Hace diez años se estrenó El cantante (2006), una película donde Gérard Depardieu, gordo y ya empezando a envejecer, interpretaba a un cantante de salón que animaba las noches de solos y solas o de parejas que buscaban en la pista un refugio para el romance. El personaje vivía solo, era algo decadente y se enamoraba de una chica mucho más joven (Cécile De France), pero eso no le impedía mostrarse frente a ella mientras se hacía los claritos. Con una mezcla honda de ternura y decadencia, de voz cavernaria, sensualidad y un toque femenino, el Alain Moreau de Depardieu era una creación inolvidable porque en él tomaban cuerpo las penas amorosas de las canciones pasadas de moda que interpretaba en un mundo perdido y porque, al mismo tiempo que del romance, hablaba del fracaso más indisimulable, más rotundo. La lista de hermosos perdedores en el cine es larguísima y podría incluir a Florence Foster Jenkis tal como la imaginó la película de Stephen Frears (2016) o al luchador de Mickey Rourke en ese canto del cisne áspero y manchado de sangre que es El luchador de Darren Aronofsky (2008). El personaje de Isabelle Huppert en Souvenir (2016), acá rebautizada como Volver a empezar –sin ese toque cursi de la palabra en francés que es imprescindible para pensar la película– recorre el mismo camino de esos héroes y heroínas que, demasiado tarde, quieren jugar una última carta. 

En Souvenir, segundo largo del director belga Bavo Defurne, Huppert es Liliane y trabaja en una fábrica de paté. De la casa al trabajo y viceversa, no hace más que decorar mecánicamente las porciones de paté que van al horno y en sus horas libres mira tele. Es un jovencísimo compañero de trabajo, Jean (Kevin Azaïs) el que reconoce en esa mujer casi invisible a Laura, una cantante que en otra época deslumbró a sus padres y casi triunfa en el festival de Eurovision. Jean es boxeador, aunque no le va muy bien, y no tarda en hacer suya la tarea de resucitar a Laura. Tampoco en enamorarse de ella. Una vez que el personaje de Huppert deja de ser la simple obrera de una fábrica y se convierte en Laura, de lánguidos vestidos de gala y labios rojos, la película puede por fin cumplir con su deseo de ser un melodrama: espera del amante con whisky en la mano, peleas, malentendidos y cachetadas, todo está ahí, convocado por el anacronismo de la música que interpreta Laura y puesto al servicio del lucimiento de Huppert. No es difícil entender por qué la actriz se sumó a un proyecto como éste: ¿quién no quiere jugar a ser cantante, y quién no quiere, más importante todavía, demostrar que puede hacerlo todo, especialmente cuando una es la actriz más prestigiosa del mundo como Isabelle Huppert?

Pero resulta –y esta es la gran sorpresa de la película– que Huppert no puede. Con un hilo de voz apenas audible y muy poca presencia en el escenario, en ese cuerpo diminuto que sin embargo se roba la pantalla cuando se trata de primeros planos, Huppert gesticula como una cantante melódica de los sesenta, trata de tener gracia o, aunque sea, de ser graciosa. Pero Souvenir, que apuesta enteramente a la curiosidad de ver a la actriz en el rol de una cantante, es como esos trenes de juguete que una vez que se sacan de la caja y se arman, solo ofrecen la rutina aburrida de ver a una locomotora girar y girar por un camino demasiado rígido. Hay algo en su tono ligero, además, y en su voluntad de apostar a lo feliz, que obtura la posibilidad de ir más allá de la superficie: es asombrosa la facilidad con que Liliane vuelve a ser Laura, incluso cuando es una mujer de más de sesenta años (o por lo menos de la edad de Huppert) que se enamora y coge con un chico de veintiuno, como si todos esos años de amargura y anonimato no hubieran existido. En una burbuja sin dolor, Liliane no tiene ningún problema propio de una persona común, que envejece y teme; solo un torpe triángulo amoroso y conflictos de diva que hacen desaparecer al personaje para que solo veamos, jugando a darse un gusto, a Isabelle Huppert.