Desde el inicio del proceso de construcción del Estado Nacional, sobre fines del siglo XIX, todos los gobiernos que se sucedieron adjudicaron una función social trascendente al sistema educativo argentino. Por supuesto, esta función tuvo características muy diferentes de acuerdo al modelo socio-económico y político que se intentó implementar desde la conducción del Estado. Nos encontramos, por primera vez en la historia argentina, frente a una situación inédita: un gobierno que, a partir del intento de aplicación de las teorías de la escuela económica austríaca y del anarcocapitalismo, conceptualmente plantea que: a) el Estado no tiene que ser responsable de la gestión del sistema educativo y del acceso al derecho a la educación, ya que esto sería una responsabilidad de las familias y del mercado, y b) el modelo de desarrollo económico y de valores sociales no exige que la educación, la ciencia y la tecnología nacional jueguen un papel estratégico.

El Presidente Julio Argentino Roca promulgó en 1884 la Ley 1420 que estableció la obligatoriedad de la escuela primaria en Argentina. La función social que la Generación del ’80 concebía para la educación era muy precisa: construir la unidad cultural de una Nación que, tanto poblacional como territorialmente, era muy heterogénea. Hipólito Yirigoyen la concibió como una herramienta de democratización social, ampliando la escolaridad en todos los niveles, incluso el universitario a partir de la Reforma del 18. Más tarde, durante el proceso de sustitución de importaciones y el peronismo, se definió la función de la educación en dirección a satisfacer la formación de trabajadores y profesionales para atender las demandas de la industrialización que vivió el país a partir de la década del ’30. Las dictaduras posteriores vieron en la educación una política privilegiada para transmitir los valores que garantizaran el control ideológico, el orden y la disciplina. El sistema educativo se constituyó en una de las principales estrategias que debía posibilitar la aplicación y legitimación del terrorismo de Estado.

Cada gobierno que sucedió a la recuperación de la democracia también definió explícita o implícitamente la función social que concibió para la escuela, la universidad y la ciencia. Para el Presidente Raúl Alfonsín, la educación fue una herramienta fundamental para consolidar la democracia. Posteriormente, en los ’90, se intentó acompañar desde el sistema educativo el proceso de transformaciones neoliberales propuesto desde el modelo económico, transfiriendo los servicios educativos nacionales a las jurisdicciones y colocando como función principal de la educación la de formar para una economía de mercado.

El kirchnerismo, modificó fuertemente el modelo de desarrollo llevado adelante en la década anterior, para lo cual concibió la educación como una herramienta de integración social y desarrollo económico que privilegió la industria. Para ello aprobó un conjunto de leyes que conformaron un plexo normativo nuevo, revirtiendo las tendencias del período menemista. El gobierno de Mauricio Macri también propuso una función importante para el sistema educativo. Privilegió su papel en torno a difundir valores que consideró fundamentales para construir el orden social de mercado al que aspiraba, desarrollando valores que apuntalaban el individualismo, la competencia y el emprendedurismo. A su vez, el sistema educativo también desempeñó funciones importantes aun en los momentos en los que el país atravesó profundas crisis como las de la hiperinflación, la hiperdesocupación y la pandemia. En estos períodos el sistema educativo resintió su función pedagógica y se convirtió en un espacio de contención social y un “refugio” frente a una coyuntura que tendía fuertemente a la exclusión social.

Al contrario de lo hecho por los gobiernos anteriores, el proyecto que encabeza Javier Milei no plantea ninguna función definida para el sistema educativo. Ya en su campaña electoral, el actual presidente planteó que había que eliminar la educación obligatoria. No era una postura improvisada. Es la concepción que muchos de los economistas ultraliberales y de la escuela austríaca enuncian como dogma.

Esta concepción no prevé que la educación juegue un papel importante en la formación para el trabajo, la productividad o el desarrollo científico-tecnológico. Principalmente, porque el modelo propuesto no incluye una ampliación del mercado de trabajo, un proceso de industrialización o de creación de conocimiento y tecnologías propias. Siguiendo las teorías del Capital Humano, los anarcocapitalistas sostienen que la sociedad no debe invertir en formar trabajadores o profesionales que no se sabe si encontrarán puestos laborales para ejercer su carrera, ya que ello implicaría “sobreeducar”. Bajo su paradigma, esto implica realizar un gasto público por el que no se obtendría una tasa de retorno que justifique la inversión social. En otras palabras, ¿por qué la sociedad debería financiar los estudios de un futuro ingeniero que seguramente no podrá aplicar en el país los aprendizajes que obtuvo a lo largo años de estudio? Se trataría así de una inversión a riesgo que debería ser asumida por los particulares.

