La ciudad de Buenos Aires convirtió en un agravante de la figura de hostigamiento en el Código Contravencional, y también en una contravención por discriminación, el acoso sexual callejero, mal llamado comúnmente piropo. Ahora se podrá denunciar y debería tener un castigo. ¿Pero es la vía punitivista el camino para desterrar esos micro y  macro machismos tan arraigados culturalmente en nuestro país? La norma obliga al Estado a realizar campañas de prevención y concientización sobre esa problemática, que afecta fundamentalmente a las mujeres y especialmente a las más jóvenes cuando transita el ámbito público, las calles, los medios de transporte. ¿Cuántas leyes vinculadas a derechos de las mujeres prevén que se hagan campañas sistemáticas de sensibilización y no se cumplen? La lista sería extensa.  Si el propio presidente Mauricio Macri minimiza el impacto de este tipo de conductas sexistas, como lo hizo en su momento en declaraciones públicas en 2014, es difícil que se logre el cambio social necesario. Ese debería ser el objetivo: que los varones –porque suelen ser mayoritariamente ellos quienes acosan y hostigan callejeramente a mujeres– tomen conciencia de que se trata de una conducta que nos agrede y de la cual no podemos defendernos, no tenemos forma: frente a ese susurro pegajoso que llega a nuestros oídos con una guarangada en una calle oscura o a pleno sol, o después de ese toqueteo de pasada en un vagón de subte, no tenemos escapatoria.

No me imagino yendo a realizar una denuncia a una comisaría. Si no le toman la denuncia a mujeres con los ojos morados por la golpiza que acaban de recibir en su casa, dudo que se le dé prioridad a este tipo de presentación. Pero claro, la problemática de la violencia machista le estalló a las y los políticos en la cara, a partir de las movilizaciones de #NiUnaMenos, el histórico paro nacional de mujeres y las cifras de feminicidios que no nos dan tregua. Y algo tienen que hacer. Tal vez, el primer paso, asesorarse. Y el segundo, reclamar y votar presupuestos generosos para políticas públicas que contribuyan a pensar integralmente el problema, a dar respuestas oportunas en lo inmediato, pero también en el largo plazo. Los y las legisladoras que votaron la ley porteña podrán tener buenas intenciones. Pero no alcanza.

El año pasado, el 2 de julio, la Legislatura porteña aprobó otra ley que instituyó el 2 de octubre como “Día de Lucha contra el Acoso Sexual Callejero”. En esa norma se estableció que cada año, para esa semana, el Poder Ejecutivo de la Ciudad “realizará actividades y campañas de difusión para la visibilización y desnaturalización del Acoso Sexual Callejero, así como también para la erradicación de este tipo de violencia de género y de sus consecuencias”. Suena bastante ingenuo pensar –y votar– que se hagan campañas de ese tipo apenas siete días al año. La nueva ley, aprobada el miércoles, también prevé que campañas. En su artículo 4° dice: “El Poder Ejecutivo implementará campañas de  concientización sobre el acoso sexual en espacios públicos o de acceso público y sobre el contenido de la presente ley utilizando para ello todos los recursos y medios que tengan a disposición”. ¿Cuántos días al año las harán? ¿Más que una semana? Claro, que se hagan campañas durante una semana o diez días de campaña es más que nada. Sería interesante que el tema se tomara en serio. Por una vez.

En los últimos años la brasileña Sonia Correa se dedicó a reflexionar sobre la ley penal, para analizar cómo los sectores progresistas y feministas recurren en su búsqueda para resolver distintos problemas, sin darse cuenta –dice ella– del significado político de la ley penal, brazo armado del Estado. “Las consecuencias son fáciles de ver en el caso del aborto: más riesgo, la clandestinidad, y el otro efecto trágico, el encarcelamiento”, me decía hace pocos meses, en un foro internacional feminista en Brasil, esta académica investigadora asociada de la Asociación Brasileña Interdisciplinaria de Sida (Associaçao Brasileira Interdisciplinar de AIDS - ABIA) y cocoordinadora del Observatorio de Sexualidad y Política (Sexuality Policy Watch; SPW, por su sigla en inglés).

Y también, Correa, me dijo: “Si un proyecto incluye educación y ley penal, no tenga dudas de que lo que se va a implementar es la ley penal y no la educación, porque es estructurante de los Estados, sobre todo en un contexto de restauración conservadora como el que estamos viviendo. Antes que reclamar comisarías de la mujer hay que reclamar más inversión para el cambio cultural. La experiencia histórica demuestra que el aumento de la punición, en el caso de la violencia machista como en relación a otros delitos, no tiene efectos de reducción de esas prácticas. Se requiere de una transformación cultural profunda en las prácticas cotidianas para lograrlo. Cuando uno hace una apelación a la ley penal, lo que viene de inmediato, es la condensación del poder punitivo del Estado: más policía, más armas, más plata para eso y menos inversión en el cambio social y de las estructuras. Tenemos esa paradoja. En Brasil, el gobierno de Dilma aprobó una ley de feminicidio con aplausos de todos los sectores en 2015, con votos incluso de los sectores más conservadores, que después la iban a sacar de la Presidencia. Porque ahí hay una convergencia: cuando se pide más policía, más prisión, penas mayores, lo que los penalistas críticos llaman la hipercriminalización, el consenso es gigantesco. Tenemos leyes de femicidio y a la vez un ataque sistemático a las leyes de educación sexual integral y a la educación con perspectiva de género en las escuelas. No podemos no identificar esto”. En la ley de acoso callejero confluyeron los bloques más progresistas con el PRO.

No alcanza con sacarse una foto con un cartel que diga #NiUnaMenos. El problema de la violencia machista es lo suficientemente serio y tiene bases en la histórica desigualdad que vivimos las mujeres en la sociedad. Y para enfrentarlo es un imperativo pensar en desarmar esa matriz cultural, que nos está desangrando.