Nosotros no supimos que una vida sin héroes no es una vida hasta que una tarde El Soviético atajó tres penales.

Atajó tres penales, dieciocho pelotazos, seiscientos centros y dos naranjas fofas que le tiraron, desde un costado, dos rivales cobardes.  Atajó eso y más que eso El Soviético en aquella tarde porque en aquella tarde, además, teníamos el viento en contra y El Soviético lo atajó, y teníamos gotas de lluvia gruesas y empecinadas en contra y El Soviético las atajó, y teníamos a los dioses y a los diablos en contra porque, por estúpidos o por distraídos, habíamos ido a jugar a una cancha salvaje contra un equipo inmisericorde al que apoyaban hinchas que nos puteaban en abecedarios diversos y El Soviético, qué grande El Soviético, vio llegar esas puteadas y, como a los tres penales, como al viento, como a la lluvia y como a todo, las atajó, las atajó, las atajó.

El Soviético era modesto o, al menos, parecía modesto en comparación con otros personajes del barrio que se sentían Gardel porque andaban en un auto con dos puertas y caño de escape sonoro o porque, más mérito aún, conseguían novias. Decía, con sencillez, que atajaba todo porque su padre, Don Jesús, maestro en panadería, lo había educado desde muy chico en el arte de masajear harinas y eso, eso que cualquiera hubiera supuesto que conducía a ganarse el pan produciendo pan, le había modelado unas manos inmensas, seguras, fuertísimas e invencibles. “Alguien que aprende a hacer el pan no puede no ser buen arquero”, conjeturaba El Soviético, con la misma solvencia con la que modelaba medialunas de grasa o atrapaba un penal atrás de otro penal.

Hijo, entonces, del panadero Don Jesús era El Soviético. Y, como si le fuera necesario ratificar identidades, hijo también de la panadera Doña Jesusa y nieto de una cadena de señores Don Jesús y de señoras Doña Jesusa que, viajando en el tiempo, se eslabonaba casi hasta la Edad Media siempre haciendo el pan, siempre con las manos. Lo reivindicaba El Soviético: “Si en España o en la Argentina una persona no comió un cacho de pan salido de las manos de mi familia, esa persona todavía no sabe lo que es el pan”. Lo reivindicaba El Soviético, que, de no haber existido el fútbol, los penales, las manos que atajaban penales y el pan que forjaba manos para atajar penales, habría sido El Panaderito, El Gallego o, nomás, Jesús o Jesusito, el nombre con el que, inevitablemente, figuraba en los documentos. Pero no era nada de nada de esas nomenclaturas previsibles y lógicas porque era El Soviético.

El Soviético se volvió El Soviético a causa del único soviético que nosotros conocíamos en ese barrio de gallegos y de árabes, de judíos y de tanos y de vascos, de bolivianos y de gitanos, de dos franceses y de una inglesa, de descendientes de algún cacique y de provincianos de quince provincias, de laburantes y de futboleros, de explotadas y de explotados y de ningún soviético. No importaba: ese único soviético que nosotros conocíamos resultaba suficiente como para que repitiéramos la palabra “soviético” y los labios nos temblaran. ¿Cuál soviético iba a ser? Lev Yashin.

A Yashin, en verdad, jamás lo habíamos visto atajar tres penales o vientos en contra o gotas de lluvia o naranjas fofas. No lo habíamos visto porque Yashin se dedicaba a ser soviético y a ser arquero en una época en la que casi nada se veía y casi todo se imaginaba. Los cronistas deportivos a los que leíamos o escuchábamos acaso tampoco habían visto nunca a Yashin y acaso también ellos lo imaginaban, pero su prédica nos convencía de que Yashin bordeaba lo perfecto. Se vestía de negro, tan de negro que intimidaba a las pelotas que se le arrimaban y las hacía renunciar a la tentación de transformarse en goles. “La Araña Negra” lo habían bautizado porque trazaba sociedades con el aire y escalaba donde no había escalones hasta capturar bombardeos en los ángulos de los arcos. Una vida sin héroes no es una vida y el lejano Yashin era uno de los nuestros.

A Yashin no lo habíamos visto, pero sí vimos cómo El Soviético atajó tres penales en una tarde. Y cómo en esa tarde, después del primer penal, y del segundo, y del tercero, cada uno de los otros y cada uno de nosotros susurró, murmuró, repitió y, al final, gritó una evidencia asombrada: “Es como Yashin”. O hasta mejor que Yashin porque Yashin habitaba nuestra imaginación y El Soviético, nuestro Soviético, estaba por encima de eso, haciendo lo que no hubiéramos podido imaginarnos.

