A los compañeros del antiguo y prestigioso Liceo de la ciudad de Cosquín. Y a sus estudiantes que eligieron, como una vez lo hice yo, estudiar en tiempos difíciles.
Comienza la cuenta regresiva del 2024 que puede resumirse en un “para qué te traje”. Sobre llovido, mojado: la coyuntura espanta, y le sumamos los años que atraen a la nostalgia. “Mal augurio hermanito”, decía un personaje de Norman Mailer- si no me equivoco en Los hombres duros no bailan-. Aunque, dentro de toda esta malaria que nos abraza con los puños cerrados, comienzan a gatillar los recuerdos, y algunos son gratos, como el que paso a contar.
Había finalizado mi formación inicial docente y me encontraba adscripto a la cátedra de Literatura Meridional Europea, dictada por Alberto Lagunas. Todo era Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, con largas reseñas cinematográficas (quien lo conoció puede dar fe de lo expresado). Logré introducir acaso, algo de Balzac, de Maupassant, Giovanni Verga -un cuentito-, Larra con algún artículo, y no mucho más.
Todo era “Correspondencias”, “El Albatros”, “El barco ebrio” y otros poemas de los denominados Simbolistas. Más o menos, hacia la mitad de setiembre -con meses ya de cursada-, Lagunas propone a los estudiantes la lectura de La Muerte en Venecia del alemán Thomas Mann. Rápido contesto refiriéndome a la “alemanidad” del autor - frente a todos y con poco código, debo reconocerlo-, a lo que el titular del espacio contrapuso, de manera exacta, su ambientación en Italia, precisamente el mezzogiorno europeo. Sin rencores ni vedetismos, nada más alejado del maestro, a la salida de la clase me recomendó la lectura de una novelita de Mann, una “tapada”, La engañada. Y cumplió su magisterio: me fascinó.
En la nouvelle -larga para ser cuento, corta para novela-, el nobel alemán nos sitúa en una atmosfera que bien pueden ser los cincuenta del Plan Marshall, o antes del ascenso nazi, la República de Weimar. Una viuda descubre el sentimiento platónico del amor en la figura de un joven profesor de inglés, norteamericano, al que duplica en edad. Tanto se entusiasma que el período menstrual otrora retirado, vuelve a su flujo. Engaño que a la mujer -reconocida amante de la fisis y del mundo de la naturaleza-, pronto se le develará en cáncer. Una ironía macabra, pero también, una ars poética.
Durante estos meses de octubre y noviembre, la trabajamos con mis estudiantes del Profesorado en Letras de la ciudad de Cosquín, pleno centro del país (el antiguo pequeño Cuzco del invasor quechua). Al releerla incurrí en las mismas visiones de la primera vez; me conmovió y ellos lo hicieron conmigo. Un joven acierta con la lectura de los dichos de la viuda en el lecho de muerte: “-Anna, no digas nunca que la naturaleza me engañó con cruel sarcasmo. No la injuries, así como yo no la injurio. Me voy a disgusto ... A disgusto me separo de ustedes y de la vida con su primavera, pero ¿es que habría primavera sin la muerte? La muerte es un gran instrumento de la vida, de manera que, si la muerte tomó para mí la forma de la resurrección y del goce del amor, no era eso una mentira, sino una gracia y un don”.
De repente se produjo un profundo silencio colectivo. Cada uno fue dueño del suyo. Yo en estas líneas puedo pronunciar el mío y habla de los referentes que intento imitar, porque ya no están… Mal augurio hermanito, al menos, por estos días.