El prestigioso cineasta y antropólogo francés Jean Rouch (1917–2004) fue creador de películas etnográficas y de docuficción, realizadas a través de una técnica conocida como “cine–trance”. Esta consiste en preparar el terreno para generar un estado físico y mental similar al de una posesión, inducido mediante el lente de una cámara o de la interacción con el personaje filmado. Rouch lo utilizó durante ritos y posesiones en los que aparentemente las personas entraban en trance más rápido cuando eran conscientes de la presencia de la cámara. El argentino Martín Solá recupera esa esencia en La familia chechena, donde el protagonista Abubakar, un checheno de 46 años, participa de las Zikr, danzas rituales de los musulmanes sufíes. En el Zikr se alcanza el éxtasis, que tiene mucho de liberación frente a la opresión que sufren. Escenas de las Zikr aparecen muy bien logradas –al estilo Rouch– en La familia chechena, donde lo sagrado y lo profano parecen abrazarse, al tiempo que el cineasta pone el foco en fantasmas del pasado. Durante la Segunda Guerra, los chechenos vieron la invasión alemana como una oportunidad para rebelarse contra el régimen soviético. En respuesta, fueron masivamente deportados a Asia Central, y obligados a permanecer allí hasta 1957. Desde 1990 la República de Chechenia ha tenido muchos conflictos legales, militares y civiles relacionados con los movimientos separatistas y las autoridades rusas.

La familia... se estrena hoy en la Sala Leopoldo Lugones del San Martín junto a un foco dedicado a Solá, quien ya culminó la segunda película de la trilogía planeada sobre pueblos no reconocidos como países libres y soberanos, pero que resisten la ocupación. El primer documental fue Hamdan (2013), donde Solá narra un fragmento de la vida de Hamdan Alí Mahmud Sefan, líder de la resistencia palestina quien, luego de una misión fallida en los 70, fue encerrado quince años en prisiones israelíes. “Yo tenía un amigo palestino y él me propuso hacer una película allí. Con la gente que trabajo notamos que había muchos films realizados en esa región, pero él tenía un contacto muy interesante: Hamdan, el líder de la parte norte”, relata Solá. Después de este documental, dice el director, “sentí que necesitaba algo más, un cuerpo. La idea que tuvimos fue mostrar tres tipos o maneras de afrontar esta situación. Al principio hablaba de resistencia, pero me parece que esa no es la palabra sino ‘afrontar’”, cuenta Solá. Hamdan, aborda la lucha armada; en La familia chechena establece su mirada a través de la fe y la religión, y la tercera será en el Tíbet, donde focalizará en el amor. “Lucha, Fe, Amor: tres formas distintas de afrontar esta situación que viven en lugares ocupados, donde son dictaduras, la gente sufre situaciones muy extremas, con muchos años de guerras”, explica el cineasta, que no puede anticipar nada del documental del Tíbet porque todavía busca financiación y, comenta, “no lo tenemos muy aceitado”.  

–¿Cómo fue la elección de esos tres países, teniendo en cuenta que no son los únicos territorios ocupados en el mundo?

–Palestina empezó por lo de mi amigo. Chechenia siempre fue un lugar que me interesó mucho. Era un lugar muy enigmático, me resultaba muy difícil tener información. Lograr un contacto local en Chechenia es dificilísimo. Sin contacto local durás diez minutos. También lo elegimos por la Zikr, la danza de los sufíes. La idea era mostrarla a partir de la fe y de la religión y que eso fuera un estado de ánimo, una emoción y no algo que dé información. Y el Tíbet para saber del amor. Creo que allí, a nivel conciencia, están un paso adelante. En estos sitios muchas veces se cree que la manera de afrontar lo que viven es con la fuerza. Y ahí perdés. El rival es muy duro. A veces, reconocer la fragilidad y a partir de ahí reconstruir es mucho más fácil para poder sortear las cosas que suceden. 

–Hubiera sido más sencillo utilizar testimonios a cámara denunciando crímenes y violaciones. ¿Era un método poco cinematográfico?