“¿Cómo andan los penales, Soviético?”, lo interrogaban las damas del vecindario que se acercaban a la panadería con fe en que esa colección de manos familiares pariera el mejor cuarto kilo de miñones de la historia. El pan no defraudaba y los siempre humildes relatos del Soviético, tampoco. “Alguien que aprende a hacer el pan no puede no ser buen arquero”, argumentaba cuando vecinas y vecinos se iban enterando de hazañas últimas y penúltimas. Una de esas vecinas, algo distante del fútbol, inclusive explicó en su hogar que los cronistas deportivos hablaban mucho de Lev Yashin, al que le decían “El Soviético” porque atajaba casi tan bien como nuestro Soviético, el de la panadería.

Una vida sin héroes no es una vida, pero a muchos héroes, además del rol de héroes, les toca el olvido. El Soviético, con algunos achaques en las muñecas de tanto amasar y amasar, con unas cuantas crisis económicas nacionales condenándolo a sudar más horas cerca del horno de la panadería que del calor de los tres palos, fue abandonando el arco. Y, cuando quisimos darnos cuenta, ni nosotros estábamos del todo seguros de que la tarde de los tres penales y otras proezas habían ocurrido.

Por ejemplo, poco antes de morirse, Don Jesús, el padre del Soviético, aseguró que en la semifinal de un campeonato de panaderos de hacía algunos lustros, El Soviético había batido su récord al atajar no tres y ni siquiera cuatro penales, sino cinco. El quinto, casi dramático, se lo tapó a otro panadero que pateaba como una mula porque se había entrenado preparando pan con los pies. Ni así. El Soviético le había contenido su remate con una naturalidad idéntica a la que usaba para elaborar facturas. Gran macana: muchos evaluaron que Don Jesús parloteaba un delirio de viejo y no le creyeron nada.

Más o menos lo mismo sucedió cuando en la panadería del Soviético se apareció un sacerdote de edad mediana que aseguró que antes de subirse al púlpito había sido un pateador infalible de penales que jamás visitaba algún templo. “Cuando El Soviético me atajó un penal, el único que erré  y que erraré, advertí que los milagros eran posibles y se me reveló mi vocación real”, contó, al tiempo que se persignaba. En el barrio, la anécdota retumbó bonita pero fue interpretada como la acción ingeniosa y desesperada de un cura para recuperar fieles en una era en la que demasiados miserias invitan a no creer en nada.

Para colmo, hubo otro héroe al que la desmemoria, esa máquina de confundirnos, sacó de la escena: Yashin. Decenas de arqueros a los que no hacía falta imaginar porque, salvo la injusticia en el reparto del capital, todo empezó a televisarse le arrebataron a aquel soviético imbatible su condición de prócer. Muchachitos envueltos en buzos verde fluo, con guantes rojo cobre o con calzas azul cielo conquistaron los horizontes del heroísmo y mandaron al baúl de las enciclopedias al pobre Yashin. La nieta de aquella vecina que había supuesto que Yashin era un émulo de nuestro Soviético pisó una mañana el suelo de la panadería y confesó entre indignaciones que una de sus peores parejas, profesional de la mentira, le había insinuado que, hacía décadas, un arquero se vestía todo de negro. “La hormiga, dijo que le decían”, añadió la piba. El Soviético, en el umbral de la tristeza, apenas oyó y calló.

Una vida sin héroes no es una vida y quizás eso, una vida sin vida, se había vuelto la del Soviético. O, tal vez, eso acontecía con nuestras vidas. Sin embargo, una vida sin héroes puede volverse un vida con héroes porque eso es de lo más hermoso de la vida: que pase lo que no está pasando, que pase lo que pensamos que ya no tendremos la suerte de que nos vuelva a pasar.

Una tarde semejante a la de los tres penales, de cara al televisor, con las ventas aquietadas por una renovada crisis de la economía, El Soviético miró el pronóstico de la temperatura, el rostro desencantado de una vedette que bramaba contra su ex y la repetición de un gol de hacía dos fechas. Y en eso, surgió Yashin. Yashin brillaba ahí, brillaba de negro y elástico, escalando donde no había escalones y rumbo hacia el ángulo imposible para seducir a la pelota. Yashin, el soviético, la imagen del póster oficial del Mundial de Rusia.

El Soviético no miró nada más. Saltó, voló, lloró, salió a la puerta de la panadería, convocó a cada uno de nosotros, al barrio, a la humanidad. Para cuando llegamos, el póster oficial del Mundial de Rusia o no el póster, al cabo un detalle, sino Yashin, el inmenso Yashin, relucía en una de las paredes de la panadería, rodeado de medialunas y de miñones. “Una vida sin héroes no es una vida”, había escrito El Soviético debajo del póster con sus manos infinitas. Como en aquella vieja tarde, nosotros comprendimos que eso era cierto y que enfrente se nos erigían dos individuos felices: Yashin y él.

Después, para celebrar el momento, la vida o todo junto, agarramos tres panes caseros y se los tiramos al Soviético. Una vida sin héroes no es una vida: por supuesto, los atajó.