Encontrar un núcleo cómico en la obra político erótica del Marqués de Sade es -creo- el primer acierto para quien, como Alejandro Ullúa, decide llevar  al teatro una versión de la Filosofía en el tocador. Si el noble francés quiso en el siglo XVIII amalgamar en enloquecido maridaje la Razón, el Eros y la Revolución contra el imperio de la monarquía y el clero, el director de Proyecto Sade… ha conseguido entender que la  instrucción sadiana de los deleites solo puede ser recibida ahora con gracia por un público demasiado enterado de las prácticas antes llamadas libertinas y hoy tan publicitadas a través de otras vías de información. La pedagogía sadiana está destinada menos al escándalo que al imposible. Nadie será corrompido por sus textos que Michel Foucault denominó aburrido erotismo disciplinario, y al autor “un sargento del sexo, un agente contable de culos y equivalentes”. Contra el probable sopor disciplinario, Ullúa ha impuesto a su Proyecto... un ritmo de comedia acelerada, descubierto el efecto cómico de los coloquios corteses, la elección de varones incluso para personajes femeninos. Porque en su indagación de la dialéctica sodomítica sadiana acaso habrá pensado un universo exclusivo masculino enemistado con la reproducción de la especie.     

Por eso, no hay que esperar vahídos, ojos cerrados o epifanías libertarias cuando comienza la danza de los docentes perversos Dolmancé y Madame Saint-Ange (el estupendo Ezequiel Rodríguez, discípulo de grandes directores, y el ascendente Hervé Segata, el Bello indiferente de Cocteau en la puesta de Javier Van de Couter) y la leve educanda adolescente Eugenia (bien resuelto por Santiago Magariños) que cumple con creces su novela de educación. Eugenia pertenece a un universo reprimido que explota sobre la integridad anatómica de su propia madre.   

La razón enloquecida de Sade en una Europa cautiva de Las Luces  encontró un cauce en una obra indomesticable. La Filosofía en el tocador le dio buena ganancia al marqués, que pasó gran parte de su vida en hospicios, denunciado por su suegra a causa de un sinfín de actos sexuales sobrecodificados y violentos. Sade todavía no podía ser leído en su siglo en clave de exorcismo de fantasmas del Mal a los que decía abrazar pero que buscaba como el niño expulsar fuera de sí. Al promover la inversión de los códigos morales heredados del cristianismo herido y sus representantes terrenales no inauguraba una nueva alianza con una verdad del deseo, ni siquiera la verdad del deseo diferencial del homosexual, al que expulsaba de la polis porque pretendía  convertir a la humanidad -varones y mujeres- a la sodomía. Sabía imposible su pedagogía, a pesar del  llamamiento a los franceses a un esfuerzo más en esa dirección, para poder ser realmente republicanos.

Invirtiendo los términos de la posición dominante de la aristocracia, se creyó  llamado a una misión divina contra el mismo Dios y las tradiciones cristianas, desacralizando la perversión. ¿Qué queda, entonces, de un Dios que ya no puede ser definido a partir de su contracara? ¿Qué puede quedar de una monarquía y una nobleza que han abandonado su misión de guía moral para entregarse a todos los vicios imaginables, entre ellos los que combate el nuevo higienismo burgués? ¿Qué de un Estado que no está ya legitimado para imponer la pena de muerte, por cuanto, nos dirá Sade, no existe nada más repugnante que un crimen institucionalizado?

La mierda es un elemento fecundo y crucial en el esfuerzo republicano de Sade por hacer conocer su programa de inversión de La Ley. Si hay algo que en el Saló recreado por Pasolini -una denuncia contra el poder fascista- se vuelve definitivamente indigerible es la escena en la que los sometidos son obligados a comer heces servidas en fuentes de plata. Ullúa, en su Proyecto Sade, decide ahorrar el disgusto. No busca desnudar al marqués divino (místico) ni al de aquellos que han visto en él un precursor del Mal Absoluto o la Razón Instrumental reencarnadas en el nazismo. Prefiere, y con razón, una comedia. 

Martes y miércoles a las 20.30, en el Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551.