El Hombre de la Barra de Hielo era real y lo veíamos a diario, arpillera al hombro y oliente a mugre, la chata detenida en calle Mendoza, hirviente en vapor. Los Titanes en el Ring dominaban la escena. Por ahí andaban el troley con la cornamenta torcida o el Valiant 2 hecho un bollo con Julio Sosa fenecido y las metrallas sonando durante el Rosariazo. La cocinera Chichita de Erquiaga traicionaba a su colega Doña Petrona de Gandulfo, moviéndole el espacio. Pavita a la York. Juanita, la ayudante con la cabeza gacha. Amadeo Carrizo, el arquero de River Plate sonriendo como un galán. Roma, el Hombre Mono que cuidaba los palos de Boca Jrs. Los Hermanos Gálvez en el Turismo Carretera hechos pulpa en una curva, Acavallo en una foto de saco blanco, Loche fumando en una whiskería, Colomba presentando una momia indígena en La Campana de Cristal. Arriba, en medio de flores artificiales, el televisor entre el mármol, la madera y con ese plástico delante para ver en colores. Francisco, el albañil reinaba en esa cocina. Fliper, Flica, La Morsa, la Tortuga, una Alicia aún no escrita por Charly García y el casamiento de Palito Ortega, El mundo al Instante, El Fugitivo, Mr. Ed El caballo que habla y la foto de otro equino negro en una revistita penetrando a la alemana rubia . Yo soñaba con barcos. ¿Qué salida al mar podría encontrar en ese barrio de cartón piedra donde nadie hablaba de porvenir, lucha ni gestas? Por un pasillo tapiado en enredaderas se aparecía Perón sonriente con las manos abiertas y a pesar de recibir descargas en el pecho, una a una se iba sacando las balas incrustadas en su guayabera y las mostraba a la gente como si le hubiesen hecho un chiste. Sonreía a la multitud con la actitud de un mago asintiendo con la cabeza
-¿Vieron? Es un truco pero nunca sabrán como lo hice. ¿Vieron?
De los dientes de su sonrisa salían estrellas que giraban y se ordenaban arriba muy en lo alto con forma de bola de espejos. Y cada bala tenía premio que había que canjear en los kioscos. Evita nadaba en lo hondo de la calle Zeballos durante la inundación y alentaba a no bajar los brazos ante el imperialismo. Llevaba una malla enteriza, cola de sirena con trigales. Los Canayas éramos despojados del primer título de campeón. Días luminosos con los discursos en blanco y negro de militares. Escuadrones, negrazos con escudos, chicas de minifaldas arrastradas de los pelos, lentudos tirando piedras a los tanques. Los días de vacaciones terminaban y mataban gente por gusto, pues se sabía, luego sobrevendría la llegada mágica, el portal fantástico confeccionado con el Santo Grial de la CGT, la revolución; un Juan Domingo cargando alforjas de oro arreando los tres camellos de Belén que expulsaban bosta con lucecitas para el arbolito anunciando tragedias justicieras, junto al cadáver indisoluble de Santa Evita. Bella Durmiente lacerada, lanzando rayos para hacer milagros, llorando pues temía que el sol la deshiciese para siempre. No le alcanzaría el tiempo para la Gran Tarea y eso le impediría culminar su obra de puebladas inconclusas, armas flamantes en un navío sueco que nunca habría de arribar. Lauchas pobres que darían la vida por ella, jovencitos rusos, católicos besamanos, maoístas atontados, sirvientas paraguayas. Don Francisco en ese cuadro se bamboleaba por los andamios. Esperaba a Perón. Yo despertaba de mis pesadillas con la cabeza caliente. Salía corriendo hacia su casa. Veíamos con él las peleas que tanto le entusiasmaban. Era un albañil prodigioso capaz de revocar la tumba de Rucci con las palmas de su mano. Luego se hizo contratista de obra pero nunca abandonó su mameluco. Era muy petiso pero lucía tan magnífico como un emperador romano y le gustaba estar con nosotros, los pibes. Fumaba mucho, Clifton creo, Derby algunas veces, y echaba el humo mirando la tevé con la mano apoyada en la barbilla, melancólico como un capitán de barco que esquivara los hundimientos, los arpones y los salvatajes. Cansado de muerte, en la altura con la cuchara decapitaba cabezas de gorilas. Un día dejó de hablar. Clown serio que atraviesa el escenario para barrer la pista luego de que se han apagado todas las luces del circo. Solo nos hablaba de los luchadores de Titanes en el Ring. Creía en lo que propalaba el aparato y él mismo se había tornado en un actor secundario, un héroe de la clase trabajadora, esmirriado y fuerte, con ojitos de ratón, allá arriba entre los capiteles y el cielo. Un semidiós sin físico de atleta pero con el coraje de un luchador. En las peleas El Caballero Rojo fue derrotado por primera vez y Don Francisco abandonó su entusiasmo, porque según su credo los buenos no perdían; Rosario Central no se iría nunca al descenso y sus hijos serían doctores. Un día Don Francisco enfermó de cáncer al pulmón y lo lloramos anticipadamente, mientras el Gran Karadagian en la siguiente pelea que antecedió a su partida, casi pone de espaldas al oso que le habían puesto como rival. Se enojaba gritándole a la pantalla que aquello era un fraude. Vino por última vez al Estoril a tomarse un aperitivo, pero ya la Funesta lo seguía y él lo sabía cómo nadie, pero en el fondo, esperábamos, como cualquier héroe que se precie, que la muerte le temería finalmente y no se animaría a llevárselo. Se despidió de mí tocándome la cabeza y augurándome iba a salir bueno como número nueve.
-Vas a ser un artillero igual que Artime.
Se subió al jeep antes de entrar al hospital y ser derrotado en la última batalla que no se televisó, porque ya el rating elegía qué era lo que vendía más o vendía menos. Alguien había arreglado la pelea.
William Boo era inocente.
A él también lo desaparecieron.