Desde Barcelona

UNO Rodríguez descubre algo que lo asusta mucho y que no se atreve a comentar pero que finalmente le confiesa a un amigo: está asustado. Y está asustado no porque algo lo haya asustado sino porque vive asustado. Desde hace tiempo, todo el tiempo, por todo: desde que se levanta hasta que se acuesta. Y después de acostarse. Porque, antes de volver a levantarse, están esos sueños que tanto lo asustan. Y le dice todo esto a un amigo como en un largo soliloquio (palabra que para él, cuando era un niño, fundía a soledad con locura), como en un secreto que sólo se sabe secreto al ser compartido. Y, cuando por fin llega al punto final, su amigo le responde con dos puntos: “Yo también. A mí me pasa lo mismo”, susurra. Y agrega dos puntos más: “Y no somos los únicos”. 

DOS Así es: todos están asustados. Y no es susto de cruzarse en la mira de un francotirador chiflado o de un terrorista demente (que, en sus ratos libres, es confidente de la policía y del CNI). O de que, después de la no venida de la Agencia Europea del Medicamento, también se vayan de Barcelona Messi y el Mobile World Congress. O de entrar en prisión y que ningún catalán e independentista e irreal “fondo solidario del país” o corrupta y partidista y popular “caja B” pague la fianza. Tampoco es susto de ser ovejitas y encontrarse a Harvey Weinstein, Kevin Spacey o (ay, et tu, fili mi?) Louie C. K. cuando entran al baño. O, al salir del baño, susto de olvidar subirse el cierre relámpago del pantalón y que una desconocida los denuncie por licantrópico y exhibicionista acoso sexual. O de que Bruselas interrogue acerca de la higiene de su inodoro. O de que lo ciber-ataquen desde Rusia o Venezuela cuando vaya a votar en unas semanas. No: el de Rodríguez y el de su amigo y el de todos los que los rodean es un susto más abstracto. Y es el miedo a que este miedo no termine. Y es el miedo a tener que elegir entre ser dinamitero loco independentista o ser unionista facho-plus; cuando hasta no hace mucho uno estaba tan pero tan bien no siendo ni eso ni aquello. Y siendo nada más y nada menos que uno mismo: normal, tranquilo, catalán y español y terrícola. Cuando se hacía promesas para el Año Nuevo y no para el próximo electoral 21 de diciembre del tipo “Prometo no volver a pensar en nada de esto después de ese día”. Y, claro, el susto de intuir que esa es una/otra de esas tantas promesas que Rodríguez no va a poder cumplir. Pero no es tan grave: en Cataluña nadie cumple sus promesas.

TRES Después –pero todavía antes de eso– están las cosas que sí se acaban para asustar aún más. Y que son muchas porque –con medio siglo de sustos– Rodríguez se adentra cada vez más y más profundo en la Era de las Últimas Cosas. Cosas que recién se perciben por última vez no cuando suceden sino cuando, en perspectiva, ya no vuelven a suceder. Ejemplo: Rodríguez supo que el Halloween ‘16 sería el último en el que su hijo pediría disfrazarse de monstruo recién cuando este 31 de octubre su hijo le comunicó que ya no quería disfrazarse. Y cuando le propuso ir a ver la nueva de Pixar, Coco, con calaveras y mariachi de ultratumba, su hijo lo despachó con un ácido “Ni lo-Coco”. Y lanzó una carcajada que a Rodríguez (quien ya no verá películas de Pixar en cines) le heló los huesos (y a Rodríguez le tienta, por unos segundos, el vengarse de su hijito comentándole que entre los planes de los independentistas está el reimplantar el servicio militar obligatorio; pero se contiene, lo quiere demasiado). Y falta menos –mucho menos– para que su hijo le sugiera que, de aquí en más, ya no hace falta que lo lleve y lo recoja del colegio. Y, de nuevo, Rodríguez sólo sabrá cuál fue la última vez solo después de que haya quedado atrás, pasada, irrecuperable. Y Rodríguez intuye que ahora, en Catalunya, están sucediendo muchas cosas por última vez. Y que eso trae una sensación de constante e inminente catástrofe. De asustante cuenta regresiva infinita. Como lo que contemplan en su tormentoso horizonte esos pop-multirreferenciales niños ochenteros y pedaleantes (como los de Super 8) que no se saben ecos de goonies-stand-by-me-e.t.-it. Y en el póster de la segunda temporada de Stranger Things esa perfecta tormenta escarlata y gualda y lovecraftiana que no es otra cosa que el llamado Azotamentes. Y Rodríguez se cruzó con algunas versiones de esos posters en las paradas de autobuses donde el “Welcome to Hawkins” ha sido tachado y corregido y cambiado por un “Benvinguts a Barcelona”. Y, sí, tal vez Barcelona sea el Upside Down de Hawkins donde –de pronto y según su hasta hace nada convencidos y convencedores pero no convincentes promotores– no hubo independencia ni preparación suficiente para el día después ni mayoría de catalanes con ganas de irse de España. Nada de todo. Y explican que “se dejaron llevar por la parte del relato más bonita y más épica”. Y los más desatados meten miedo y dan miedo y dicen, casi entre sollozos, que no se instaló la República para evitar una masacre en las calles con las que amenazaba el Estado español mientras la mala Europa miraba para otro lado y... Y enseguida avisan que el relato ahora es novela, novelón, saga, folletín. Que va para largo y con muchas temporadas por venir. Cosa más extraña no se ha ni vivido ni visto. 

