Desde Mar del Plata

Sylvie Pialat conoce al dedillo la gastronomía argentina aun cuando recién ahora, a sus 57 años, pise por primera vez estas tierras. “Vivía justo arriba de un restaurant argentino cuando estudiaba Humanidades en la facultad, y para conseguir algo de dinero trabajaba como camarera tres veces a la semana”, dice ante PáginaI12. Allí hablaba seguido con un par de parroquianos “del barrio que iban seguido y le contaban cosas sobre cine”: eran Olivier Assayas y Patrice Chéreau. Ambos directores son responsables de instalar en ella el interés por una disciplina artística que, casi cuatro décadas después, la trae por primera vez al país del dulce de leche. Coguionista, esposa y musa de Maurice Pialat primero, y prestigiosa productora después, la francesa presentó un foco sobre su marido en el Festival de Mar del Plata durante el fin de semana largo, y por estas horas ya está en Buenos Aires para hacer lo propio en las primeras funciones del ciclo Retrospectiva Maurice Pialat + Sylvie Pialat, que se realizará en la Sala Lugones Teatro General San Martín (Avenida Corrientes 1530) desde hoy y hasta el viernes 1° de diciembre.

Tan distinta era la vida de Sylvie en 1983 que hasta tenía otro apellido, Danton. Ese año formó parte del equipo de producción de A nuestros amores y conoció al hombre sensible y cascarrabias debajo del director de Loulou y Bajo el sol de Satán. “Me acuerdo muchas cosas de ese rodaje”, suspira, y arranca: “Viendo su forma de trabajar descubrí algo muy personal, algo que lo volvía único. En ese momento me di cuenta que yo no podría ser directora. Había algo innato en él, una forma de sentir y ver el mundo que yo no tenía”. La suma de admiración y respeto dio como resultado un amor que duró hasta la muerte del realizador, en 2003. En el medio formaron una dupla creativa infalible, con ella encargándose de poner en palabras aquello que su marido figuraba en su cabeza: “Todos los grandes directores que conocí tienen una necesidad de hacer películas y no podrían vivir sin filmar. El proceso creativo consiste en ver la vida y después representar esa visión en una pantalla, algo que Maurice hacía incluso cuando no se notaba a simple vista. Por esos sus películas transmiten una sensibilidad muy personal”. 

–¿Cómo compatibilizaban ambas sensibilidades durante la escritura?

–La verdad es que, en contra de lo que podría suponerse, era bastante simple compatibilizar. Vivimos durante 20 años juntos y nos veíamos prácticamente todo el tiempo. Él odiaba escribir, se trababa, no le salía, y fue un proceso natural empezar a dedicarme a eso. Pero también fue tan fácil, porque muchas veces no le gustaba lo que escribía y tenía que seguir trabajando. 

–Lise Lamétrie fue descubierta por Pialat cuando era la portera del edificio donde convivían, y hoy tiene más de 70 películas como actriz en su haber. ¿Él solía hacer este tipo de cosas?

–Es verdad, Lise era la portera del edificio y terminó siendo una de las actrices de Van Gogh. Maurice tenía un ojo increíble y muchas veces le pedía a personas que no eran actores profesionales que fueran parte del elenco de sus películas. Un día me dijo que le preguntara a Lise si quería hacer unas pruebas para el casting. Al principio lo miré de reojo y le dije que no, que no iba a querer, que el marido era policía… Pero insistió y, cuando finalmente le pregunté, me dijo instantáneamente que sí. Maurice siempre decía que cuando una persona tímida acepta la posibilidad de actuar es porque al final es un gran actor. Y si dice que no, definitivamente no es bueno.

–En una entrevista Lamétrie dice que el mal carácter de Pialat se debía a que era muy autoexigente consigo mismo y que sabía muy bien lo que quería cuando rodaba. ¿Era así?