–Desde ya. Lo que pasa es que el documental ha logrado, en cierto punto, liberarse de la cabeza parlante, de la entrevista. Pero todavía no te perdonan que no des información. Sos una especie de hereje si no das información sobre todo en películas. Creemos que el documental no es solamente una herramienta auxiliar del periodismo, puede tener el mismo desarrollo estético y formal que la ficción. Y no es un género menor. También como desafío, nos interesaba hacer una película desde otro lado. Por otra parte, cuando uno habla de la fe, es algo muy abstracto. Si uno se reduce a dar información es muy complejo y siempre va a terminar anclando algo. Lo que buscamos fue tratar de llevar al espectador a una experiencia física, emocional, y que cada uno la habite como quiera.

–La película deja entrever la desigualdad entre hombres y mujeres. ¿Quiso mostrar el machismo imperante en la región?

–Sin duda. Son sociedades musulmanas, y en Chechenia la diferencia entre el hombre y la mujer es real. No se mezclan. En La familia..., a nivel estructura, por un lado están los hombres y, por otro las mujeres. Y el único momento en que se cruzan es del protagonista, Abubakar, con su madre. Casi siempre cuando uno ve hombres con mujeres en la calle, es un hijo con su madre. El tema de la vida en pareja o el matrimonio es puertas hacia adentro. De hecho, como nosotros mostramos a las hijas del protagonista a través de los cristales, hemos tratado de buscar un esteticismo de eso o trabajar una forma, pero es realmente como las veíamos al principio. Cuando llegamos a la casa del protagonista, estuvimos un mes yendo todos los días para poder filmar porque al principio se iban a las habitaciones y después, poco a poco, empezaron a salir. 

–¿El baile aplaca el sufrimiento a través de una conexión espiritual?

–Sí. Hay un montón de información que resulta muy difícil de explicar, pero funciona como un exorcismo, como una catarsis. Como que se purgan. Para ellos tiene un sentido religioso muy fuerte, pero a la vez terminan descargando mucho odio y mucho rencor. Eso es muy bueno. 

–¿Por qué?

–Porque cuando estábamos en Palestina y en Chechenia hubo dos personas que nos llamaron poderosamente la atención. Una es la madre de Hamdan y la otra es Abubakar: dos personas que no tenían odio. En esos lugares es difícil encontrar ese tipo de personas. Creo que son personas que dieron un paso porque es muy simple: aquello que odiás y te provoca resentimiento y no le hacés nada, te destruye. Estas personas lograron dar un paso. Y las danzas sufíes ayudan mucho para descargar todo ese dolor. 

–¿En La familia... utilizó un modo similar al “cine–trance” de Rouch?

–A Rouch lo había visto mucho, sobre todo Los maestros locos, que es muy emblemática. Pero al filmar no lo teníamos tan presente. Lo que teníamos muy en cuenta era trabajar con un teleobjetivo para tener un foco muy puntual. La idea era que el resto se perdiera del foco. Empezamos a jugar con la cámara para que el espectador no sepa bien por qué lado va a salir la cámara. Nos permitía intentar generar en el espectador la sensación de que estaba dentro de la danza y no iba a saber por dónde iba a salir la cámara. O que la cámara era un sufí más que bailaba.

–¿Costó la filmación de las escenas de danza?

–Lo que más cuesta es entrar. Te tienen que dar un permiso. Lo hacía  Abubakar porque en la zona lo conocen mucho. El bajaba, preguntaba si podíamos filmar y entrábamos. El es como una especie de jefe espiritual muy respetado. De hecho, con las mujeres –que no es fácil filmar haciendo las danzas–, pudimos acceder al campo de la Chechenia profunda. Y pudimos también porque Abubakar, después de la danza, dirigía el rezo. A nivel filmación fue muy complejo porque se mueven de una manera muy anárquica. Cuando entran en éxtasis hay mucha tensión y uno tiene que poner el cuerpo.

