Es el amor al propio grupo lo que determina la posibilidad de transferir el amor al resto de la humanidad. El problema son los que odian a todos.

Silvia Bleichmar

El 23 de abril probablemente será una fecha histórica. Por eso, en el marco de la sesión parlamentaria del 17 de abril en la Cámara de Diputados de Santa Fe puse de manifiesto la necesidad de adherir a la Marcha Federal Universitaria Nacional. No será una marcha más. Será (y es) una forma de defender en las calles el complejo entramado del sistema universitario científico tecnológico que este gobierno ataca de manera frontal.

La pavorosa desfinanciación es apenas la punta del iceberg. Porque lo que se busca es desguazar este sistema y toda una tradición y un presente vinculados al conocimiento, el activo más importante de cualquier nación soberana. Lo que está en juego es el concepto mismo de democracia, de institucionalidad, el rol del Estado y los ciudadanos y ciudadanas como sujetos que ejercemos nuestro pensamiento crítico.

En ese marco, circula la idea de que en las aulas existe algo llamado “adoctrinamiento”. Resulta insultante como concepto, entre otras razones, porque desconoce el complejo entramado histórico y social sobre el que se asienta la educación.

Lo digo como legisladora pero también, como docente de la Facultad de Derecho. Y como la estudiante que fui a comienzos de los 80, cuando ir a la Universidad era un modo de escapar del oscurantismo. Porque allí nos volvíamos a encontrar desde una diversidad de ideas que la dictadura había pretendido exterminar. Aquello sí había sido adoctrinamiento, pagado con silencio y lo que es peor, con miles de vidas cuyo destino se desconoce aún.

Discutíamos el derecho y nuestros derechos. Escuchamos dictar clase a los que aún justificaban la legitimidad de un sistema dictatorial y a los que volvían de la persecución y del dolor; nunca más justo recordar al maestro Juan Carlos Gardella en esta reflexión. Escuchamos a los solemnes y a los poderosos. A los burócratas del texto de memoria y a los que entre líneas te permitían pensar y repensar. Reflexionar. Discernir. Discrepar. Coincidir.

Estos son los verbos que siguen conformando la maravillosa maquinaria que le da vida a una de las instituciones más valiosas de la democracia. La misma que puede habitar un sujeto cuando una vocación lo atraviesa y sabe -porque lo siente en el alma y en el cuerpo- que el deseo es más fuerte que cualquier obstáculo, que cualquier decisión tomada desde el escritorio de los que creen que pueden decretar que tu vida transcurra entre restricciones y rivalidades hostiles y meritocráticas.

Ellos odian lo diverso porque la diversidad y el pluralismo atentan contra su proyecto de país.

La universidad no adoctrina. En la Universidad las doctrinas coexisten y tensan el campo del conocimiento porque todos sabemos que no existe lo absoluto, ni lo eterno, ni lo inmutable en este plano en el cual la ciencia no compite con la fe ni con las creencias religiosas.

Si algo sostiene el proceso de enseñanza y de aprendizaje es la certeza de que los matices, las búsquedas, la diversidad, la tolerancia y el respeto es lo único que nos puede convertir en sujetos libres de elegir.

Libres.

Situados y libres.

Solidarios y libres.

Respetuosos y libres.

Así tal cual lo define el propio concepto de Universidad. Tomo como referencia a la Reforma de 1918, al paradigma de la libertad de Cátedra que se amplía con la inclusión y la gratuidad universitaria, que luego sería también parte de la gesta del peronismo que este año celebra 75 años.

Y cito aquí a Liliana Herrero, quien por estos días advierte de la necesidad de hablar de “Universidades”, en tanto la creación de nuevas Casas de estudio en todo el país conforma un renovado modelo de justicia social. Liliana, Maestra, amiga y compañera, a quien tuve el honor de acompañar en Introducción a la Filosofía y a las Ciencias Sociales como ayudante de cátedra en aquel CBC del año 1986 cuando en la Facultad de Derecho de la mano de su Decano normalizador, Carlos Lorenzo, y de su Secretario Académico, Oscar Blando, se instituyeron las Cátedras Paralelas.

Por esa Facultad donde me formé como abogada, donde fui docente, donde encontré maestros y maestras como los que se mencionan arriba, siguen transitando quienes creen que el derecho es producto de la voluntad divina y los que creen que un legislador es un sujeto aislado e imparcial que construye las normas jurídicas en un laboratorio ajeno a la sociedad en la que vive. También la habitamos los que creemos que el derecho es una práctica social y por ende, nunca neutral y siempre anclada en las demandas sociales que lo preceden.

Porque el juicio crítico se construye a partir de esas tensiones. Esa herramienta poderosa y constituyente es la que inspira y motiva a quienes -vaya paradoja- clausuran el debate de ideas, lo vacían y lo desnaturalizan hasta hacerlo caer en un campo árido de verdades prefabricadas por algoritmos e inspectores del pensamiento.

Desde ese lugar tejen un nuevo campo de disciplinamiento social: el que acude a verdades absolutas sin verificación, a definiciones grandilocuentes y a mensajes deshabitados de toda consideración ética y política. Porque en definitiva de eso se trata: de instalar la fe en una política sin política, sin debate, sin argumentación.

Es tiempo de revisar cómo construimos una estrategia colectiva para poner a salvo nuestro porvenir. El porvenir de una racionalidad democrática que vuelva a abrir la puerta sin restricciones, sin atajos, con escalones que garanticen esa movilidad social ascendente tan propia del sistema social argentino. El conocimiento que surge de la construcción conjunta y de la rebeldía frente a la opacidad que trae el oportunismo de un slogan que debemos sacudir de su propia modorra.

El adoctrinamiento es justamente creer en el adoctrinamiento.

Por eso, la marcha será un acto de libertad democrática y de soberanía. Y de amorosa confianza en lo que somos capaces de construir como sociedad enlazada con las vivencias que nos han brindado las Universidades públicas a todos y a cada uno. Porque no hay política sin historia, sin memoria, sin ese temblor personal de las evocaciones que nos trajeron hasta acá. Las mismas vivencias personales y colectivas que hoy nos devuelven a las calles.

Allí nos vemos.

Diputada de Santa Fe