Mediodía en un hotel de la zona de Recoleta. En unos de sus salones, Mario Alberto Kempes se somete  a la rutina de hablar con los periodistas sobre El Matador, mi autobiografía, el libro que Planeta editó a principios de noviembre donde el goleador del Campeonato Mundial de 1978, y elegido como el mejor jugador de esa competencia, narra en primera persona pormenores de su pasado como futbolista y entrenador, entremezclados con momentos de su vida fuera de las canchas. No han pasado muchas horas desde su llegada a la Argentina desde Estados Unidos, país donde está radicado y en el que trabaja como comentarista televisivo. “Siempre fui muy parco, nunca me gustó hablar mucho, pero como no recibía propuestas para trabajar de técnico acepté el ofrecimiento de comentar partidos del Valencia primero y de otras comunidades autónomas de España. Me sentí cómodo, gustó. Después me contrató Cadena Ser, y en 2004 hice pruebas y firmé con Espn”, dice Kempes al arrancar la entrevista.

La experiencia en los medios no lo ha cambiado demasiado a la hora de contestar. Prefiere las respuestas cortas, aunque acepta hablar de todo. Por ejemplo, sobre las motivaciones para llevar su biografía al papel. “Me convencieron de transmitir mis vivencias como deportista, como jugador de fútbol. Y de eso se trata el libro. No esperen encontrar cosas extrañas o extrafutbolísticas. Cuento mi carrera de jugador y de entrenador, entremezcladas con mi vida personal”, detalla el Matador, bautizado así por el fallecido relator José María Muñoz.

–Su trayectoria en el fútbol grande arranca con una apuesta, en 1972.

–Algo así. Eduardo Tossolini, el dueño de la carpintería donde trabajaba mi papá, tenía como cliente a un directivo de Instituto de Córdoba, Atilio Pedraglio. Este le dijo si conocía a algún jugador que anduviera bien para llevarlo a Instituto. Tossolini le dijo que tenía un goleador que andaba muy bien y era hijo de uno de sus empleados. “Probalo en algún amistoso, yo me hago cargo de los gastos para que viaje. Si no hace dos goles antes de los quince minutos te lo quedas gratis. Si no les gusta me lo devuelven y aquí no ha pasado nada”. Jugué, hice dos goles y quedé.

Para firmar su primer contrato como profesional, dejando atrás su paso por algunos clubes de la liga de su Bell Ville natal, Kempes debió comprometerse a cumplir una cláusula fijada por su padre. “La condición era que terminara la escuela secundaria. Fue un sacrificio grande, pero lo logré y me sirvió. Aprendí a manejarme con respeto dentro y fuera de la cancha. Si los rivales fueron superiores hay que aceptarlo y felicitarlos, y si uno ha ganado, también hay que extender la mano, sin burlarse ni agrandarse. Esa forma de manejarme hizo que la gente me quiera, incluso aquellos hinchas de equipos que siempre me tuvieron como rivales”, recuerda  el hoy comentarista deportivo de 63 años, padre de cinco hijos.

–Cambió Córdoba por Rosario, en 1974.

–Instituto me dio la posibilidad de mostrarme a nivel nacional y lo que hice me abrió las puertas de Rosario Central, que me permitió ganar más reconocimiento y luego de casi tres años pegar el salto a Europa. En Central anduve bien, hice muchos goles, jugamos la Copa Libertadores, me llamaron para la Selección. A poco de mi llegada, se lesionó Poy, y empezaron a buscar alguien que asumiera la idolatría que tenía el Cieguito. Me empezaron a exigir y de a poco me fueron ubicando en ese rol de ídolo.

La etapa en Central concluyó en agosto de 1976, cuando el Valencia español pagó por su pase 500.000 dólares, hasta ese momento la cifra más alta abonada por un jugador argentino, y Kempes voló a España, luego de haber tenido su primera experiencia mundialista, en el Mundial de Alemania 74.

“En valencia completé ocho temporadas. Fui Pichichi (goleador) por dos torneos consecutivos. Hice 24 goles en 1977 y 28 en la temporada siguiente. Eso te da un plus, aunque el equipo no funcione de la mejor manera. Y creo que esas conquistas me abrieron las puertas para jugar el mundial del 78”, afirma Kempes, quien en las páginas de su autobiografía cuenta que su padre debió emplazar a los directivos de Central para que aceptaran hacer la transferencia. “O lo venden o Mario no juega más al fútbol”, fueron las palabras que convencieron a los dirigentes de la conveniencia de hacer el pase.

–El tercer club que lo tuvo entre sus filas en Argentina fue River.

–Llegué a River gracias a Maradona. Boca había contratado a Diego y para contrarrestar la explosión mediática, Rafael Aragón Cabrera –entonces presidente del Millonario– tuvo la idea de llevarme a mí. Fue un paso muy cortito, porque la ruina económica que provocó la guerra de Malvinas hizo que River no pudiera pagar mi pase y me devolviera a Valencia. Llegué estando Labruna como técnico. Con él vivimos la frustración de la Copa Libertadores. Después, con Di Stéfano, que reemplazó a Angel, conseguí mi único título oficial en Argentina, el Campeonato Nacional de 1981

–¿Qué recuerda de Labruna?

