Muy pronto, tras mis primeras películas, me invitaron a actuar delante de la cámara. La primera oferta me la hizo Edgar Reitz, uno de los directores fundadores del Nuevo Cine alemán, que siempre me había tratado con un compañerismo ejemplar. Él y Alexander Kluge, que dirigía una especie de academia del cine en Ulm, ya me habían invitado a hacerlo mucho antes, al principio, porque ambos debían de estar convencidos de que yo tenía algo innato. Pero rechacé sus ofertas. Siempre he sido un autodidacta convencido, que nunca he creído en las universidades. Sin embargo, de ambos directores obtuve valiosos consejos para producir mis propias películas y lo que valoro de verdad fueron los colaboradores que me llegaron a través de ellos. De este modo entré en contacto con Beate Mainka-Jellinghaus, que fue mi montajista durante mucho tiempo. Beate tenía una intuición extraordinaria con el material filmado, sabía de inmediato qué elegir y qué descartar. Me trataba con rudeza, casi sin piedad. En mi primer largometraje, Signos de vida, queríamos ver un rollo de material de trescientos metros, pero resultó que no estaba rebobinado. Ella, sin embargo, sujetó la bobina en los engranajes de la mesa de montaje y la miró toda al revés y a una velocidad cinco veces más rápida de la normal. Después de ver el rollo entero, sacó los doce minutos completos de película de la máquina y los tiró a la basura. “Todo está mal”, dijo lacónicamente. Tuve que insistirle mucho para que volviera a ver la bobina en el orden correcto y montara una secuencia corta a partir de ella. Dijo que el material acabaría en la basura y, tres semanas después de empezar a trabajar en la película, me di cuenta de que tenía toda la razón. Esta vez tiré la bobina yo mismo. Beate pensaba que todas mis películas eran tan malas que se negaba a asistir a los estrenos. Las rechazó todas, incluida Aguirre, con una excepción: También los enanos empezaron pequeños, que le pareció una gran película e incluso se presentó ante el público que asistió al estreno. Más tarde, Harmony Korine y David Lynch también situaron la película entre sus favoritas.

En aquella época solo existía el celuloide. El sonido analógico se transfería a unas gruesas y anchas cintas de audio que, como las cintas de película, tenían perforaciones que sincronizaban mecánicamente la imagen y el sonido. Edgar Reitz poseía una de estas máquinas de sonido del tamaño de una taquilla de gimnasio y me permitió utilizarla en su productora. Por entonces, a finales de los sesenta, él estaba rodando una serie de cortometrajes titulada Geschichten vom Kübelkind, para la que me contrató para interpretar el papel de un asesino loco. Lo hice de forma bastante creíble y, a partir de entonces, escribieron pensando en mí papeles de locos o villanos. En 1988, con Peter Fleischmann como director, hice El poder de un dios, una película de ciencia ficción basada en una famosa novela de los hermanos Strugatski donde interpretaba el papel de un predicador fanático y profético a quien pronto eliminan los poderes emergentes. Muero lanceado por la espalda. Un doble clavó la lanza en un panel de madera oculto en mi espalda, pero lo hizo con poca determinación. A Fleischmann y a mí nos pareció demasiado inofensivo y le pedí a mi asesino que me atacara con decisión. Sin embargo, yo no sabía que había sido campeón de boxeo de peso medio en la Unión Soviética. La siguiente vez me golpeó tan fuerte que me voló dos coronas de las muelas. La película se rodó en Kiev, Ucrania, en un enorme estudio de los gloriosos tiempos del cine soviético, y también en Tayikistán, en las estribaciones de las montañas del Pamir. Este trabajo fue una de mis pocas contribuciones directas al Nuevo Cine alemán, categoría con la que no me siento cómodo. Mis películas siempre han ido por otros derroteros.

