En los foros de los diarios masivos casi nadie entiende de qué se trata el ya famoso Protocolo de Detención de personas “lgbt” (las intersex, para el Ministerio de Seguridad, parecieran pertenecer a un colectivo fantasma). Se lee que “si todos somos iguales ante la ley, porqué las lacras sexuales” seremos desde ahora más iguales, por ejemplo, que una cucaracha indígena del conurbano o un vendedor indocumentado, a la hora de ser detenidos en la vía pública. Que “lo único que falta es que se pierda el tiempo formando un escuadrón especial de travas” en la Policía Federal. Los más audaces confunden colectivo con el medio de transporte e imaginan un espeso jolgorio carnal en su interior pasadas las 3 de la madrugada. En fin, que la lectura popular atribuye una diferenciación injusta en la nueva norma, una discriminación positiva que hace del resto de las víctimas de la violencia institucional un grupo todavía más maltratado y castigado que el nuestro. Es que en el ámbito de las regulaciones represivas, que identifiquen con su nombre de género autopercibido a alguien, y que sea una mujer (no se sabe por qué siempre una mujer) la encargada privilegiada de requisarnos o de aplicar sufrimientos físicos y mentales “no graves” para hacernos cantar, es -tanto para el sentido común de los cultores del odio como para las víctimas- un exceso normativo innecesario. No creo que el matrimonio de lesbianas pisoteado bajo el vidriado hipermoderno del transbordador de Constitución por besarse, o las travestis que serán depositadas en celdas mugrientas junto con otros varones (porque vamos, a otro con el cuento de celdas y baños especiales en las comisarías hediondas) sientan restituidos sus derechos vulnerados porque no se refieran, a las lesbianas, como pibitos, o a las travestis, como putos. 

Es que el Protocolo se mueve en el dominio de algo así como la metadiscriminación. No, en sí, la discriminación positiva, que en todo caso se traduce en políticas públicas que pretenden dar carta de ciudadanía a quienes han vivido en el subsuelo de la democracia, sino una manera de discriminar que no alivia en nada el peligro de la violencia -todo lo contrario- al encubrirse en un discurso y una práctica institucionales que buscan ocultar su cara más brutal. La sucesión de actos de barbarie protagonizados por policías en la Marcha de las Mujeres, en la estación Constitución, o en las calles de la provincia de Buenos Aires contra las personas trans son el emergente de un apartheid clandestino, que cohesiona por lo bajo a las fuerzas de seguridad. Justo cuando más se embrutece en sus prácticas contra los indigentes, o contra los movimientos piqueteros, el Estado se esfuerza en prevenir el mal uso del lenguaje institucional, en nombre de la igualdad en la diversidad. Como si los cuerpos lgbti, que por el solo hecho de existir seguimos produciendo tensiones y conflictos,  pudieran ser incorporados a la igualdad efectiva a través de un lavadero del lenguaje.

Digo lavadero, pero podría utilizar, para ser más actual, el término pinkwashing. Que no muchos saben, entretenidos en ocasiones en su uso abusivo, que se originó en una campaña israelí a favor del turismo gay para desviar la atención de actos de guerra y privación de derechos básicos contra la población palestina. Dentro de la cual -y eso pareciera no haber sido materia de reflexión por parte de grupos lgbti que apoyaron festivamente la propuesta- también sufren y mueren otras personas lgbti. Es decir, y pienso en términos de Judith Butler, que si nos son otorgadas a las “lacras sexuales”, como escribió el forista, derechos o normativas diferenciadas, como lo es este Protocolo, en el marco de la locura represiva que se vienen produciendo, y que todo indica se acentuará, los gays y lesbianas satisfechos, pero no satisfachos (le robo el neologismo al chileno Víctor Hugo Robles) tendremos que saber oponernos, más que nadie, a recibir la palmada en el hombro de parte del Estado mientas que otras minorías aliadas o grupos vulnerados son perseguidos o deben llorar muertos. 

Cuando la ley pública falla en sus objetivos, dice el psicoanálisis, se ve forzada a buscar apoyo en la trama obscena del Superyo, ese suplemento que la acompaña como su sombra. Una convivencia, esta, que también permea la política. Porque no me dirán que el Protocolo, tal como se nos presenta en escena,  no sería como aquella norma pública fallida que en la clandestinidad cobra sentido y busca su eficacia entre las razzias ilegales, detenciones y persecuciones arbitrarias de travestis, gays, lesbianas o intersex. Una delicadeza con la que supongo también contarán las personas lgtbi inmigrantes o contraventoras. O, peor aún, las que puedan pertenecer al pueblo mapuche, donde la muerte de Santiago Madonado funcionó como complemento silencioso de la ley escrita, y habrá llevado a los culpables a preguntarse: ¿pero en qué habré actuado mal?