CUATRO Y Rodríguez ve Stranger Things y la disfruta y recuerda los 80s. Y se asusta un poco cuando se hijo le pregunta, intrigado, qué hacían todos esos chicos y chicas, fuera de sus casas, todo el tiempo, tan desenchufados y traccionando a sangre y no a electricidad sus bicicletas, siempre juntos. Y Rodríguez cambia de tema y no le responde que “lo que hacen es pasarla muy bien, en persona y en vivo y en directo” porque está concentrado en esa criatura interdimensional y tentacular. Y Rodríguez piensa que la tercera temporada debería abrir un portal intertemporal al presente y que la pandilla sea consciente de que son retro y vintage y entonces qué susto, ¿eh? Rodríguez piensa cualquier cosa para no pensar en los pequeños e inmensos miedos “normales” y que tarde o temprano te alcanzan para darte lo suyo. Porque hay pocas sensaciones o sentimientos más generosos que el miedo. El miedo nos da miedo para que, enseguida, tengamos miedo. Y el miedo es algo que no nos interesa en absoluto experimentar en la no-ficción de nuestras vidas pero que no dejamos de disfrutar en las ficciones distrayéndonos de la inquietud de que la “palabra/expresión del año pasado” fuese post-verdad y la de este año sea fake-news. Y Rodríguez –temblando en pleno pos-procés y fake-independencia– no puede sino asustarse pensando que hay algo ahí que parece una turbia pero clara tendencia más allá de los poderes y piedad del Salvator Mundi. 

Pero quién sabe. Pasan cosas (y dejan de pasar cosas) cada vez más extrañas, sí. Y unos pasan y otros entran y el susto que no pasa y ¿miedo a qué entonces? Miedo a comprender que (y éste es el diagnóstico de la mente azotada de Rodríguez) todo parece indicar que aquí no va a pasar nada pero, al mismo tiempo, que no se va a acabar nunca. 

CINCO ¿Y habrá algo que asuste más que eso? ¿Será esto lo que sienten los fantasmas bajo sus sábanas: la inocurrente eternidad del por siempre lo mismo?

Y así Rodríguez escucha “Spent the Day in Bed”: nuevo single de Morrissey e indiscutible canción del invierno donde se recomienda no ver los noticieros diseñados para “asustarte y hacerte sentir pequeño y solo y sin mente propia”. 

Y, sí, mejor quedarte todo el día bajo las sábanas, pero sin hacerles agujeros para los ojos. Aunque Rodríguez –casi sin darse cuenta y como tantos otros– se pone de pie y la vida y el susto continúan. 

Y cruza la línea que separa al buuú (de quien asusta) al buuú (de quien se pone a llorar porque lo asustaron). 

Se escriben igual pero, ah, suenan tan pero tan diferente.