlo.

¿Lo hubiera hecho ella de haber podido? ¿Lo hubiera explorado ella ese afuera? No lo creo. Ella había recibido un mandato y lo cumpliría. Y crearía un mandato diferente para sus hijos. Todo sin pensarlo demasiado, apenas el resultado de vivir una vida común, sin ostentar, envidiar, desear más de lo que sus manos podían construir.

Fui a verla por tres días y me quedé casi tres semanas, hasta que murió. Tres semanas en mi querido pueblo es también un viaje al pasado: amigos, lugares, recuerdos. Es abstraerse de las taras de la modernidad sobre las que uno piensa todo el tiempo. Allí, paralizado en el tiempo y en el espacio, a la espera de la parca, las palabras capitalismo, posverdad, derecha, izquierda, no servían ni para romper el silencio.

No tanto las palabras peronismo o antiperonismo, música de fondo sobre el que se escribió la historia de estos pueblos, sea desde casas como la de mi vieja a la calle, o desde la calle al interior de esas casas. Con esa música de fondo es que mi vieja vivió su vida. Podías no ejecutar ningún instrumento, quizá no bailar. Pero era imposible dejar de oírla.

Mi vieja era radical sólo cuando había que frenar al peronismo. Apreciaba mucho a Alfonsín, por supuesto. Para mi sorpresa, una vez votó a un peronista, y supongo que lo hizo sabiendo que no ganaría. Pero cuando del presidente de la comuna se trataba (el intendente), que fuera peronista no le importaba si era buena gente. Dije una mujer común.

Al final, estaba más decepcionada que esperanzada. No sabía, porque no había sido educada para eso, si hubiera podido hacer algo para no sentirse decepcionada, para cambiar algo, para intentarlo. Se murió sin saberlo. Se murió también desesperanzada. El país (el mundo) no era el que ella había soñado. Ya se sabe: con cada persona que muere, desaparece un modelo de país. El que es, el que no fue, el que pudo ser. El que ella, imprecisamente, hubiera deseado que fuera, aunque entre sus luchas pendientes no estuvieran las de combatir esos grandes vectores que gobiernan nuestras vidas de teóricos part‑time.

Quizá era una vuelta de tuerca de la(s) parte(s) por el todo. Ella deseaba cosas menores, pero que unidas pueden considerarse algo semejante a lo que nosotros soñamos como conjunto. Lo que nosotros llamamos ideología, para ella eran deseos repartidos durante una vida. Y es probable que por esta vez la suma de las partes sea igual al todo.

Si yo, de pibe, o no tanto, hacía un berrinche, ella, me decía: "No te hagás la Greta Garbo", frase que puse en una canción. A ella le debo, además de la vida, la pasión por el cine y la lectura. Por el fútbol también. Boca, claro, pasión que ella heredó de mi abuela y mantuvo encendida. No todos pueden darse el lujo de contar que podían sentarse a tomar mate con la vieja mirando un partido de fútbol, aunque fuera Arsenal‑Quilmes. Yo sí.

Durante los años que yo no estuve en el pueblo, ella se había transformado en una especie de tía de un montón de gente: sobrinos verdaderos, vecinos, gente que pasaba a saludar y aprovechaba para confesar cosas. Queda el consuelo de que no haya sufrido demasiado. Y lamentar que se haya perdido los últimos tres capítulos de Josué. Fue lo último que hicimos juntos; ver Josué. De existir un Dios atento a cada drama, supongo que le habría concedido la licencia de llegar al final de la novela. No pudo ser. De todas maneras, vieja, fue bastante decepcionante, así que no te perdiste gran cosa.

Dicen que la muerte hace mejor a las personas. Acá no es necesario. Con la gente como mi vieja, las cosas son como son y como parecen que son. Lo no dicho, las desilusiones o frustraciones son parte de vivir. Nada de qué escandalizarse. Sí me alegro de que no haya habido entre nosotros (todos los de mi familia) malentendidos por dinero o propiedades. No había dinero ni propiedades para disputar. Y no disputar fue nuestro estado natural. Nunca pensamos que las cosas hubieran podido ser diferentes. El resto es personal. Hasta acá llegué.

 

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