En Nueva York andan locos arrancando caños viejos y raspando pinturas seculares. Es que los caños son de plomo y esas pinturas parecen una mezcla de polvo de caños mezclados con aceite, por vaya a saberse qué razón comercial. La locura es porque hace tiempo se descubrió que el plomo se va acumulando en los cuerpos, sobre todo de los chicos. Es un veneno peligroso, al parecer imposible de eliminar.

Como la idea del Progreso.

Cada vez que demuelen un edificio viejo y delicado, de esos que hacíamos antes atinando a crear belleza, algún marmota se resigna diciendo que el progreso "no se detiene". Uno se pregunta qué progreso hay en una torre de hormigón chingada, con caños de plástico descartables, ambientes mínimos y malas terminaciones... Pero es como un reflejo, eso de citar el progreso.

En la Argentina agrandada y optimista del roquismo, Progreso se escribía con mayúscula, igual que otra palabrita que tanto daño hizo, Civilización. Todo el mundo se acuerda de Sarmiento al escucharla, pero lo peor vino después, con la generación más joven después del sanjuanino. Estos no podían ir a invadir tierras frescas en Africa, para jugar al imperio, pero tenían la Patagonia para colonizar, para matar nativos, para tener aventuras exóticas. Y para robarles hasta los huesos de sus parientes, en nombre de la antropología. 

Uno de estos canallas de bigote encerado logró el status de prócer menor. "Estanislao Zeballos, una brillante y polifacética personalidad argentina", lo definen en un prólogo a una de tantas ediciones de su libro más conocido, Viaje al país de los araucanos. "Eventualmente poeta en su juventud, novelista de temas aborígenes, periodista, jurisconsulto, legislador, diplomático, ministro, mediador en cuestiones de límites, especialista en derecho Internacional Público Privado, profesor, geógrafo, geólogo, numismático y filólogo, recopilador de un cancionero patriótico, fundador de instituciones y revistas..."

Falta lo de coleccionista de huesos. Y eso que el prólogo es de León Benarós, que o no leyó el libro o no pudo ver que era sobre derrotados, prisioneros, discriminados y saqueados, algo que debería haber reconocido.

El libro es una mezcla de diario de aventuras, con mucho de Churchill en la guerra boer, descripción del nuevo paisaje y observaciones científicas, o más o menos científicas. Zeballos está por cruzar la línea de fortines al mismo tiempo que la expedición de Roca, con ayuda de los coroneles Levalle y Villegas, que le prestan tropas y baqueanos. El lado cómico del libro es el fotógrafo que lo acompaña, un pibe de ciudad que va a pasar semanas a caballo y tratando de controlar un tren de mulas mañeras, "diabólicas", que transportan las enormes cámaras y el laboratorio.

Zeballos arranca exagerando que va a entrar "en la región más salvaje de la Tierra" y se hace el guapo hablando los peligros del viaje. Pero en el libro sólo aparecen prisioneros o indios amigos, con los que se comporta como un desubicado. El autor tenía una verdadera obsesión con la eugenesia, la ciencia trucha que explica a la gente por su raza, su físico y sobre todo por sus cráneos. Ve un prisionero altivo y feroz, pero se extraña de que no se alegre de verlo y le elogia "el cráneo, digno de un museo".

Peor aun es su visita a la toldería de Quiñelev, un grupo nómade que terminó protegido por el coronel Levalle. El muy guarango mide al cacique y a los demás loncos, y se ríe porque son petisos. Luego, ya recibido como un amigo, vienen las mujeres a verlo: "llamaban la atención, no precisamente del punto de vista estético, porque aun las fisonomías más simpáticas, de ojos negros y tinte melancólico, carecen de rasgos completos y bellos. El cráneo con frente fugaz, aplastada, con grandes órbitas oculares y pómulos demasiado salientes, priva a sus rostros de la armonía de los contornos y de la simetría; pero sus tristes ojos, brillando en un fondo color cobrizo, ligeramente rozado (sic), le dan un aspecto que atenúa el efecto de las deformaciones óseas".

Una preocupación del "antropólogo" es que las Primeras Naciones se mezclaban con los blancos, con lo que se ponía difícil encontrar cráneos "puros". Un gran momento del viaje es en Guaminí, donde el capitán Arriola lo lleva al cementerio indígena y lo deja con sus palas entre los enterratorios. "Cincuenta cráneos extraídos de los cementerios araucanos de Guaminí y que están agregados a mi Museo, fueron cuidadosamente elegidos, y son tipos cuyas formas acusan plenamente la pureza primitiva que buscaba". De paso, en el saqueo se lleva los objetos de piedra que se dejaban para la otra vida, armas y utensilios. No menciona las platerías, tal vez porque los soldados le habían ganado de mano, como cuenta él mismo sobre otro enterratorio en las Salinas Grandes. Los soldados revolvieron todo y, amargura suya, le tiraron los cráneos por ahí.

No es el último enterratorio a saquear. El coronel Levalle, que valida estas expediciones, le presta un prisionero, Pancho Francisco, que en rigor es un Carriqueo de la tribu de Pincén. Pancho se presenta como muy pobre y le pide diez pesos, que Zeballos le da con aires de gran señor. Luego le muestra el mapa que trae de la zona que quiere explorar y Carriqueo le explica dónde está en realidad cada laguna, cada cerro. "El mapa era pues, inútil. Era forzozo confiarse en el bárbaro prisionero y yo resolví entregarme a él, preparándome para amansar al salvaje".

No se sabe si lo amansó, pero sí que lo quebró. A Zeballos le cuentan que el Pancho es un buen bebedor y por eso se asombra cuando le ofrece un trago y el mapuche lo rechaza. "¡Se controla!" escribe asombrado, y lo define como un caso único de su "raza caprichosa". Con el tiempo, el prisionero se resigna y descubre un talento cartográfico, agregando referencias y distancias en los mapas que va trazando la expedición. "Ya es un buen amigo", escribe Zeballos, "refresca su garganta en mi damajuana de caña y no teme las supercherías del cristiano". Y ahí publica una frase terrible: 

"Si se exceptúa el hondo desagrado, mezcla de superstición y horror, con que mira las excavaciones de sepulturas araucanas, no hay motivos entre nosotros, sino para estrechar íntimamente la amistad".

Es un nivel de insensibilidad que el actual presidente envidiaría.

Zeballos volvió de su expedición con 64 cráneos y un par de esqueletos completos. Los iba mandando a Azul en barriles con su nombre, para llevarlos en tren. Después le donó la colección a Francisco P. Moreno, el otro gran ladrón de huesos, del que era amigo y con el que competía cordialmente. Por muchos años los exhibieron en el museo de La Plata. Murió en 1923, uno de los pilares de la Civilización.

Los cráneos siguen ahí, ahora a puerta cerrada.