–Lo tuve muy poquito, pero era de esos técnicos a los que les sobra experiencia y que conocen a sus jugadores de memoria. La facilidad que tenía para comunicarse y el hecho de pasar mucho tiempo con el futbolista lo hacía una especie de papá para todos.

–¿Y de Di Stéfano?

–A Alfredo lo conocí cuando jugué en Valencia, en su segundo paso por un club al que él ya había sacado campeón. Fue un técnico diferente a todos, hasta le gustaba participar en los partiditos de entrenamiento. Le encantaba tirar caños, cargaba a los que los sufrían y entonces se ligaba una buena cantidad de patadas en los tobillos. Era un técnico que quería ganar hasta esos partiditos. No le gustaba perder. Ese temperamento lo hizo fuerte como futbolista y se prolongó a su carrera de entrenador. Tenía un carácter muy fuerte, quería ganar siempre pero no como sea, sino intentando jugar bien. Pero si no se podía jugar bien había que ganar.

–Fue Menotti el que lo llevó a la máxima conquista de su carrera.

–El Flaco es el típico entrenador que pregona que jugando bien, no siempre vas a ganar, pero tenés mayores oportunidades de hacerlo que jugando mal. El te convocaba a la Selección por lo que hacías en tu equipo. Y si en la Selección no hacías lo que hacías en tu club, él dejaba de llamarte. Por qué Olguín se iba cohibir de tirar un caño adentro de su propia área jugando para la Selección cuando en Argentinos Juniors lo hacía. Claro que si lo erraba en la Selección lo matábamos, pero él los tiraba y le teníamos confianza y no le gritábamos. 

–Hay muchas páginas en su biografía dedicadas a la selección campeona del 78. ¿Siente necesidad de reivindicarla?

–Ya no. Hemos hablado muchísimo de ese tema. Yo dije que mis goles no eran para Videla, sino para la Selección. Nunca jugamos para los militares que estaban en el poder. No quisimos que el deporte tapara lo que se estaba viviendo, aunque no teníamos idea de la gravedad de lo que estaba pasando. No siquiera en España escuchaba algo de lo que pasaba acá.

–Pero eran conscientes de que las dictaduras siempre usan el deporte para intentar legitimarse popularmente.

–No creo que fuera este el caso. El golpe de Estado del ‘76 nos agarró jugando un amistoso en Polonia y nadie sugirió suspenderlo ni nada por el estilo. Lo que hacíamos dentro de la cancha no era para que los militares sacaran pañuelitos y festejaran. Era para que Argentina consiguiera el título de campeón del mundo que nunca había logrado, a pesar de tener muy buenas selecciones y los mejores jugadores. Nosotros no defendimos intereses ni valores que no fueran los del deporte al que jugábamos.

–¿Qué notaron que fue raro en el 6-0 ante Perú, una goleada que Argentina necesitaba para ser finalista del Mundial?

–Lo único raro fue que salimos con más ganas que las habituales y que tuvimos una suerte increíble porque si entraba la pelota que ellos dieron en el palo, hoy estaríamos hablando de otra cosa. Se dijo que los militares apretaron a los jugadores peruanos en el vestuario en el entretiempo, que se retribuyó el favor de Perú mandándoles barcos con trigo y maíz, pero nunca saltó una prueba, una foto, un testimonio que lo confirmara. Eso es raro. Nosotros le hicimos seis y si teníamos que hacerles diez, le hacíamos diez. Nosotros teníamos la cabeza puesta en estar en la final, queríamos la gloria deportiva. Ellos no jugaban por nada.

–Pasarella levantó la Copa del Mundo, la primera para Argentina. Pero el brillo de ese trofeo que debió ser refulgente en la foto se oscureció al negro profundo por la presencia de Videla y el resto de la junta militar.

–Eso manchó nuestro buen hacer. Es una mochila que cargaremos toda la vida. Pero después de llevarla durante cuarenta años creo que ya fue suficiente. Los que nos criticaban lo hacían refiriéndose a los militares, no nos criticaban a nosotros como deportistas. Pero si no hubiésemos jugado nosotros, seguramente hubiesen sido otros.

–Otro Mundial doloroso para Argentina fue España 82, durante la Guerra de Malvinas. ¿Nunca se plantearon la opción de no ir o de no presentarse en solidaridad con los combatientes? 

–Nunca, al menos yo no estuve presente en alguna reunión donde se haya dicho “che, no vayamos”. Tampoco olvidemos que cuando nos fuimos de acá, ganábamos la guerra 100 a 1, todo era color de rosa, pero cuando llegamos a España la cosa era totalmente distinta. Perdíamos 1000 a 1. Tampoco sé si hubiera sido posible bajarse del Mundial.