Herzog haciendo de Herzog para Zak Penn, en 2004

AUTOSÁTIRA PURA Y DURA

Desde un punto de vista puramente técnico también aparezco como actor en mi primer largometraje, Signos de vida, justo al principio, cuando el protagonista herido, Stroszek, se baja de un camión del ejército para recibir atención médica en un pueblo. El figurante que había contratado para ese papel no se presentó al rodaje y yo mismo me acabé poniendo el uniforme porque no le quedaba bien a nadie más. Hoy me sorprende ver que parezco un estudiante de instituto, así de joven era entonces. Mucho más tarde me interpreté a mí mismo en una película de 2004 dirigida por Zak Penn, Incidente en el lago Ness. En ella salgo como Werner Herzog, un director que se ve obligado a ceder a punta de pistola ante un productor sin escrúpulos interpretado por el propio Zak Penn. La pistola es de señales, no se puede utilizar como elemento de amenaza, pero todo parece tan verosímil y auténtico que gran parte del público creyó que era de verdad y se puso de mi parte, aunque desde los primeros minutos queda claro que es una falsificación o, mejor dicho, una falsificación dentro de otra falsificación. Lo que hago en la película es autosátira pura y dura, unos momentos que siempre me han sentado bien. Pero como se ha perdido el sentido del contexto, de la sátira, de lo que es inventado y de lo que no lo es, buena parte del público no se dio cuenta de que todo estaba guionizado y escenificado. La película es una especie de referencia premonitoria a todas las noticias falsas que dominan hoy parte de los medios de comunicación.

Incluso antes de trabajar con Zak Penn, que se interesó por mí porque mis películas le habían causado una profunda impresión, Harmony Korine se puso en contacto conmigo. Nos conocimos en el festival de Telluride, donde él proyectaba su película Gummo, que me entusiasmó porque en ella descubrí una voz totalmente nueva en el cine estadounidense. A él, por su parte, le habían entusiasmado mis películas, especialmente la de los enanos. Su padre, también cineasta, lo había llevado al cine de adolescente y Harmony había quedado impactado con mi película. Más tarde describió esto en una entrevista: “De repente supe que también había poesía en el cine, aunque nunca la había percibido con tanta fuerza”. Para Harmony Korine, yo era una especie de mentor. Acepté actuar en su película de 1999 Julien Donkey-Boy sobre todo porque él iba a interpretar a un joven esquizofrénico y yo, a su padre, el epicentro de una familia profundamente disfuncional. El hijo mayor, interpretado por Harmony, comete un asesinato en pleno brote después de haber dejado embarazada a su propia hermana, interpretada por Chloë Sevigny. El hijo menor es un perdedor y la abuela, que vive en la casa con ellos, está como una cabra. Sin embargo, cuando llegué al rodaje en Queens, me encontré con que Harmony había cedido su papel a un actor y solo hacía de director. Quizá siempre lo planeó así o quizá simplemente lo abandonó el valor. No había diálogos escritos, solo situaciones descritas de forma esquemática, y el primer día me quedó claro que tendría que inventar mis diálogos sobre la marcha. En la mesa de la cena, mi hijo mayor me recita un poema que ha escrito él mismo y tengo que reprenderle delante de sus hermanos de la manera más desagradable. La escena se rodó con varias cámaras a la vez. Sentado a la mesa, vi que se encendían las luces de grabación de las cámaras y me volví hacia Harmony, que se había colocado en segundo plano:

–¿Qué quieres que diga? ¿Cuál es mi texto?

Harmony se limitó a responder:

–¡Habla!

No tuve más remedio que ponerme a hablar. Al hacerlo, caí en una infamia cada vez más profunda, lo que hizo salir a Harmony de su escondite. Se puso detrás de la única cámara que estaba casi en mi línea de visión y, de alguna manera, percibí su entusiasmo, lo que me animó a continuar. En un arrebato le espeté a mi hijo que la verdadera poesía no debería ser solo estúpida y esnob, como el poema que acababa de recitar, sino tan grandiosa como la de Clint Eastwood en Harry el sucio. En el enfrentamiento final de la película, Harry se enzarza en un tiroteo con el peor de los villanos. El malo tropieza, cae al suelo y apunta con su arma directamente a Harry, que está de pie junto a él. ¿Ha disparado todas las balas o aún le queda una? Harry le dice entonces una frase maravillosa: “¿No crees que debías pensar que eres afortunado?”. El villano aprieta el gatillo, pero el cargador está vacío. Y Harry lo mata de un tiro. Harmony debió de emocionarse tanto con mi fervor que soltó un grito, contaminó el sonido y la escena terminó ahí. En los seminarios impartidos por los teóricos del cine que tanto detesto, este pasaje se ha debatido hasta la saciedad, como si ambos, Harmony y yo, hubiéramos querido hacer una declaración profunda y reflexiva sobre la historia del cine cuando, en realidad, nació de la improvisación, sin que lo hubiéramos meditado con anterioridad.

