Rutas modernas, majestuosos edificios, luces, máquinas de construcción, vallas, conos, obreros, carteles de hombres trabajando, autos lujosos, tráfico, cadenas de comida rápida, viviendas de arquitectura islámica, palmeras, enormes shoppings, bahías artificiales, hoteles opulentos, mezquitas, imágenes gigantes del emir Tamim bin Hamad Al Thani. Esto es lo que verá cualquiera que salga del Aeropuerto Internacional de Hamad, para entrar en el corazón de Doha.

La primera vez que pisé el suelo de la perla del Golfo Pérsico fue en una noche de invierno que rondaba los 30°. En Qatar el invierno no es invierno y el verano no es verano; es más bien un infierno que se acerca a los 50° con una humedad que te trompea al salir de la eléctrica protección de los aires acondicionados. Los demás aires, los naturales, no están acondicionados para la vida humana durante la estación más calurosa.

Pero, aunque los turistas no lo vean ni lo crean, no todos cuentan con la bendición de los aires acondicionados. La masa obrera, escondida en míseros y carentes barrios industriales a más de una hora en auto del centro de Doha - prácticamente no hay otra forma de moverse –con suerte cuenta con ventiladores.

Barrios de cemento blanco y sin asfalto, ahí pude ver, apilados y amuchados, a cientos de los obreros de la construcción que llegan mayormente desde India, Nepal, Bangladesh, aunque también los hay de Sri Lanka, Filipinas o Uganda. No se ven mujeres. Sólo hay hombres, sólo fuerza de trabajo. Viven de a ocho en casas de conventillos precarios y desprovistos de todo lo que no sea el calor asesino de los veranos. De vez en cuando tienen un aro de básquet o una red de vóley, las migajas del escaso divertimento habilitado. Esto es lo que pude descubrir hasta que una Porsche 4x4 oscura dobló en la esquina, frenó a mi lado y su chofer, de piel blanca, camisa y lentes negros, el único no obrero en el barrio de los obreros, bajó la ventanilla y me preguntó en perfecto inglés, sin acento árabe, por qué estaba ahí, qué quería, qué iba a hacer con esas fotos, para dónde eran y cuánto tiempo más me iba a quedar. Después me deseó “buena suerte”, mientras cerraba la ventanilla y arrancaba. Se fue y se llevó las palabras de los trabajadores, que ya no quisieron hablar.