Hubo un tiempo en el que mi culo estuvo cerrado. Tiempo ensenadense de la formación puteteril negada –la represión tuvo en mi caso contornos varios, desde un vecino que fue a Malvinas y por cuyo regreso con vida rezábamos todas las tardecitas, hasta los casamientos que mi madre me llevaba a ver los sábados por la noche a la parroquia, para testear qué tan bien dragueadas aparecían las novias y si las habían abandonado o no en el altar, con los muebles comprados–. En ese marco, fui niño adultísmo y fui puto-objeto de los varoncitos futboleros. Uno de ellos, me llevó al interior de un caño de cemento y simuló perforarme: creo que la culpa la tuvo Obras Sanitarias, que andaba dejando por allí materiales para la construcción de una ciudad modelo que todavía espera su turno. Nací y crecí en la Ensenada de Barragán, de donde me fui a los 16, 8 kilómetros abajo, a la masónica La Plata. De chico, sentía que si explotaba en mi putez constitutiva, el destino sería mutar en travesti del cabaret “Las Maravillas”, cerquita del puerto, o en travesti de Punta Lara, squater de alguna casucha de Villa Rubencito. Sería de repente como ellas, que aparecían en febrero y desfilaban para la comparsa del club “La curva”, en tacones negros, traje de baño de lycra oscura, rouge bordó y algún plumón archivado. Ser varón gay no era una opción: en todo caso, la alternativa era ser como el “mariconazo solterón” que tanto rechazo reanimaba, pariente de “La Takiche”, la puta con hija y Parliament adosado. Entonces, en el 92, virgen, llego a las diagonales platenses por las que ya ni Federico Moura intentaba perderse y corroboro que ser trolo era ser como: el estudiante modelo del instituto de inglés, con el First Certificate aprobado en Cambridge y un verano reciente en programa de intercambio del Rotary Club con un jovencito de Australia; ser como el hiperhormonado e insolado putazo de musculoca y labios carnosos, cola desproporcionada y aspecto general de danza jazz, conocido lejano de mi amiga o… o… o… ser como él. El autor, el performer, el poeta, el pelilargo, misteriosísimo, indescifrable y monstruoso Ney Matogrosso del casco urbano universitario. Una noche de domingo, en Plaza San Martín, descubro la Feria del Libro Independiente. 1993: libros de autor, acordonados, sogas deshilachadas, letras, mucha témpera y poemas ilustrados, exhibidos en estanterías de madera. Olía a incienso en cantidades siderúrgicas y había guirnaldas de luces. La literatura había empezado a ser otro de mis roperos, claro. Sin embargo, en ostentosa exterioridad, descubro el poemario Lechita calentita para el culito del putito. Lo tomo y lo suelto. Quemaba. Me dio miedo y me dio vergüenza abrirlo. Quería testear quién me vigilanteaba si miraba o manoseaba de más ese libro; si los libreros machos, las psicólogas que deambulaban en trip aprobatorio de lo autogestivo o los rockeros que desarmaban su set a pocos metros harían de sargentos. Volví a abrirlo: costaba menos de diez pesos y decía “pija”, decía “poronga”, decía “macho”, decía “paja”, decía “huevos”, decía “orto”. Decía violencia pero, ¿por qué (me) decía también, verdad o algo de verdad? ¿Si “paso a ser gay”, me pregunté, querré, me veré envuelto en, viviré la situación o llegaré al “extremo” de pedir, exigir, confesar, querer dar o pretender recibir “lechita calentita para el culito del putito”? ¿Era eso ser puto? ¿Quién era Alberto Bassi, el autor? ¿Daba o recibía? ¿Hablaba de sí en tercera cuando decía “para el culito del putito” o reproducía las palabras de su penetrador? Ni André Gide, ni Proust, ni Jean Genet, ni Maurice Blanchot ni Perlongher ni Lamborghini más tarde, superaron esa patada iniciática de mi educación homosensual, el bautismo