AVENTURAS EN LA CULTURA POP

Mi sentido del humor, una variante bastante negra, triunfó antes en Estados Unidos que en otros lugares. Por eso no me sorprendió que el creador de Los Simpson, Matt Groening, me propusiera en 2002 participar en su serie como estrella invitada. Al principio tuve mis dudas. Creía haber visto Los Simpson en las tiras cómicas de algún periódico, pero resultó que nunca se habían impreso. Tampoco los había visto nunca en televisión. Matt Groening se rio a carcajadas y me dijo que Los Simpson eran famosos desde hacía más de una década. Pensó que le tomaba el pelo cuando le pedí que me enviara algunos de los últimos episodios en DVD para que pudiera ver e imitar el tono caricaturesco de los personajes. Pero él solo quería mi voz en inglés, sin alteraciones, que ya de por sí sería lo bastante divertida. No lo dijo directamente, pero se sobreentendió.

En ese momento me pregunté qué se me había perdido a mí en la cultura pop. Al mismo tiempo, sin embargo, tenía la impresión de ser mainstream. Nunca he sido capaz de ver la diferencia entre enfoques. Los músicos de rock siempre han intentado ponerse en contacto conmigo, al igual que los skaters y los futbolistas profesionales. Al principio no podía evitar preguntarme por qué, por ejemplo, el cosmólogo Stephen Hawking, confinado en su silla de ruedas, había participado en un episodio de Los Simpson. Pero cuando empecé a conocerlos mejor, sentí cierta afinidad con aquellos personajes salvajes y anárquicos. Se especuló con que lo hacía por dinero, pero no se gana mucho en Los Simpson; los actores cobran la tarifa mínima del sindicato, que es casi la misma cantidad que un día de sueldo para un actor secundario de cualquier telenovela. Al final, el entusiasmo abrumador de todo el equipo por mis películas inclinó la balanza y acepté. Aparecí como estrella invitada interpretando a Walter Hottenhoffer en el episodio “El cuento del escorpión”. En otra ocasión interpreté al chiflado doctor Lund y, más recientemente, he vuelto a hacer otro papel. Además, me interesaba conocer el metódico trabajo preparatorio para una serie como esa. El equipo de guionistas me invitó a una de sus sesiones, en las que no hacían más que retroalimentarse unos a otros, caóticos, chalados y creativos. Nunca había visto nada igual. También hubo un ensayo que me impresionó. Todos los actores se reúnen en lo que se llama lectura de mesa para comprobar la eficacia de la historia y de los gags. En una gran sala, un centenar de personas cuidadosamente seleccionadas se sientan alrededor de esa mesa: es el público de prueba. Representan diferentes grupos de edad, sexo, estatus social, nivel de forma- ción, etnias... Se piensa en todo. Pero lo que resultó más asombroso fue otra cosa. Antes de que los actores leyéramos el guion en voz alta, un cómico profesional actuó durante una hora entera contando chistes. Solo cuando el público estaba bien animado empezó la lectura, a lo largo de la cual se determina con precisión milimétrica cuántas décimas de segundo tarda en empezar la risa, qué intensidad tiene, cuánto dura y con qué rapidez debe empalmar una frase con la siguiente. Pregunté qué función tenía el cómico. Me explicaron que el público que sintoniza la serie en casa ya está preparado para reírse, pero al de prueba le cuesta más desinhibirse en un entorno desconocido, rodeado de extraños.

