El cuento por su autor
Hace unos veintipico de años Daniel, el papá de mi amiga, nos dijo en Ezeiza: “Sentido común, cuídense, y lo más importante, tengan sentido común. Nosotras teníamos 23 años y los pasaportes en las manos.
Así, sin aviso, una frase tan repetida, casi de catálogo se me prendió a la memoria. La guardé otros veinte años para repasarla cada tanto como un álbum de fotos. Un recuerdo medio sonso, pero indeleble.
Fue en plena pandemia, mientras daba vueltas por mi casa y escuchaba la radio para estar informada, para saber cuáles eran los riesgos que afrontaba la humanidad, cómo cuidar a los padres, cómo a los hijos, que me volvió la frase. Volvió la frase y se transformó en este relato: “Sentido común”.
Me gusta la palabra común porque entra casi todo. Se estira y se achica a la medida de quién la use. En ese entonces, mi amiga y yo dispusimos nuestro sentido más común de veinteañeras, de hijas. Sospecho que nada tenía que ver con lo que estaba pensando Daniel. Sospecho no, estoy segura.
Con esa frase, con la adultez, sumando algunas experiencias junto a mis hijos, me dispuse a construir esta ficción donde una madre desanda todos los sentidos comunes que alguna vez tuvo, hasta ver cuánto queda en ella de los que ya no tiene.
Sentido común
Pasamos las piernas entre las cintas del arnés y cerramos el broche plástico de la cintura. El gancho metálico queda suelto para cuando sea nuestro turno. Miro para atrás. La fila es larga y cubre todo el puente colgante de madera que es angosto y frágil. Estamos cerca, por eso ya nos entregaron los arneses.
-Parece que tenemos pañales -digo.
Juana se ríe. No cree que alguna vez yo también haya usado pañales. Se lo digo:
-Yo también usé pañales, no nací vieja como me ves.
—Shh, basta mamá.
Shh es lo que más me dice ahora que es adolescente. Me deja en claro que la avergüenzo. No importa lo que diga, a ella le parece desubicado. Antes que a nosotras le toca a un pibe alemán, lo había escuchado hablar. Es muy alto y grueso, no gordo, grueso, se mueve seguro, parece nacido para la tirolesa. El pibe del centro turístico le ata el gancho a un cable de acero que, a su vez, está agarrado a una roldana. Después levanta el pulgar derecho. Es una pregunta internacional. El alemán le responde levantando el pulgar y no le dice nada más. Así, sin despedida, da un paso al vacío y sale disparado. No grita, otros sí. El pelo colorado del alemán es una cresta encendida que se aleja por el valle. Recién ahora, que veo lo chiquito que se va haciendo a medida que avanza, me doy cuenta de que esto es enorme. Kilómetros de vacío hasta que algún alguien te ataja del otro lado. No es lo lejos lo que más me impresiona, es lo alto. Las piernas le cuelgan agarradas del pañal, lejos, muy lejos de hacer pie. Lo miro fijo, aunque veo mal y estoy sin lentes, sigo concentrada en el alejamiento de la cresta encendida hasta que veo solo una llamita, un bulto, un punto. El alemán robusto es un punto. Finalmente, el paisaje se lo traga y desaparece.
Increíble.
Es una locura que estemos acá. Quiero volver el tiempo atrás. No haber entrado en esa fila de camperas inflables, no haber pagado el ticket, no haberle insistido a Juana para que se animase a la tirolesa más larga del país. Y otra vez, como cada vez que quiero volver el tiempo atrás, me viene la voz de Mariano, nítida; aunque Mariano ya esté borroso su voz sigue siendo nítida, sobre todo esa que usó el día que firmamos el divorcio. Estábamos alrededor de una mesa, Mariano, las abogadas y yo. La mesa era de madera oscura, pensé que parecía una mesa de comedor de una tía muerta que algún juez había decidido llevar a tribunales. Puede que siempre haya sido oscura pero, seguro, se había ennegrecido con el manoseo de los divorcios. La abogada de Mariano era flaca, eso empeoraba todo, además, estaba vestida como yo me visto para ir a una fiesta. ¿Qué tienen esas minas en el cerebro? ¿Madera maciza? Puse las manos sobre la mesa. Era un momento importante. Escriturar el fin del amor, con sus venturas y desventuras. Me había pintado las uñas color borravino.
