La escena parecía armada para la ocasión, como si los quince alumnos de la Fundación Universidad del Cine (FUC) que copaban la calle para un trabajo práctico supieran que funcionaban como marco ideal para lo que pasaba puertas adentro. Allí, el fundador y rector de una las usinas creativas más importantes del ámbito audiovisual nacional hurgaba en su memoria prodigiosa para recordar qué ocurría hace veinticinco años: tras dirigir doce largometrajes y presidir durante seis años el Instituto Nacional de Cine –el “Artes Audiovisuales” de Incaa llegaría en 1994–, Manuel Antín concretaba la idea de abrir una escuela de cine. El contexto amenazaba con convertir la iniciativa en una tragedia griega, con la producción nacional atravesando uno de sus peores momentos y la industria achicándose con estrépito. Pero este personaje, a diferencia de los héroes clásicos, le torció el brazo al destino: hoy la FUC tiene 1300 alumnos, equipos de última generación, cuatro edificios en el Pasaje Giuffra y un prestigio cimentado gracias a nombres como Daniel Burman, Lisandro Alonso, Mariano Llinás, Damián Szifron y Pablo Trapero en la nómina de ex alumnos.

Claro que esta historia debería comenzar bastante antes, a comienzos de la segunda mitad del siglo pasado, cuando Antín fue una de las figuras estelares de una corriente artística que le insufló aires de renovación y modernidad al cine argentino y que se llamaría Generación del 60. Reflexiva en su lenguaje y con el ámbito literario como principal fuente de inspiración, la obra del realizador durante estos años incluyó la adaptación de su novela Los venerables todos y varios textos de Cortázar, como el cuento “Cartas de mamá” en La cifra impar (1962), Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965). Aquella experiencia tuvo reconocimiento crítico y académico, pero empujó la economía de Antín al borde del colapso. Así, ya en los 70, sintió la necesidad de que nadie viviera lo que él: “Había producido muchas películas que, salvo alguna excepción como Don Segundo Sombra, no fueron exitosas. Terminé perdiendo muchas propiedades. Tuve una vida bastante aventurera desde el punto de vista económico, jugándomela con cada proyecto, y no quería que eso le pasara a los demás”, recuerda. Las dificultades de la coyuntura postergaron el proyecto hasta más adelante, sin saber qué “más adelante” lo esperaba el alejamiento de su “vocación de cineasta para adentrarse en el terreno del servicio público”, tal como define su paso de los set a las oficinas del Instituto para ocupar el cargo de director durante la presidencia de Raúl Alfonsín. “Desde ahí traté de atender la vocación de los jóvenes para que el mundo fuera más amplio. El cine argentino estaba limitado al país y muy ocasionalmente a América latina”, afirma.

–¿Qué buscaba que ocurriera?

–Yo había vivido con distintos amigos del cine, especialmente con Leopoldo Torre Nilsson y Beatriz Guido, lo que era salir con una película bajo el brazo para tratar de que se programe en un festival y que circule en el exterior. Lo que les pasó a ellos con La casa del ángel me quedó marcado: el cine nacional tenía que producirse acá, salir del país, ganar premios y volver con un prestigio distinto. En ese momento otorgué los primeros quince créditos, el 70 por ciento de los cuales fueron a óperas primas. Eso me trajo muchas críticas de la industria.

–¿Qué le decían?

–Recuerdo haber recibido la visita de directores y productores para reprocharme que le daba demasiado a gente nueva. “Vos le das un crédito a cualquiera”, me decían. Yo contestaba: “Bueno, un cualquiera algún día va a ganar un Oscar”. Y  uno de esos “cualquiera”, Luis Puenzo, ganó con La Historia Oficial. Esa época me dio un piso, un apoyo para continuar con ese tipo de políticas. Cuando terminó el gobierno, ya habían renunciado todos y llamé a Alfonsín. Le dije: “Raúl, no me olvides acá”. “No, no, tenés que renunciar”, me respondió. Y así lo hice.

–¿Y en qué momento resurgió la idea de una escuela de cine?

–Mis primeras tentativas las tuve en el Instituto, cuando vi que para la que hoy es la Enerc había 500 inscriptos y 20 ó 30 cupos. Una vez recibí a un grupo que reclamaba por el ingreso y los hice pasar para que vieran que no había más lugar. En ese momento hice un convenio con el entonces decano de la facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Juan Manuel Borthagaray, y, con la colaboración de Simón Feldman, creamos la carrera de Diseño de Imagen y Sonido con la idea de que ahí se estudiara la parte teórica y en el Instituto se diera una especie de posgrado técnico. Después, cuando terminó mi gestión en el Instituto, se cortó todo y yo traté de aplicar esa fantasía a un mundo real.

La fantasía terminó de materializarse cuando le facilitaron el edificio donde funcionaba el teatro La Gran Aldea, ubicado en el Pasaje Giuffra 330, a metros de la Facultad de Ingeniería de la UBA. “Como buen previsor que soy, había abierto la inscripción, se habían anotado 357 alumnos y no sabía dónde recibirlos”, bromea el rector. Veinticinco años después, la FUC lleva producidos más de tres mil cortos y seis largos, además de un centenar de coproducciones con alumnos actuales y egresados. Recuerda Antín: “En ese momento no sabía bien si era una escuela que producía o una productora que enseñaba, pero ahí estaba el secreto: estábamos produciendo y enseñando, tratando de que nuestro programa fuera propio de una universidad y no sólo una cuestión técnica. Cuando tramitaba la validez del título, los ministros me decían que el cine era una artesanía, y a partir de esa equivocación, de esa simplificación ministerial, me di cuenta que tenía que ser más que eso. Nosotros enseñamos Semiología, Semiótica, Historia del Cine, Historia del Arte, Literatura, y también Luz, Cámara, Edición”.

