En 1934 Agatha Christie publicó una de sus novelas más famosas, Asesinato en el Expreso de Oriente, que narra la investigación de un crimen donde los personajes son barajados como un mazo de cartas por el detective Hércules Poirot. Pero el libro, en el que varias personas se reúnen para vengar la muerte de una nena que había sido secuestrada, también podría ser un ejemplo de lo que se conoce como “justicia poética” por el caso que lo inspiró: dos años antes, el bebé de 20 meses de la familia Lindbergh –hijo de Charles, el aviador, y su esposa Anne– había sido secuestrado directamente de la cuna. Enseguida llegaron anónimos donde se pedía un rescate que la familia pagó pero, de todas formas, un par de meses después los restos del nene se encontraron en un campo no muy lejano a la casa de los Lindbergh. Bruno Hauptmann fue a la silla eléctrica por el crimen pero, fuera culpable o no, la muerte del bebé dejó un reguero de desgracias a su alrededor que eran irreparables (incluido el suicido de una empleada doméstica de la familia).

Quizá por eso, y por cómo complejiza una idea de justicia que en otras de sus obras parece ser más un asunto de elucidación intelectual que de reflexión filosófica, esta historia de Agatha Christie era la indicada para un director como Kenneth Branagh, que viene del teatro y disfruta a sus anchas cuando tiene la oportunidad de interpretar a un personaje que tienda a lo lúdico y caricaturesco, o uno que encarne -como Macbeth o el Dr. Frankenstein- algún oscuro conflicto del alma o la razón humanas. El Hércules Poirot de Kenneth Branagh en esta nueva versión cinematográfica de Asesinato en el Expreso de Oriente (hubo una de 1974 dirigida por Sidney Lumet, y Christie misma fue al estreno) tiene las dos cosas: un bigote complicadísimo, casi imposible, un acento francés de impostor adorable y una profunda lección que aprender. También tiene, como algunos superhéroes, una innecesaria historia de amor trágico como trasfondo, simbolizada en el portarretratos con la foto de una dama que lleva consigo a todas partes y del que en algún momento, oh desgracia, se rompe el vidrio. Está claro que Branagh mismo es el centro de la película, que sin embargo derrocha una multitud de actores en los papeles de los sospechosos (Michelle Pfeiffer, Judy Dench, Johnny Depp, Willem Dafoe, Lucy Boynton, Daisy Riddley, Penélope Cruz, entre otros). 

Como héroe del intelecto que aprenderá algo sobre la compasión y la inexistencia de absolutos, el Poirot de Branagh es un poco diferente al de Agatha Christie y excede, en cierta forma, al género policial, lo mismo que su versión de Asesinato en el Expreso de Oriente. Así, la película, que es bastante fluida pero nunca del todo cohesionada, sino más bien tironeada entre el lucimiento del diseño de producción, el desfile de estrellas y la modestia comparativa de la historia que quiere contar, parecería afectada por el temor de que contar una historia de detectives a la vieja usanza, o plantear un enigma y resolverlo “a la antigua”, no sea suficiente. Por eso sobre el tramo final todo se convierte en una extraña incrustación de tragedia griega, con coro y todo, en una escena larga y dominada por la gestualidad de Kenneth Branagh, que parece decidido a resumir el drama humano (y compadecerse de la cascada de desgracias que genera una pérdida) en diez minutos de una intensidad pasmosa. El de la película es un problema de balance, y Hércules Poirot mismo lo explica muy bien usando dos huevos pasados por agua y una regla. En todo caso, hay demasiados elementos que chocan entre sí como para que Asesinato en el Expreso de Oriente sea algo más que una película entretenida, y por momentos vistosa, pero mucho menos elegante de lo que pretende.