-Juani, ¿a ver tus uñas?
Juana se hace la que no me escucha.
-Juani, es feo que te comas las uñas, tendrías que ponerte un brillito.
-Shhh.
Apoyé las manos sobre la mesa oscura para que Mariano las viera. Le iba a demostrar lo bien que estaba. Esperaba que dijera te pintaste las uñas color violeta, qué raro. Mariano siempre fue básico con los colores. Violeta no, borravino, diría yo. Tenía la escena estudiada como si fuera una actriz. Paula me había dicho que era lo mejor, visualizar la escena para controlar la situación. Pero Mariano no dijo su parte, en cambio dijo:
-Si pudiera volver el tiempo atrás…
-Es borravino -dije.
-¿Qué?
-Nada, dejá.
Es el turno de la chica, la novia del alemán. Después nos toca a nosotras.
Me callé. Era un desastre. Toda la escena estaba saliendo mal. Para empezar, Mariano tendría que haber ido de camisa y no con remera. ¿Era a propósito, para hacerme enojar? ¿O no tenía ninguna camisa planchada?
A la noche, y durante muchas noches, se me ocurrieron un montón de respuestas que en realidad hubieran sido preguntas:
¿Atrás adónde, Mariano? ¿Hasta antes de que se rompa todo, te hubiera gustado que no nos separáramos, o más atrás y no haber tenido a Juana, o más todavía y no haberme conocido, o directamente hubieras preferido no existir vos? Porque si te vas muy atrás hasta vos desaparecés, Mariano.
Claro, no dije nada de eso. No dije nada. Pero lo diría si pudiera volver el tiempo atrás. Le hubiera dicho eso y, principalmente, no me hubiera puesto en esta fila.
De ninguna manera me voy a tirar. De ninguna manera voy a permitir que Juana se tire. Mariano no me lo perdonaría.
-Juana, es una locura, no nos vamos a tirar.
-Shh, basta, mamá, yo me voy a tirar.
Miro para atrás otra vez, la fila es infinita, está lleno de gente dispuesta a hacer cualquier cosa. Está lleno de gente joven. Muy joven. Me doy cuenta: soy la más vieja de la fila. Ese es el problema, que la tirolesa ya no es para mí, no importa cuántas veces me haya tirado a los veinte. Por otro lado, Juana es la más joven, eso es lo otro que pasa, que tampoco es para ella, no importa cuántas veces vaya a tirarse a los veinte.
Espero que el pibe nos atienda. Espero mi turno para hablarle.
-Hola, sí, mirá… -digo, como para que vaya interpretando. El pibe es como de cera. No interpreta. Entonces sigo, trato de ser clara-. Nos arrepentimos, creo que ella es muy chica, capaz en unos años volvamos. O vuelva ella.
-Yo no me arrepentí —dice Juana.
El pibe me mira, yo niego con la cabeza, es una decisión tomada y el muñeco de cera ya lo entendió. Nos señala un banquito que está atrás, en un rincón de la plataforma.
-Esperen ahí -dice.
-Perfecto, muy amable -digo.
-A las seis, con el cierre, vuelven conmigo.
-Ah –digo-, pero faltan cinco horas.
El pibe mira el reloj.
-Sí, puede ser, cinco horas.
Puede ser no. Es, son.
La base es de dos por dos, así que nos movemos con cuidado hacia atrás hasta el banquito y despejamos el lugar del salto. El pibe nos mira como esperando algo. ¿Qué quiere? ¿Qué mierda quiere? Que le ponga onda porque es larga la tarde.
-Los arneses -dice.
Claro, los arneses.
Juana se desabrocha en silencio. No me habla. Esa es la otra opción de Juana, o me calla o se calla.
Estoy tranquila, a la larga, es un aprendizaje para ella: que los grandes también nos equivocamos, que cada cosa a su debido momento, que no hay mal que por bien no venga, y la verdad, el paisaje es una maravilla.
-Juani, mirá qué divino el paisaje.
Que mamá también puede tener miedo.
