Cerca de la medianoche, vengo en el auto hablando por celu con una amiga. “Estoy volviendo a mi casa, esquivando morochos en sus carritos”, susurro para que se indigne y extraerla de su sopor de melancolía por el domingo que se va. Los muchachos en sus carritos son quienes recorren la calzada derecha de las calles buscando sorpresas en los conteiners. Uno se llevó mi disc-man para arreglar y nunca me lo devolvió; otros tienen algo de mis ropas, varias camisetas de Messi, cuatro alternativas y docenas de pares de zapatos y zapatillas que junto para ellos. Por eso son “negros con carritos” porque son míos, de mi manada. Mis amigos del día y de la noche. Mi carrito es un Citroën 2009 y también levanto cosas para devolverles lo que nunca tuvieron: lámparas, cuadros, marcos viejos, ropa, revistas. Algunas cosas las guardo para mí. Por eso soy también como ellos.
“Un negro en carrito a diesel es mi próxima novela”, le digo. Se ríe y dice chau.
Antes, mucho antes de mis sesenta y pico que sobrellevo dignamente, muchos me dijeron “sucio kirchnerista”, “resentido”, o simplemente “negro berreta”. Para mí es un oprobio que ni siquiera alcanza la altura de una ofensa. Miro las vidas de quienes me hablaron así y les puedo restregar en sus carotas cosas impensables. Pienso mucho en la miseria en la que nado a veces y en las que en otras me sumerjo. Muchos creen que por escribir acá tengo las cosas arregladas. O que soy un intelectual con una vida cómoda, rica en privilegios. Que doy clases virtuales a precios exorbitantes. O que tengo amoríos exóticos. O que leo mucho porque soy mejor que el resto, o que pertenezco a alguna capilla. No me hagan reír. Soy un junta cadáveres como los morochos. Un empujador permanente de carritos invisibles. Junto cosas que a otros les sobran, frases de otros, mujeres sin rumbo, me hago invitar a comer y hace años que no gasto en ropas: pertenecen a los finados de amigos que por superstición no las usan. El Ejército de Salvación me ha provisto de algunos elementos y las ferias al aire libre de pobres entre pobres también. Soy un negro que ha leído a Camus, otro negro nacido en Argelia.
No inhalo, no fumo pero puedo permitirme alojar en mi caverna a Keanu Reeves quien me está esperando sentadito mirando los gorriones por la ventana. Ya amaneció.
-Leí tu nota de los gorilas -me dice a modo de saludo. No la entendí.
-Obvio, si vos no naciste acá. Los gorilas son una denominación para enunciar a los cucos de la historia. Golpistas, traidores como Menem, Isaac Rojas, Alsogaray y muchísimos más que están vivos.
-Menen -dice con mala pronunciación- a ese lo conozco.
-Sí, pero agarrate un huevo antes -y le indico el gesto, para que lo haga. Se ríe, ya conoce el código antimufa. Estuvo todo el día con Goyeneche, quien desde ayer no se puede alejar de él porque pegaron buena onda.
-¿Y el viejito? -me interroga.
-Está en el boliche de la esquina. Tomando como lo hacía en el San Quintín de Saavedra: para evitar que su mujer lo rete, el mozo le servía guisky en una taza de té con el hilito colgando.
-¿Vamos a buscarlo?
-Sí, pero disfrazate que acá sos más conocido que el Polaco.
Se inviste de un bigote colorado, lentes oscuros femeninos y la alternativa azul del Canaya.
-¿Así estoy bien?
No le contesto. Lo cotejo. Tengo una ocurrencia.
-Decime, ¿vos sabés jugar en la defensa? Al soccer, digo.
-Soy capaz de todo, desde vencer a los demonios, fumarme la matrix y esquivar las balas.
Bajamos y recojo a Goyeneche que ha dejado de tomar su guiscacho
-Vamos viejito lindo -le digo, y subimos los tres al Citroën.
Le aclaro a Keanu: -Vamos a Palos Verdes, te traje zapatillas y un pantaloncito… te vas a probar en Central.
El Polaco hace un gesto: -Uhh… Rosario… las veces que los tumbamos con el Calamar.
-Ni me recuerdes el 6 a 1 -le ruego por el espejito.
Al llegar a Rondeau no puedo con mi genio. Un conteiner naranja se abre y de su boca de chapa extraigo una silla.
-Ah bueno -exclama el Polaco con un gesto de fastidio-, el señorito es un carancho.
Keanu aprueba: le gusta mi afición. Unos pibes en carrito me hacen señas.
-Ahí atrás, en el baúl, agarren que hay un regalo.
Se van con su silla para el Bajo. El polaco me increpa.
-Ah, el señorito resultó ser el Papá Noel de los lunfas y los reos. ¡Bastante tenemos con los chorros que repiten tangos viejos para que encima vos te chorees un mobiliario entero!
-¡Shh! -le digo y le alcanzo una petaca con gin que guardo en la guantera para que se silencie. ¡Yo haciendo callar a la voz más hermosa de estas tierras! Pero ya estamos entrando al predio. El guardia llama a alguien. Me recibe Petaco.
-Tengo un 2 o un 6 para que juegue abajo.
Carbonari mira detenidamente a Keanu.
-Tiene piernas flaquitas. Yo a este lo conozco, decile que se saque el disfraz.
-Es uno que jugó en el Federal B.
-¿Federal? ¿La cana? -susurra de atrás el Polaco. El Petaco se para como para patear un tiro libre.
-Mirá, justamente hoy probamos a uno y queda, además que se cerró el libro de pases.
"Un pase, ¿hay un pase?" me habla al oído el Polaco. Empieza a lloviznar y el Petaco se despide. Saluda a todos pero antes le grito que a quién eligieron para cubrir la faltante. Pone la mano en visera.
-No lo vas a poder creer, es un amigo tuyo, uno que cartonea, un negro en carrito que la rompe. Dijo que eras su representante y por eso lo probamos. Acaba de firmar y lo primero que hizo fue comprarle una moto al hermano para que la empresa de los carritos crezca.
Saluda bajo la lluvia. Todos le retribuimos el saludo. Keanu fotografía la zona.
-Manzanas enteras de esqueletos -recita en perfecto castellano como parte del guion de un film-. No soy inmortal -suspira.
Atrás, como acariciando un gato invisible, el Polaco mueve las manos y nos dedica "Garúa". Keanu se pone a lagrimear junto conmigo mientras se destroza un relámpago que ilumina toda la ciudad.