–Usted habla de Semiótica, Semiología e Historia del Arte. ¿Qué cree que le aporta la educación teórica a un proceso con un componente práctico tan grande como el de hacer una película?

–Le aporta algo que trajimos al cine los de la Generación del ‘60, que en su mayoría no éramos técnicos y veníamos de un mundo si quiere más teórico y abstracto. Intentábamos ser directores de cine a partir de nuestras lecturas e inserción en la cultura general. Eso me guió para hacer los programas de la Universidad.

–La lista de egresados incluye directores con estilos e intereses  tan disímiles como Damián Szifrón, Lisandro Alonso, Benjamín Naishtat y Pablo Trapero. ¿Cómo explica esa variedad?

–Voy a aplicar una idea muy conocida, la de “libertad de cátedra”. Nunca nos metimos en el estilo de cada uno y hemos  ayudado a hacer películas de un cine en el que creemos y también del que no creemos. Sé que es un disparate, pero yo nunca he creído, ni creo, en el cine neorrealista. Mis películas nunca tuvieron esa impronta pero, en fin, nunca hemos querido imprimir nuestro sello y los alumnos dispararon para el lado que quisieron. Creo que uno de los grandes méritos de la Universidad es esta independencia, esta libertad, esta capacidad para materializar algo costoso como una producción sin necesidad de correr riesgos. Nadie arriesgaba dinero.

–Suena raro escucharlo decir que no cree en el cine neorrealista cuando la FUC es considerada uno de los factores fundacionales del Nuevo Cine Argentino…

–Es cierto, pero lo explico diciendo que no todo el cine que sale de acá es el que me gusta ni el que yo haría. En general se piensa en enseñar el cine que a uno le interesa para formar directores semejantes, pero para mí es todo lo contrario. En ese sentido, creo que hemos tenido una gran generosidad intelectual con los alumnos. Y respecto a la idea de la FUC como una de las patas fundamentales del NCA, me siento muy orgulloso. Siento que no he perdido el tiempo. Estos últimos 25 años no han sido como los anteriores, en los que escribí muchas cosas que no se publicaron o filmé películas que no tenían espectadores.

–El surgimiento del Nuevo Cine Argentino coincidió con un recambio generacional en la crítica. ¿Qué rol jugó el periodismo cinematográfico en aquellos años?

–Siempre pensé que el periodismo es una de las patas del cine argentino a la que debíamos recurrir porque podía y puede ayudar mucho. Yo sentí que me formaron varios críticos amigos, incluido el siniestro Miguel Tato, que compartía mesa con nosotros antes de convertirse en el fantasma de la censura. Siempre sentí un gran apoyo porque, ante el fracaso, lo único que se puede recibir como compensación son palabras de elogio. Ser pobre, pero no desconocido.

–Se dice que una generación dura 25 años. ¿Es posible seguir hablando de Nuevo Cine Argentino?

–Podríamos sacarle la adjetivación: existe el cine argentino. La Argentina es conocida en el mundo por el tango, el bife, por Maradona y por el cine. Esto lo he visto a lo largo de mi vida, gracias a mi relación afectuosa con gente que dirigía festivales y convocaba películas de esta generación. Lo que no existe más es el cine industrial hecho exclusivamente para la platea e interesado únicamente en el dinero. El público ha cambiado y se ha individualizado, ya no es una masa que llora o se ríe de acuerdo a la comunión que logra con el espectáculo, sino gente a la que le gusta ver películas importantes. Así podemos explicar el éxito de El clan, de Relatos Salvajes o incluso las películas de Lisandro Alonso.

–¿Es más fácil enseñar cine  hoy que hace 25 años?

–Han cambiado las escalas, los parámetros. Hoy enseñar cine es proveer los medios para hacerlo. No se puede explicar cómo filmar sin explicar cómo mirar por la lente o cómo iluminar. El cine es algo que tiene que ver con la técnica y también con la cultura: es necesario saber qué es y cómo hace un travelling, pero también qué se hizo antes, quiénes lo usaron, con qué sentido…

–¿Nunca le pesó la edad a la hora de interpretar o entender los intereses e inquietudes artísticos de alumnos mucho más jóvenes?

–¿A qué edad se refiere? Salvo por alguna persona que de vez en cuando me recuerda que tengo 90 años, o cuando me ofrecen el asiento en el transporte, algo que rechazo, hasta hoy no me siento una persona ni siquiera mayor. Soy capaz de dar de un consejo como si tuviera los 22 años que tienen los alumnos. No me adapto de ninguna forma, me resulta natural. Hay un proceso que está desarrollando el mundo para envejecerme, pero no lo va a lograr.

–Entonces por el retiro mejor ni preguntar…

–No, el retiro va a ser con las patas para adelante.