Que soy una pelotuda, sobre todo cuando me creo que tengo veinte. Y que me merezco que Juana no me hable nunca más.
Juana tampoco me mira, se come las uñas, no le voy a decir nada, está apenas girada en el banquito, se apoya en la baranda de madera y mira para el otro lado. Mira el paisaje que es hermoso. Yo en cambio le miro la espalda al pibe, de lejos no veo bien y vine sin los lentes. No me da vergüenza mirarlo porque él no me ve. Es de esos pibes que parece que vinieron sin culo. Me dan ganas de hundirle la mano en los bolsillos del jean para ver si pasa del otro lado. Parece que tiene un hueco vacío entre el torso y las piernas. No es mi tipo. Aunque él me vea vieja, yo tengo derecho a que no sea mi tipo.
Miro el reloj. Va a ser larga la tarde.
-¿Juani, está noche comemos pasta?
No me contesta. Obvio. Parece que Juana, con sus catorce, está más dispuesta a aburrirse sola que conmigo.
La fila de gente que pasa y se tira es constante, uno, otro, chicos, chicas, son todos iguales con la ropa de trekking. Cuánta gente de veinte años puede haber. Es un desfile descarado. Y se ríen, gritan cuando se dejan caer. Me gritan los veinte en la cara.
-Parece a propósito -digo.
-Shhh -dice Juana.
Por suerte rompió el silencio.
Quisiera explicarle que es por sentido común que no nos vamos a tirar. Que por un momento me embalé, pero que siempre tiene que primar el sentido común. Eso me decía mi papá justamente a mis veinte.
Paula y yo teníamos las mochilas al hombro. Dos meses a Europa.
-Chicas, cuídense y tengan sentido común, siempre; sentido común.
Nosotras subíamos por la escalera mecánica, movíamos las manos con los pasaportes recién sellados y sonreíamos mostrando todos los dientes que pueden entran en una boca. Parecía un buen consejo el que nos daba, si no fuera porque nuestro sentido común y su sentido común no tenían nada en común.
Para Paula, común era enamorarse. Esa era su debilidad y la mía también porque en un viaje se comparte todo y más las debilidades. El amor viene, casi siempre, con el miedo, claro, a perderlo. En ese momento yo no lo sabía, pero intuitivamente no me enamoraba de nadie, y así disfrutaba del no miedo, esa era mi fortaleza, y la de Paula también. El viaje se fue torciendo por un nuevo romance de Paula y en lugar de pasar dos meses recorriendo Europa, habíamos pasado quince días en París y nos habíamos tomado un vuelo barato al culo del mundo, o más bien todo lo contrario, vivíamos en el culo y nos habíamos ido a medio oriente, que es el medio de un montón de mundo. Ahí estábamos, en el desierto, a orillas del Mar Rojo, en una aldea beduina del norte de Egipto, sin electricidad, sin teléfono, sin otras mujeres (las mujeres vivían en la montaña) y, sobre todo, sin haberle avisado a nadie.
¿Sentido común? Paso.
Yo estaba feliz. Paula, enamorada. Ella pasaba las tardes entre las dunas con el beduino… cómo se llamaba el beduino.
-Juani, ¿te conté la historia de Paula y el beduino?
No contesta. Va a ser difícil ablandarla.
-¿No te acordás del nombre del beduino?
Me mira. Veo un dejo de maldad en sus ojos. Eso lo heredó de Mariano. Él también sabe hacer eso con los ojos.
La aldea duraba tres cuadras de las nuestras y tenía el espesor de cuatro chozas. Las chozas que daban al mar eran totalmente abiertas, tenían alfombras coloridas y siempre había algún beduino que te convidaba té. Atrás había chozas con techo de paja. En una de esas dormíamos con Paula. ¿Agua caliente? No. ¿Papel higiénico? Poco y caro. ¿El mar? Medio frío.