En una sociedad altamente polarizada como la que propone este modelo, los pocos empleos altamente calificados que requerirá una economía crecientemente concentrada pueden ser cubiertos por los circuitos educativos de élite o de alta calidad que pertenecen principalmente al sector de la enseñanza privada. La mayoría de la población, que tendrá trabajos poco calificados, no necesitará una educación de calidad. Por otra parte, considera que son los propios actores del mercado, y no el Estado, quienes en última instancia tienen la responsabilidad de formar su propia fuerza laboral, ya que son quienes se apropiarán de la renta diferencial que produce el trabajo calificado. En este punto, la experiencia muestra que en nuestro país la mayor cantidad de mano de obra ocupada pertenece a pequeñas y medianas empresas o se desempeña en el cuentapropismo o la economía informal. Se trata de sectores que, a diferencia de las grandes empresas, no están en condiciones de generar instancias propias de capacitación laboral.

Al mismo tiempo, el ataque permanente y las amenazas de desaparición del CONICET, la prédica respecto de la inutilidad del trabajo de los investigadores y la inclusión en el proyecto de ley de la autorización para privatizar algunas de las importantes empresas tecnológicas, como ARSAT, NASA, VENG, DIOXITEX, etc., deja en evidencia que el modelo propuesto no incluye el desarrollo de las capacidades científico-tecnológicas nacionales, sino la dependencia de los centros mundiales de producción de conocimientos.

Sin embargo, más allá de todo lo expuesto, la característica particular del gobierno de Javier Milei es que no sólo no considera importante el sistema educativo para el modelo económico, sino que tampoco lo percibe como necesario para transmitir su ideología y sus valores. Al contrario que otros gobiernos, inclusive los que sostenían una perspectiva neoliberal o incluso autoritaria, no confía en la escuela, en los docentes y en el currículum escolar como posibles portadores de los valores culturales que quieren difundir.

Milei está convencido de que las redes le han ganado a la educación la supremacía en la capacidad de la construcción del imaginario social. Y es allí donde apuesta e invierte recursos para lograr una hegemonía ideológica en torno al individualismo, el liberalismo y la lógica del mercado. El fuerte impacto que ha tenido el actual presidente en su llegada a la juventud a través de las redes en la campaña electoral, lo fortalece en esta convicción.

Por otra parte, los defensores del anarcocapitalismo proponen que no hay que confundir educación con escolaridad; sostienen que hay que combatir la escolaridad porque es una herramienta del Estado para adoctrinar con ideas colectivistas o populistas a niños y jóvenes. Por lo tanto, la primera tarea es apartar al Estado de la educación. La educación, para la escuela austríaca, es una responsabilidad indelegable de las familias que deben adquirir, de acuerdo a su capacidad de consumo, igual que cualquier otro bien que se distribuye en el mercado. Uno de sus principales defensores, Nogalez Lozano sintetiza esta posición: “…para el anarcocapitalismo no cabe duda que una educación libre exige en todo momento separar la educación del Estado; apostar claramente por la implantación de los mercados privados en la enseñanza libre, mercados en los que no exista coacción alguna, ni en la forma ni en los contenidos educativos y en donde el total protagonismo de la enseñanza lo tengan oferentes y demandantes de la enseñanza…”

En sintonía con esta concepción, el Poder Ejecutivo incluyó en la primera versión del Proyecto de Ley Ómnibus un artículo en el que se permitiría que los niños desde los 9 años cursen sus estudios en sus casas sin ir a la escuela y sin seguir necesariamente los planes oficiales para el aprendizaje, legalizando el “home schooling” y el “unschooling”. La resistencia que provocó esta propuesta obligó a que en los borradores de la nueva versión del proyecto de Ley -hoy en suspenso- aparezca más diluida, sólo para actividades extracurriculares. Pero, aun así, como iniciativa para menores de 18 años y para la escuela primaria, continúa siendo discriminadora. Los principales factores de trabajo por la igualdad que tiene el sistema educativo son el ámbito de la institución escolar y la actividad presencial del docente.