lácteo. El fuego. Viviré sin putedad, ni leche, ni culo, me dije. Y me fui. Ímpetu que troca en rezo y rezo que empiezo a ver pasar en silencio por mi frente: “Lechita calentita para el culito del putito”. Y así, muy seguido. Muchos años después, en el diario local, lo veo en una foto de la agenda cultural y asocio: él, la tercera posición en la gama de los maricones posibles para mi yo, era de hecho, él mismo, Alberto Bassi. El nombre de “la mostra tan temida” era Alberto Bassi; el periódico no citaba su libro, desde ya, pero yo podría haber intuido antes que una cosa remitía a la otra, cada vez que sus túnicas fucsias, su perfume interno, su rizomática bijou y sus botas altas pasaban delante de mi casa, con la sonrisa mesurada. Bassi presuponía el desprecio y la perturbación, pero deambulaba imantado. Sonreía. Poco, pero sonreía. Yo descartaba su marginación y hasta lo imaginaba pobre. Resistí mi desvío, ultranormalizado, hasta mucho tiempo después de lo debido y no fue casual, lógico, que ya en pleno desarrollo de mi desobediencia, me haya atrevido a investigar su obra y conocer su vida, hace pocos años. Fan, devoto y aprendiz es la categoría hacia la que evolucioné: fan de los recitales/actings de Bassi; de su titánica capacidad de desarmar el matrimonio como quien vacía una iglesia; fan de su desarticulación terminológica, de su brutalismo escénico. El olor a huevo, el olor a pito, la mugre acumulada del slip, la resistencia de los panzones; la UOCRA y nunca el Grindr como protocolo del levante; las aventuras y el rechazo -la prohibición- a que el macho de turno te llore la carta de su prisión. El varonerismo como una práctica aún más rudimentaria que el primitivismo de muchos de sus exponentes. Heterofobia bien entendida. Bassi era un sabio. Es sabio. Lo entrevisté y llegó en remís: no le gusta salir de La Plata pero viene cada tanto a Buenos Aires por trámites. Vive divino. Es hijo de dos italianos (por eso, además, esta conectividad de lo nuestro) e ignora su potencia. No la conoce. La ejecuta, pero no la ve. Tiene un disco con versos dedicados a Ensenada, por donde gira y gira en acumulación de obreros y comerciantes (el último track, “Los bizcochitos de grasa”, desata toda mi angustia). Una noche, en Almagro, Baco se enchalecó con tachas, prensó sus piernas en un jean tajeado y una calza roja y lanzó a un agradecido público de ese sótano remeras, calzones y bombachas con el print de “Una panza peluda en la penumbra”, su gira infinita, homónima de uno de sus dos manifiestos (el otro, “El slip rojo”, es probablemente el documento más honesto de la sodomía rioplatense). En La Plata, mientras tanto, sus shows son acontecimientos cívicos. Gritan las chicas, gritan los novios de las chicas, grita y no calla la marica. Alberto come en pizzerías y se sienta al lado de sus amantes, los que sacaron a la vieja a manducarse juntos una de anchoas. Ellas lo auscultan, asqueadas. Ellos también. Pero después ellos lo llaman, lo necesitan y se apuran (en la poética bassiana, por resentimiento o insatisfacción doméstica, la eyaculación de sus lovers es siempre precoz). Sus hombres acarician a su gato y hasta llegan a dormitarse unos segundos en sus sábanas de raso negro. Alberto Bassi me regaló un pañuelo inundado de su dulzor: esa prenda ya pasó por tres mudanzas y su aroma crece. Y como buena diva-luada, Bassi sigue (sin saber) los consejos de “El Cóndor”, Miguelito Romano: las divas no cambian de corte, ni de color, ni de estilo. Como Graciela Borges, como Susana Giménez. La capocheta de Bassi siempre fue la misma. Larga, rulienta, amazónica y levemente enflequellida. Bassi es el puto que yo tenía que ser y no fui. Yo soy sólo el que escribe y él es el que vive.