–¿Es un documental observacional no neutral?

–Es imposible ser neutral. En este tipo de películas a veces hay un problema: muchos documentales hacen cierta demagogia. Por ejemplo, “filmo un palestino y filmo un israelí” o “filmo un checheno y filmo un ruso”. Como que quieren tener todas las voces en una hora y media. Es muy complejo porque los conflictos también lo son. Y para mí, a nivel de discurso político, sería interesante juntar una película como La familia... con la filmación en Rusia que haya hecho alguien, porque los chechenos han puesto bombas en Rusia. Y que entre todas esas películas se pueda sacar una visión general y política. Me parece que pedirle a una sola película la historia, la política, es demasiado pretencioso y, a la vez, muy demagógico. 

–Estar en esos lugares para hacer sus películas debe implicar profundas experiencias de vida que trascienden lo profesional. ¿Qué balance hace de haber vivido en  zonas de conflicto bélico?

–Lo que más me marcó fue encontrar en el medio de tanta oscuridad gente que tiene una luz, una energía impresionante. Me hicieron entender que están así porque perdonaron y no tienen odio. Las personas que ganaron a nivel humano son las que internamente hicieron ese cambio, no les impusieron un sistema para cambiar. Hay gente que sufrió tanto que en un momento hizo un click y cambió. Y a esas personas las sentís porque cuando estás en estos lugares te querés quedar con ellas a tomar un café porque es una especie de descanso. 

–¿Cuánto tiempo estuvo en cada país?

–En Palestina estuvimos tres meses y en Chechenia un mes y medio porque nos echaron.

–¿Por qué?

–No sabemos. En un momento nos dijeron que nos teníamos que ir y si los chechenos te dicen que te tenés que ir... No hay que preguntar demasiado (risas).  

–¿Le interesaba abordar en estos documentales temas ásperos como la religiosidad y la política, pero que no fuera un manifiesto?

–Desde ya. Además, no tengo una visión peyorativa de la religión. Creo que en Occidente se sigue viendo con los ideales del jacobinismo ilustrado de la Revolución Francesa. Eso para mí es del Paleolítico Inferior. Me parece que muchas veces hay una parte del progresismo, de las izquierdas, que no entiende el imaginario popular. Hay un imaginario popular que no tiene nada que ver con el uso que hace el Estado o los administradores de la fe, los sacerdotes, imanes. Es otra cosa. Nos interesaba mostrar el imaginario popular y cómo la gente se conecta con eso, que son las danzas rituales. En la película se contrasta con el travelling final, donde se ve una mezquita que, dicen, es la más grande de Europa. Eso es cómo entiende la religión el Estado, como puro monumento: es puro cemento pero está muerto, no hay nada, pero cuando la gente lo vive hay una relación muy noble. 

–¿Para la elección de Hamdan se necesitaba no tener prejuicios?

–Absolutamente, pero el prejuicio yo también lo tuve. Hamdan era muy interesante porque te ponía en un lugar intermedio. No era la típica víctima porque él también había accionado y tuvo consecuencias. Se trataba de un personaje con claroscuros y que podía poner al espectador en un lugar difícil como nos puso a nosotros, porque él preparó un atentado, aunque dice que el objetivo no era un autobús sino un objetivo militar. Valía la pena narrar desde ahí más que poner una víctima o un tirano. Había accionado y después tuvo esa estadía inhumana en la cárcel. Pero claro que nos generaba conflicto. Cuando estás en estos lugares entendés que, a la hora de narrar algo o a la hora de que las dos partes dialoguen, hay que correrse del lugar de víctima porque cada sector tiene muchísimos factores para eso. En Palestina es tremendo lo que pasa: es una cárcel a cielo abierto, como dice Hamdan. Pero en Israel había una mujer que iba en un auto con sus tres hijos y el marido, le pusieron una bomba, los tres hijos murieron, el marido también y ella quedó desfigurada. ¿Cómo explicar a esa mujer que no es víctima? Hay que dar un paso superador y es muy difícil.