Llama la atención de que a pesar de denostar la participación del Estado en la educación, en el proyecto de Ley Omnibus se amplía notoriamente su función de control y de evaluación del sistema y sus protagonistas. Entre otras, se incluyen nuevas instancias de pruebas para quienes egresan del nivel secundario y para los docentes. Ahora bien, ninguna de estas instancias aparece vinculada a estrategias pedagógicas que permitan subsanar los problemas de calidad de la educación que seguramente estas evaluaciones permitirán detectar. Ni siquiera están vinculadas a nuevas formas de promocionar. Si no es para mejorar o para promocionar, ¿para qué se pretende evaluar? Es evidente que el objetivo es favorecer la discriminación social. Por ejemplo, en un país donde 2 de cada 3 jóvenes termina la escuela media, ya no alcanza con este certificado para conseguir trabajo. Todas las investigaciones muestran que los empleadores, a la hora de incorporar personal, privilegian a aquellos trabajadores que egresan de los colegios o circuitos educativos a los que concurren sectores sociales más acomodados. Ahora tendrán un nuevo indicador para seleccionar a sus trabajadores: el resultado de la prueba al finalizar el ciclo medio. Como ya muestran las pruebas Aprender, el nivel socioeconómico de la familia es el principal predictor de la nota que obtienen los jóvenes. Nuevamente serán quienes provienen de los sectores más desfavorecidos los que corran el riesgo de una mayor discriminación, aún para aquellos trabajos que no requieren de los conocimientos adquiridos en la escuela.

Por último, el Presidente J. Milei y su Ministro de Economía, Luis Caputo, anunciaron que el mayor ajuste en el gasto público se efectuará en las transferencias a las provincias. Ello implica, no sólo dejar de cumplir con la inversión prevista en la Ley de Financiamiento de Educación, sino también profundizar las desigualdades entre las jurisdicciones que están en muy diferentes condiciones para hacerse cargo de los aportes que no enviará la Nación. Este proceso ya lo hemos vivido en los inicios de los ’90 a partir de las transferencias de instituciones educativas a las provincias sin los recursos correspondientes. Los resultados estuvieron a la vista: se profundizó el deterioro, la desarticulación y la desigualdad del sistema educativo. Los anuncios respecto de la intención de reemplazar el modelo actual por el financiamiento de la demanda o la aplicación de los vouchers, contribuiría aún más a ampliar las brechas sociales frente a la educación.

En síntesis, nos encontramos frente a un riesgo inédito en la historia de nuestro país. Una combinación particularmente peligrosa para el futuro educacional. Un gobierno que niega el papel del Estado en la regulación del funcionamiento de la sociedad y en particular de su participación en la distribución de conocimientos y valores a través del sistema educativo. Un proyecto económico que no demandará mayor capacitación para la mayoría de la fuerza laboral. Un modelo de construcción de hegemonía ideológica que prescinde del papel de la escuela para concentrarse principalmente en las redes sociales. Una política de ajuste económico que disminuirá drásticamente la inversión en educación, ciencia, y tecnología, y golpeará fuertemente el salario docente, profundizando la desigualdad y condicionando la posibilidad del inicio y continuidad del ciclo lectivo y la calidad de los aprendizajes escolares.

El anarcocapitalismo sólo nos puede llevar a la anarcoeducación. Estamos frente a la posibilidad de que, lejos de solucionarse los actuales problemas del sistema educativo, la aplicación de estas políticas lleve a un enorme aumento de la desarticulación interjurisdiccional, a la agudización de la desigualdad en el acceso y las oportunidades de niños y jóvenes, y a un descenso mayor aun en la calidad de la educación que brindan nuestras escuelas. Una verdadera anarquía educativa.

A pesar de estas intenciones del oficialismo, y como se vio en el debate del Proyecto de Ley Ómnibus, existe en las distintas fuerzas políticas, en la sociedad y, particularmente, en la comunidad educativa, una fuerte convicción de que la educación, la ciencia y la tecnología deben jugar un papel decisivo en la construcción de una Argentina que logre combinar un fuerte crecimiento económico con mejores condiciones de distribución del ingreso e igualdad social. También existe un fuerte consenso en que nuestro sistema educativo necesita de profundas transformaciones si se pretende colocar a la educación a la altura de este desafío. Que así como está, nuestra escuela no logra resolver exitosamente la función social que tiene encomendada respecto de la necesidad de garantizar una educación moderna y de calidad para todos. Hay coincidencia en que no se trata únicamente de “resistir” o de estar a la defensiva frente los intentos de aplicar la anarcoeducación. La urgencia del momento exige abrir el diálogo entre todos los sectores democráticos para avanzar en la formulación de una amplia coalición entre todos aquellos que valoran el insustituible papel de la educación, con el objetivo de elaborar en forma participativa las mejores propuestas de cambio y dar el debate y la lucha para que se implementen.