Esto no es un ajuste: es una revolución anarco-capitalista. La diferencia es sustancial. No se trata de llevar adelante medidas “de austeridad” con el fin de reducir el déficit fiscal. El proyecto es la transformación radical del país tal como se consolidó durante los primeros tres cuartos del siglo 20. La reducción del Estado a una funcionalidad mínima, de mero sostén policial del respeto a la propiedad privada. Por eso es que, para comprender cabalmente el programa de Milei, el eslogan “No hay plata” no debe ser leído como descriptivo sino como normativo: no importa si el Estado tiene o no tiene plata, lo que importa es que no debe tenerla, pues asumir ese deber implicaría, según la ideología mileísta, perpetuar el robo que supone toda carga impositiva. La base del programa es, pues, moral. Buena parte de los opositores, pero también de quienes lo votaron e incluso lo apoyan con fervor, ven el ajuste, sin ver el propósito revolucionario.

Este programa viene acompañado de una batalla cultural que implica un desmantelamiento de todo imaginario que pueda incluirse bajo la idea de “colectivismo”, gran carpa conceptual con la que Milei cubre una diversidad inmensa de concepciones de la vida, del bien común, de la idea misma de Nación. Y esta batalla se lleva a cabo de modo cruel. Si la humillación es una forma específica de la crueldad, la mejor definición del acto de humillar es aquella según la cual “humillar es minusvalorar las palabras que le importan al otro”. Una forma de crueldad que no está ligada al dolor físico: la humillación es un asunto lingüístico

Es verdad que toda pugna por la hegemonía cultural involucra el ejercicio de ese tipo de desvalorización y, en consecuencia, alguna forma de crueldad. Pero cuando se vale de recursos retóricos que presentan ciertos conceptos importantes para buena parte de la comunidad como abiertamente repugnantes, la humillación alcanza un punto de no retorno y de violencia que puede extremarse. Milei vino a dar esa batalla cultural humilladora, puso en el foco de sus embates retóricos las palabras valoradas por los argentinos en su autoidentificación. “La justicia social es una aberración”, dijo una y otra vez. Produjo así una metáfora escalofriante con la que pretende humillar a buena parte de la sociedad argentina, acunada con el mantra de esas palabras asumidas como sagradas.

Es a esto a lo que nos enfrentamos: una revolución anarco-capitalista, llevada a cabo por medio de una retórica humillante, que busca configurar una nueva hegemonía cultural.

¿Qué papel cumplen las humanidades en este contexto? En el ajuste, la acusación a las humanidades (como a las ciencias básicas) es la de inutilidad. Somos un derroche para el Estado porque implicamos un mero gasto inútil. La respuesta a esa acusación ha seguido dos estrategias: impugnar la idea misma de utilidad con que se pretende quitar el apoyo estatal a las humanidades, o dar muestra de cuán útiles son las humanidades. Intentar lo segundo frente al mileísmo es muy fácil. Basta recorrer el discurso de Davos en el que el Presidente presenta cabalmente su ideología revolucionaria, plagado de conceptos de las ciencias sociales. ¿Cómo podrían ser "inservibles" para quien pretende mostrarse como un intelectual que ofrenda un manifiesto a los empresarios reunidos en Davos?

Daré un ejemplo de esta utilidad desde la filosofía. En aquel discurso, Milei define “mercado” en términos de “mecanismo de cooperación social”, entendiendo la idea de “cooperación” como involucrando la “voluntad libre” de los cooperantes. El mercado, por definición, es libre y su defensa es moral: la libertad es el bien moral a preservar. El único “fallo” posible del mercado es que la voluntad no sea libre, es decir, que se interrumpa el mercado. Y el único agente capaz de interrumpirlo, introduciendo algún tipo de coerción, es el Estado. Hasta ahí el argumento conceptual, corazón del pensamiento de Milei. Ese argumento debe responder a la objeción de que hay distorsiones no estatales al libre mercado: los monopolios. Milei no responde a la objeción defendiendo que los monopolios no interrumpen la voluntad libre, su defensa es que la concentración monopólica ha generado un gran crecimiento de la riqueza en la historia de la humanidad. Y es justamente allí donde un filósofo mete la cuchara. Pues lo que puede decir es que allí hay un cruce de dos concepciones éticas antagónicas: la deontológica (un acto será valioso moralmente por algún rasgo intrínseco al mismo acto) y la consecuencialista (un acto será valioso moralmente de acuerdo con las consecuencias beneficiosas del mismo). Pues ha defendido el mercado por sus rasgos intrínsecos (la libertad) pero ha defendido los mercados monopólicos por sus consecuencias (el crecimiento de la riqueza). Un filósofo puede así mostrar el fracaso del argumento, otro filósofo podrá asesorar al Presidente para mejorar su discurso. Los filósofos, como todos los que trabajamos en humanidades, somos muy útiles.

El problema es que, como dijimos, este no es un mero proyecto de ajuste. En el marco de una revolución como la pretendida, los especialistas en los estudios humanísticos no son vistos como inútiles: son vistos como peligrosos sostenes del status quo cultural que se viene a censurar. Esto se ve en cómo presentó Milei la deriva de su adversario colectivista. El discurso de la lucha de clases, desterrado, ha mutado forjando dos dicotomías igualmente inadmisibles: hombre vs. mujer y ser humano vs. naturaleza. El feminismo, la teoría de género y el ambientalismo son los nuevos enemigos que MiIei proclama. Desterrar lo implicado por dichas dicotomías supone identificar a sus perpetradores ideológicos; y es allí donde Milei señala y acusa a uno de ellos: las universidades. Las humanidades, como motor de la vida universitaria, como forjadoras de los mejores dispositivos retóricos para enfrentar las discriminaciones de género y los efectos del cambio climático, son el peligro principal al que se enfrenta el proyecto de Milei.

 

La situación de ser acusados de agentes de una amenaza cultural nos coloca a los que hemos dedicado nuestra vida a la investigación en disciplinas humanísticas en una posición de mayor riesgo que la de ser señalados meramente como actores culturales de poca utilidad. Pero el riesgo es una oportunidad: la de poder desentendernos del demandado esfuerzo absurdo de tener que justificarnos validando lo obvio, para asumir el rol político que nos corresponde en la hora. Batallar con todos nuestros recursos argumentativos, discursivos y retóricos contra un proyecto cuyo norte es la disolución de todo con lo que nos hemos venido identificando en tanto partícipes de la Nación Argentina. No hacerlo, o hacerlo a medias, podrá colocarnos en la situación de aquel recordado personaje de un tango de Discépolo cuando, derrotado, confesaba: “Yo quise hacer más, pero sólo fue un ansia”.

Federico Penelas es investigador del Conicet, profesor de Filosofía del Lenguaje (Facultad de Filosofía y Letras UBA y Universidad Nacional de Mar del Plata).