La postal del encantador y ordenado suburbio norteamericano de posguerra con casas parecidas, vecinxs felices y bienestar expresado materialmente se volvió tan icónica en el cine que basta con hacerla aparecer en la pantalla para que una sepa, casi sin dudarlo, que una película tratará de mostrar el otro lado -oscuro, por supuesto- de esa fachada lustrosa. Suburbicon, la nueva película de George Clooney como director, se interna en una fábula de ese tipo con un guión de Joel y Ethan Coen que terminaron Clooney y Grant Heslov. Es el año 1959 y la familia de Gardner Lodge (Matt Damon) parece instalada en una convivencia feliz: al padre le va bien en su trabajo, la madre, Rose (Julianne Moore rubia) está en una silla de ruedas pero no se queja, la cuñada (Julianne Moore castaña) se lleva bien con todos y el hijo de la pareja, Nicky (Noah Jupe), parece dócil y alegre. No se sabe mucho más sobre ellos pero está claro que la amenaza va a venir desde afuera; no, como podría pensarse, de los Myers, los vecinos negros que acaban de mudarse al barrio para espanto del resto de las familias, sino de un par de matones que una noche se meten en la casa de los Lodge y los duermen a todxs con cloroformo, aparentemente para robarles.

A partir de ahí empieza el desmadre, literal y metafóricamente, para esta familia: Rose muere, su hermana Margaret toma su lugar y muy pronto Gardner Lodge se vuelve sospechoso de haber armado alguna especie de plan macabro para sacarse de encima a su mujer paralítica (que quedó así después de un accidente de auto en el que manejaba él) y reemplazarla por la hermana que está como nueva. No es casual que el elegido para representar al patriarca de semejante banda de hipócritas sea Matt Damon, el buen tipo por excelencia, que progresivamente va mostrando su costado más siniestro, lo mismo que Julianne Moore. Mientras tanto en Suburbicon crece la agitación por la presencia de los negros -un matrimonio con un hijo del que Nicky pronto se hace amigo- y lo que empieza por una mirada torcida, un gesto silencioso de desaprobación, se llega a convertir en una horda furiosa que grita barbaridades desde el otro lado de los cercos que se levantaron para no ver a nadie que no sea blanco.

La película es clarísima con respecto al esquema que plantea, incluso demasiado: a pesar de que  todo se derrumba en la casa de los Lodge, nadie está mirando porque todxs están ocupadxs en sacarse de encima a los supuestos “enemigos” de la casa de al lado. Pero mientras los Lodge son personajes con conflictos, reacciones y una historia, de los Myers no se sabe nada en absoluto; solo están ahí para representar al otro y, salvo por el hijo, Andy (Tony Espinosa), que al menos habla, colecciona bichos y tiene algún tipo de interacción con Nicky, parecen estar posando, mudos, para una foto del maltrato racial más que actuando en una película –por otra parte, solo lxs niñxs y lxs negrxs son buenos en Suburbicon y se da a entender que son lo que parecen, mientras que todo el resto de los personajes, adultxs blancxs, son malxs y esconden algo.

El punto de partida para la fábula que Clooney pretende construir es muy débil, porque una vez que está establecido cómo es en realidad Suburbicon y cómo funciona hacia el interior (la falsedad que anida en cada hogar) y el exterior (la paranoia hacia los que son distintxs), no hay demasiado interés en la película, y eso hace que la segunda mitad sea casi prescindible, además de ser comedia negra no muy lograda. Se entiende que Suburbicon usa la escena del sueño americano para dialogar con el nacionalismo y el racismo del presente –y también advertir que el odio hacia un enemigo imaginario puede distraer del verdadero y podrido corazón del problema-, pero lo hace de una manera tan esquemática y pueril que no hace más que resaltar la profunda debilidad de ese progresismo para el cual basta con señalar el mal de la forma más obvia y unívoca posible.