DEMASIADO ATERRADOR

Nunca he optado a un papel por iniciativa propia. Jamás me he presentado a un casting. Ni siquiera cuando el director Christopher McQuarrie y su estrella Tom Cruise se pusieron en contacto conmigo porque querían que fuera el villano de la primera película de Jack Reacher. Eso fue en 2011, y la película se estrenó un año más tarde. Antes de aceptar, analicé el guion y me pareció más inteligente que muchas otras películas de acción. El papel de Zec en la película también fue un reto. Es cierto que había varios villanos y todos ellos pegaban puñetazos, gritaban y abrían fuego indiscriminadamente con enormes rifles de asalto. Yo, sin embargo, salgo desarmado. Perdí casi todos mis dedos en un gulag ruso y estoy ciego de un ojo. Solo tengo mi voz tranquila para inspirar terror. Hay una escena en la que instruyo amablemente a uno de mis secuaces para que enmiende un peligroso error que ha cometido comiéndose sus propios dedos en el acto, tal como hice yo para escapar de la letal mina de plomo siberiana donde trabajaba. Por supuesto, es incapaz de hacerlo y acaba fusilado sin más. Me di cuenta de que algunos miembros del equipo se estremecían de horror durante el rodaje, y más tarde, al montar la película, la escena se desenfocó dos veces porque no era apropiada para el público más joven. Normalmente, la industria del cine utiliza este recurso cuando hay violencia manifiesta, sexo desnudo o palabrotas. Pero, una vez montada la película, yo seguía siendo tan aterrador aun sin accesorios que, después del estreno, mi mujer recibió una llamada de una de sus amigas de París: “Lena, ¿de verdad estás casada con ese hombre? Sabes que estás a solo un vuelo de nosotros. Tenemos una habitación de invitados, podemos ofrecerte refugio”.

Tom Cruise fue extraordinariamente respetuoso conmigo y, por mi parte, me impresionó su gran profesionalidad. Siempre estaba preparado, en buena forma física, despierto y atento. Entre su enorme séquito se encontraba un nutricionista que lo alimentaba cada dos horas exactas con una pequeña comida equilibrada. Le pregunté en broma si también tenía un psiquiatra para sus perros. Nadie más se atrevía a hacerle aquella clase de preguntas y él parecía encantado de que hubiera alguien en el plató que no estuviera admirándolo constantemente. Yo había tenido una relación igual de distendida con Jack Nicholson años antes, cuando se interesó por Fitzcarraldo. A veces me invitaba a su casa de Mulholland Drive y veíamos las retransmisiones de los partidos que los Lakers jugaban como visitantes. Una vez se recostó en la cama para ver el partido con su mujer de entonces, la actriz Anjelica Huston. En algún momento me quedé dormido a los pies de la cama, agotado tras un largo vuelo, y al final tuvo que darme un suave codazo para recordarme que el partido de baloncesto había terminado hacía rato, y que necesitaba la cama para otra cosa. Yo estaba tumbado sobre sus pies y él me dedicó una de sus características sonrisas.

EL CINE VUELVE AL ORIGEN

El director Jon Favreau me invitó a participar en el spin-off de Star Wars, El mandalorian. Es un gran admirador de mis películas y se ofreció a introducirme en el mundo de Star Wars cuando le confesé que no había visto ninguna de las películas. Me enseñó trajes, diseños de storyboards y maquetas de remotos planetas que eran muy impresionantes. La serie iba a utilizar una nueva tecnología con cicloramas que eliminaría la necesidad de pantallas verdes, a diferencia de cualquier película anterior de fantasía y ciencia ficción. Así, los actores ven a su alrededor el planeta donde están o la nave espacial en la que viajan, y el cámara también contempla todo el entorno. Ya no es necesario fingir que ves un dragón atacando cuando solo tienes una pantalla verde enfrente. El cine ha vuelto a su lugar original, donde debe estar.

