A Raquel y Raúl, por la persistencia amorosa.

Lunes de carnaval. En algunas partes de la ciudad, surgen charcos de gente: turistas o alguna vecina que junto a otra charlan mientras esperan a sus mascotas. Llego a la Terminal quince minutos antes del anuncio de la partida del colectivo. Para alguien impuntual como yo, este es un gesto de atención mayúsculo. Recorro el andén recordando cómo era el micro, qué decía. Un ejercicio de memoria que me lleva al pasado. Intento volver a verlo, buscarlo como lo hice durante siete años. Por un momento creo encontrarlo, pero no es así: este es un refuerzo, va a Santa Fe. El que va a Diamante es el Flecha de allá, dice una señora a la que le cuelgan dos bolsos, uno de cada brazo. Se me viene a la cabeza la frase de la canción de Sabina: donde fuiste feliz no deberías volver. ¿Acaso siempre se puede elegir dónde volver? ¿Y si ese volver no es pretérito? Si acaso se vuelve donde nos quieren, donde todavía somos felices.

16 arriba, dice el conductor. Pedí ventanilla pero mi asiento estaba ocupado. Me siento en el 15 porque intuyo que la chica que me lo ocupó viaja casi por primera vez a ese destino. Lo compruebo inmediatamente: saca fotos a todo, me hace preguntas, pocas pero evidentes.

Me traje un libro, pero no puedo despegar mi mirada del agua que bordea el camino. Mientras ambas miramos por la ventanilla, pienso cuántas veces crucé este mismo camino (si es que algo puede ser igual) en siete años y que la última vez llegué a destino en auto pero volví en colectivo sintiendo que tal vez esa había sido la última visita. Así fue hasta hoy. A veces vamos de una forma pero volvemos de otra: nunca se vuelve igual de ninguna parte. Eso lo aprendí animándome a amar, una y otra vez. Aunque muchas veces pueda no salir bien.

En mi heladera solía tener pegada una nota que me había hecho una amiga cuando le quise explicar a otra, presente, de dónde nos conocíamos. Ella es amiga de mi ex, parte de la herencia. Lo que me quedó de la relación, dije entre risas, con alegría. Mientras explicaba algo inexplicable, ella tomó el papel mágico y escribió despuntando los colores: hermosa herencia. Las herencias de los amores que fueron y que fuimos, sobreviven y anidan en otras formas de amor. A veces, el amor después del amor, como los juegos de masas de las infancias, se despliegan en otras formas que nos alimentan y se nos hacen necesarias en los días. Otras veces los amores son como un tarro de cenizas que chocamos una y otra vez, porque quedaron en el medio, mal ubicado en la casa. Entonces se abre, se cae y ensucia todo con la presencia de esa ausencia. En esos casos, para mí lo mejor es celebrar el correspondiente acto fúnebre: ir al río y desparramar en el agua el cuerpo de lo que ya no será. Hay amores que sólo merecen el pretérito de la experiencia. En cambio otros, creadores, desparraman partículas de herencias afectivas que se convertirán en parte del aire.

Ahora el paisaje se hizo de un verde infinito. El cielo está marmolado de grises. Llevo entre mis piernas el equipo de mate, la mochila, los regalitos que armé para mis exsuegros (a los que a menudo sin pudor y con certeza, los nombré sin el prefijo) que me esperan en la Terminal. Son solo tres cuadras de la Terminal a la casa de ustedes. No es necesario que vayan. Recuerdo cómo llegar caminando. Les repetí varias veces entre un mensaje y otro. El último que me mandaron decía: llueve, te vamos a buscar. Ya no llovía cuando llegué pero ahí estaban. Puedo llegar sola, sin embargo, no puedo dejar de admitir que sentirme esperada me llena de una mansa alegría. La necesidad se separa del deseo. En el deseo nace la posibilidad del amor, dice P. antes de que me vaya del consultorio.

La última vez que fui a Diamante corría junio de 2016. Pasaron tantas cosas desde ese año. Como buena argentina, mi vida personal no escapó a los altibajos, incertidumbre, amores, mal de amores con niveles inesperados de inflación y corralito. Porque lo amoroso también tiene su economía. Yo soy flojita para las matemáticas en general, pero en materia amorosa siempre hago peor las cuentas. Todavía estoy probando con las operaciones básicas y sintiendo que la única que me sale de corrido es multiplicar. Tal vez por eso acopie hermosas herencias amorosas que perduran más allá de las parejas.

Entramos a Diamante. Sonrío al aire, en la tranquilidad de llegar a un lugar que también fue mi hogar. Acá me esperan con el mate, en la alegría de la visita deseada. Ahí están ambos parados, esperándome. Cuando baje, pienso que les diré que mis papás les mandan saludos. Hablaremos de las alemanitas, de su hijo que alguna vez supo ser mi compañero y que ahora se alegra con la noticia de mi visita a sus padres. Sé que discretamente, hasta donde yo pretenda contar, me preguntarán por mi trabajo, por mis proyectos, por mi vida amorosa. Me darán moderados consejos pero sobre todo, en las miradas del cariño ya crecido, me desearán que las aguas sean calmas y que esté amorosamente acompañada. Ellos saben y yo también, que nada volverá atrás y que ya no sufrimos por eso. Soy feliz de ver a su hijo lleno de convicción y libertad. Sé que él también se aseguró de que yo estuviese bien con las herencias que me dejó. Hay amores tan grandes que recién cuando se terminan ves todo lo que se ha cosechado. Hay amores que no paran de multiplicarse en otros.

Me alegra verlos inquietos con mi visita. Atenciosos como solo ellos saben serlo. Voy al patio de las flores. El potus gigante, las palabras brújulas desparramadas por las paredes: paz luna sol cielo. Miro la primera y me recuerdo en esa foto, espiando el jardín, peinada para un casamiento al que iba a tener que ir esa noche. Cierro los ojos sin cerrarlos agradeciendo, este aquí y ahora. Y deseo: que me esperen, que el amor y sus formas nunca dejen de desear que yo llegue.

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