De las cosas lindas que hay en este mundo, los barcos ganan por varios cuerpos: por algo son cantados desde los tiempos de Homero. Y de los barcos que hay en este mundo, pocos se comparan a un submarino, ese objeto tan raro, entre ladino y lobuno, creado para ser cazador y para tener de tripulación a gente algo diagonal, paciente, que termina loca de amor por su nave. A principios de este invierno, una mañana de frío y buena luz, zarpó del puerto de Buenos Aires el submarino San Juan, saludado por obreros navales –otra raza de románticos– que llevaron hasta a sus chicos para que vieran su trabajo. Era un día importante, porque no sólo se recuperaba una nave, sino que se recuperaba la capacidad material de repararlas, mantenerlas y relanzarlas al mar. Algo que, para variar, se había perdido en los noventa.

Esta historia tuvo lugar en un rincón porteño que es el borde del borde de la ciudad. Escondido atrás de la Reserva Ecológica, entre el río y los pajonales, está el Complejo Industrial Naval Argentino, el Cinar, que reúne el astillero de reparaciones de Tandanor y el construcciones navales Almirante Storni, que fuera por muchos años el Domecq García. Estatales ambos, fueron eyectados de la propiedad pública con una inquina sorprendente, con el mismo Domingo Cavallo visitando el lugar impaciente por venderlo. Lo único que lo frenó era que se estaba realizando, allá por 1994, la reparación de media vida del submarino Salta, que no se podía interrumpir porque significaba perderlo. Ni Cavallo se atrevía a tanto, con lo que el astillero ganó algunos meses, sus trabajadores hasta formaron una cooperativa para terminar la reparación –ya los habían echado– y guardaron herramientas y piezas en containers que se salvaron de la debacle.

La siguiente vez que hubo que reparar un submarino, el Santa Cruz, hubo que ir a Brasil, que tiene en Río un astillero militar capaz de hacer la tarea. Los socios en el Mercosur hicieron un precio de amigo, pero hubo que pagar y en dólares por algo que se hacía en casa y en pesos. Con los dos astilleros en manos estatales y formando el Cinar se decidió recuperar el personal, el conocimiento y la capacidad técnica de hacer este tipo de tareas. Si se piensa que un submarino como el San Juan, alemán y de 1700 toneladas, cuesta hasta 500 millones de dólares –dependiendo del equipamiento y armas– tiene sentido poder hacerles el mantenimiento y recuperarlos. Es que estas máquinas de inmensa complejidad tienen una vida de hasta treinta años, si tanto, y luego reciben un service alucinante, una verdadera reconstrucción, que se llama “reparación de media vida” y le da otros treinta años de servicio. Nuevamente, los números cierran.

El problema era que habían pasado casi veinte años desde que el equipo que sabía hacer estas cosas se había desbandado. Aquí aparece en la historia el capitán de navío e ingeniero naval Ricardo Dasso, gerente del Proyecto Submarino y un hombre muy simpático que tiene una carrera única. Dasso fue enviado muy joven a seguir la construcción del Santa Fe de la quilla a la vela, en el astillero de Alemania. El joven oficial hizo un duro curso de alemán y se mudó a las orillas del Báltico, para volver sólo en esa nave y transformado en un experto. Dasso fue de los que reactivaron el Cinar como centro de reparación de submarinos y encontró a varios de los que habían reparado el Salta, usando pistas como las tarjetas de Navidad que recibía. De este equipo, el que terminó como ángel guardián es Manuel Echegaray, al que encontraron en el maxikiosco que había abierto con la indemnización y que abandonó de inmediato para volver a hacer el control de calidad de los trabajos. Dasso cuenta que así juntó a quince veteranos que entrenaron a otros 45, hasta logra el número mágico de sesenta, los necesarios para encarar estas cosas. La primera tarea fue, paradójicamente, cambiarle las baterías al mismo Salta, que así fue el último y el primero en esta saga. Luego, en 2008, se le animaron a la gran tarea, la de hacerle la media vida al San Juan. Y esto requiere una explicación.