El nivel de secretismo de Star Wars era asombroso. Para despistar fingieron que me habían contratado para hacer una película de Huckleberry Finn. Durante el rodaje no se podía salir del estudio, ni siquiera para comer fuera, sin cubrirse completamente el traje con una túnica de algodón. Un guardia de seguridad vigilaba la entrada y fuera acechaban los fans que se habían colado de algún modo en el recinto para sacar fotos a escondidas con las cámaras de sus teléfonos móviles. La atención y las expectativas de la comunidad mundial sobre estas películas son asombrosas. Cuando se nos permitió levantar el velo el día del estreno, solo dije una frase en un aparte sobre el personaje mecánico maravillosamente hecho de Baby Yoda y en menos de una hora había diez millones de comentarios en internet. El inconveniente que le veo a este tipo de colaboraciones es, sin duda, que la atención se desvía de mi trabajo real, de mis películas y libros. Los medios de comunicación propagaron el rumor de que había financiado mi largometraje Family Romance, LLC con mis honorarios, que no eran especialmente altos, ni siquiera para Star Wars. Además, la película hacía tiempo que se había rodado y montado cuando empecé la aventura galáctica.

Portada del libro de Herzog, editado en castellano por Blackie Books

> El prólogo de Cada uno por su lado y Dios contra todos

DONDE ME HA LLEVADO EL DESTINO

En un principio, mi película Aguirre, la ira de Dios iba a terminar así: cuando la balsa de los conquistadores españoles llega a la desembocadura del Amazonas, solo hay cadáveres a bordo. El único que sigue vivo es un loro parlanchín. Cuando la marea del Atlántico devuelve la balsa al caudaloso río, el loro grita sin cesar: “¡El Dorado, El Dorado!”. Mientras rodábamos, sin embargo, encontré un desenlace mucho más bonito: cientos de monitos invaden la balsa y Aguirre fantasea con ellos sobre su nuevo imperio mundial. Hace poco me topé con un relato no confirmado sobre el final del personaje –ese sí, históricamente confirmado– de Aguirre. Abandonado por todos, tras haber asesinado a su propia hija para que no tuviera que presenciar su caída en desgracia, ordena al único hombre que le permanece fiel que le dispare. Este lo apunta con el mosquete y la bala le impacta en el pecho. “Eso no ha sido nada”, protesta Aguirre, y le ordena disparar de nuevo. El hombre le da en- tonces en el corazón. “Esto debería bastar”, dice Aguirre, y cae muerto.

Estoy seguro de que el desenlace de los monos es la más hermosa de todas las alternativas, pero me pregunto cuántas posibilidades, de cuántas alternativas no vividas he dispuesto. No solo como inventor de historias, sino en la vida misma. Alternativas que nunca se han hecho realidad, o solo lo han llegado a ser muchos años después.

Ya utilicé el título de este libro para mi película sobre Kaspar Hauser, pero casi nadie fue capaz de reproducirlo con exactitud. Aquí hago un segundo intento. Aunque el título me defina como un lobo solitario, la verdad es que casi siempre he tenido compañeros de trabajo, familia, mujeres. En este libro no aparece nada sobre ninguna de ellas, con contadas excepciones. Todas eran extraordinariamente independientes, fuertes, guapas e inteligentes. Sin ellas solo sería una sombra de mí mismo.

¿Adónde me ha llevado el destino? ¿Cómo se las ha arreglado para dar siempre nuevos giros a la vida? Pero también hay muchas cosas que han sido constantes: una visión que nunca me ha abandonado y, como buen soldado, el sentido del deber, la lealtad, el coraje. Siempre quise mantener unos puestos de avanzada que los demás ya habían abandonado a la desbandada. ¿Cuánto de todo lo ocurrido era previsible? El soldado japonés Hiroo Onoda se rindió veintinueve años después del final de la Segunda Guerra Mundial. De él aprendí que, a la luz del atardecer, una bala de fusil disparada contra ti parece una bala trazadora. En ese momento puedes ver el futuro por un instante.

Estaba escribiendo el final de este libro. Levanté la vista porque atisbé un destello al otro lado de la ventana, algo que se precipitaba hacia mí, con un intenso brillo verde cobrizo. Pero no era una bala enemiga perdida, sino un colibrí. En ese momento decidí dejar de escribir. La última frase simplemente se interrumpe en el momento en el que estaba.