–Sí, no sólo era muy autoexigente, sino que siempre esperaba algo de los otros y no paraba hasta que lo conseguía. Por eso sus rodajes no eran sistemáticos: si había que esperar todo un día en el set hasta que finalmente lograra sacar lo que quería, se esperaba. Con algunos actores y técnicos tardaba muchísimo, pero con otros fluía de una forma natural y se entendían muy rápido. Un ejemplo es Gérard Depardieu. En general su método funcionaba muy bien y rara vez tuvo que cambiarlo. El problema es que no decía qué esperaba, y eso desorientaba a los actores más acostumbrados a que el director les marcara todo.

–Ahora presentará una retrospectiva de su marido y de sus trabajos como productora en la Sala Lugones. ¿Qué le genera ver para atrás?

–Siempre estoy de acuerdo en ir a presentar ciclos de Maurice porque su obra no es muy conocida fuera de Francia, a diferencia de lo que pasa con la nouvelle vague o directores más contemporáneos como Olivier Assayas o Claire Denis. A él no le gustaba mucho viajar ni ocuparse de las cuestiones más comerciales o de relaciones públicas. Para mucha gente termina siendo un auténtico descubrimiento. 

–En la Argentina, a diferencia de lo que usted dice, la obra de Pialat ya es reconocida…

–Sí, es verdad. Me llamó mucho la atención que, en Mar del Plata, hasta los jóvenes se hayan acercado a preguntarme por él. Veremos qué sucede en la Lugones.

Vivir sin él

Maurice Pialat murió en enero de 2003, a los 77 años, después de una larga enfermedad. Viuda, con una familia a cuestas y prácticamente sin dinero por los costos del tratamiento, Sylvie tuvo que rehacer su vida. Empezando por un encontrar un trabajo: “En ese momento, el cine no me propuso nada, y la verdad es que yo tampoco esperaba que lo hiciera. Al tiempo me ofrecieron hacerme cargo del área de Comunicación en una empresa y me dieron un fin de semana para pensarlo. Fue gracias a que alguien fuera del cine me ofreció trabajo que me di cuenta que quería quedarme en algo relacionado con las películas”, recuerda. Fue entonces que fundó la compañía Les Films du Worso, con la que desde 2004 ha producido más de 40 largometrajes, entre los que se destacan El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, Timbuktu, de Abderrahmane Sissako, y Les gardiennes, de Xavier Beauvois, este último parte de la Competencia Internacional de esta edición del Festival de Mar del Plata.

–¿Qué le atraía de la producción?

–Me interesaba poder acompañar a los directores a lo largo de todo el proceso creativo, desde la escritura del guión hasta el montaje y el estreno. Desde ese rol, además, uno puede pensar el cine desde lo financiero o lo artístico. El problema en general no es el dinero, porque de alguna u otra forma aparece, sino cómo manejarse con el director. Hay algunos que son muy demandantes y están más atados a los que yo diga, y otros más independientes que casi ni me necesitan. 

–Además de proyectos franceses, también ha coproducido Cae la noche en Bucarest, del rumano Corneliu Porumboiu, y hasta Jauja, de Lisandro Alonso. ¿Cómo llegó al director argentino?

–Conocí a Lisandro en un Festival de Locarno. Llevaba la pata francesa de la coproducción, que era la más pequeña. Fue un gran orgullo haber trabajado en esa película, más allá de la contribución limitada. Venía siguiendo a Lisandro desde La libertad y Los muertos, y un par de años antes en Cannes ya había averiguado si era posible obtener los derechos de los DVD en Francia. 

–¿Cuál es el criterio a la hora de elegir los proyectos?

–Depende mucho del director o la directora. No hay un criterio ni nada, sino que voy encontrándome con los ellos. Siempre se vuelve una experiencia agotadora porque en la empresa somos solamente cinco personas y no podemos ocuparnos de muchas cosas a la vez, más allá de que vengamos haciendo entre cuatro y cinco películas al año.