El submarino es el único navío que no flota, y esto no es solamente porque quiere sumergirse. Si a un submarino se le mueren todos sus sistemas, si se queda sin potencia, ni luz, ni aire, no le queda el recurso de simplemente flotar al garete, como a todo tipo de barco. El submarino se hunde como una piedra, porque es más pesado que el agua que desplaza. Quien recorra uno, de cualquier modelo y tipo, entenderá que está en un cilindro casi completamente relleno de equipos, máquinas y tuberías, con una tripulación que se mueve en los intersticios. Lo artificial, lo deliberado, es que un submarino flote, con lo que se entiende que todos los que lo operan, reparen y mantienen tengan una fuerte obsesividad por los detalles. El nivel de precisión requerido es realmente sorprendente.

Lo primero que le hicieron al San Juan fue sacarlo del agua en una plataforma que a uno le parece un patio de cargas pero que en realidad es un ascensor sumergible. Montado en un carro, como se lo ven en las fotos, el submarino fue llevado a la nave cubierta del Storni, de 206 metros de largo y 35 de altura. Bien asentado, le hicieron algo que hay que animarse: lo cortaron en dos. Este contrasentido se explica por un factor muy simple, que un submarino de este modelo tiene sólo dos accesos, las escotillas de cubierta, que miden 80 centímetros de diámetro. Por un lugar donde no se pasa con un bolso al hombro es imposible entrar equipos y mucho menos sacar maquinarias.

Con lo que, como muestra la secuencia de fotos, la nave se corta para poder acceder y hacer el radical trabajo de reemplazo de todo lo que no funcione o esté al fin de su vida útil, y de reparación de todo lo demás. Cortar un submarino exige una línea perfecta de 24 metros de largo que deje un borde limpio y exactamente circular, con lo que se entiende que se tomaran dos meses para marcarlo, de diciembre de 2008 a febrero de 2009. El corte en sí tomó apenas un día y el resultado fue excelente: en una tarea en la que se aceptan hasta doce errores, imperceptibles para un lego, se detectaron apenas tres. Apenas abierto y por lo tanto accesible, el submarino fue prácticamente desarmado. Se sacaron los motores diesel, el motor eléctrico, las baterías, 9000 de los 11000 metros de cañerías, 37.000 metros de cableado y las 1295 válvulas. Para dar un ejemplo de la prolijidad del trabajo, cada válvula fue desarmada, limpiada, reparada y numerada a cuño. Cada número fue ingresado en un banco de datos, para que en el futuro se pueda saber exactamente qué le hicieron.

También se repararon y limpiaron la colección de tanques –de lastre, de aire, de agua potable– que tiene la nave, se repasó toda la electrónica de a bordo y se replacaron las 960 baterías enormes que impulsan el motor principal, un trabajo supervisado de cerca por el fabricante alemán. En noviembre de 2011 se cerró el casco con 32 pasadas de soldadura, todo supervisado por especialistas del INTI, lo que tomó un mes con equipos que se alternaban en turnos de dos horas para hacer una pasada completa sin parar, ya que el metal no puede enfriarse porque se deforma. Luego se empezó a trabajar en los planos de navegación, los ejes, la hélice, la circulación, los tubos lanzatorperdos e infinitos detalles de terminación. Para mayo de 2013 se embarcaban las baterías, se probaba todo en seco y se ajustaban los detalles. Este verano, el San Juan volvió al agua en la cala del astillero para las últimas pruebas, las llamadas “de puerto”. El dos de junio, con todo el astillero presente y muchas de sus familias, el submarino zarpó para la base naval de Mar del Plata, donde lo esperaban sus controles de tiro renovados y listos.

Aquí, en la orilla de esta ciudad, quedaron sesenta trabajadores navales con más de 5000 horas de entrenamiento del tipo más concreto posible, con ingenieros de la Universidad Tecnológica Nacional también acostumbrados a estos trabajos y la certificación Lloyds para los soldadores. La última vez que existió un grupo semejante, fue porque se entrenaron en Alemania. En la rada espera que suba la marea el Santa Cruz, para un mantenimiento de rutina. Y en la misma nave donde repararon el San Juan espera un sueño, su gemelo el Santa Fe, el primero en ser construido en este país bajo licencia de los alemanes. Pintada de antióxido, con la estructura terminada en un 80 por ciento, el que sería el primer submarino argentino es “una buena plataforma” para empezar de nuevo con el proyecto, después de treinta años.