Mientras Paula merodeaba el desierto con el beduino del amor, yo jugaba torneos de backgammon con otros tres beduinos y también había un holandés, pero él no jugaba, miraba. Fumábamos narguile, fumábamos hashish, tomábamos té y batíamos los dados. Eso durante horas. Muchas. Teníamos tiempo. Pero no tiempo como el de ahora, ese era tiempo de verdad. Sin miedo a gastarlo. Nos sentábamos en el piso, sobre las alfombras, ellos con sus túnicas y sus turbantes, todo blanco menos ellos que eran negros. Yo con mis veinte, que pesaban menos que una mariposa, me zambullía en el negro sin fondo de sus pupilas. Uno de los tres tocaba un tambor chiquito que se encajaba entre las piernas, estaba siempre agachado, en cuclillas, por debajo de la túnica se le veían los dedos de los pies. Negros con uñas blancas. Los otros dos beduinos, los que no tocaban el tamborcito, tenían barba, también negra. Y así la tarde se iba, sin sentido, y era común.
Miro a la próxima víctima que se va a comer el paisaje, tiene tantas cosas puestas que no podría decir si es chica o chico. Lentes, casco, campera, borcegos. Creo que es chica, por el grito agudo que pega al caer. El grito suena amplificado por el silencio desesperante del paisaje que tiene hambre.
-No hay pájaros -digo a nadie.
También se los comió el paisaje.
Solo se escucha el puente, que se queja, avisando.
Cada tanto pasaba lo mejor, los dados golpeaban el tablero y salía un doble seis, y gritábamos y bailábamos. Yo cantaba negrito cuando yo bailo, si bailo de noche y día… y ellos cantaban algo, que por supuesto yo no podía entender. El holandés aplaudía, pero no cantaba nada.
Cuando nos despedimos, Paula lloró desconsoladamente por el beduino. Eso es lo que no me convencía del amor, hasta unos años más adelante que me agarró desprevenida.
Mariano se me cruzó una tarde de verano por la vereda del sol. Me encandiló. En ese momento, y por mucho tiempo, tuve la certeza de que era amor, del bueno. Paula se reía de mí.
-Estás hecha una idiota -me decía.
Puede ser que tuviera razón, porque con el amor negocié también que me entraran los primeros miedos fuertes (a perderlo). Ese fue el primer signo de que estaba cambiando mi antiguo sentido común. Mi sentido se iba acercando al sentido de mi papá.
Después, lo obvio: nos casamos y nació Juana. El nacimiento de Juana alivió bastante el miedo a perder a Mariano, pero me trajo otro miedo mucho más grande, exactamente del tamaño del hueco que separa las estaciones de la tirolesa. Un miedo indestructible, inabarcable como el paisaje, para siempre, uno sin opción: que algo malo le pasara a Juana.
Entonces fue el fin, mi sentido común se unió definitivamente al de mi papá.
Un rato antes de llegar al aeropuerto estábamos en la autopista, yo manejaba porque a la vuelta le iba a tocar manejar a él. Tenía el viaje por delante y el apuro por subirme al avión me hacía pisar cada vez más el acelerador. Entonces, antes de decirme lo del aeropuerto, lo del sentido común, me dijo:
-Manejá más despacio, que yo voy con mi hija.
Nos habíamos reído. Yo me había reído, él no.
Era una verdad, no un chiste.
Quise decirle a Juani que era imposible que yo me tirara porque estaba con mi hija.
Quise también decirle que los padres y las madres… que los veinte… que el amor…
-Mamá, ma -dice Juana mientras me golpea la rodilla.
-Qué, qué, no me grites, ¿qué pasa?
-Pasa que no me contestás, mamá.
-No te escuché, Juani.
-Estás sorda.
-Qué pasa, chiquita.
-Quiero ir al baño.
Juana quiere ir al baño. ¿Y ahora?
La vida es una caja de sorpresas escondida atrás de un inodoro.
Me levanto del banquito, como una alumna atrevida que deja la penitencia y le toco el hombro al muñeco de cera. Se da vuelta y nos mira, tiene los ojos más abiertos, como sorprendido de que siguiéramos ahí. Y sí, muñeco, adónde íbamos a estar.
-Quiere ir al baño —digo, y miro para donde está Juana.
-En la base de llegada. Allá tienen baño.
¿Es estúpido o tiene alzhéimer?
-Claro, pero no nos vamos a tirar.
—Entonces a las seis.
Miro el reloj.
-Pero faltan tres horas.
-Puede ser.
¿Puede ser? Por qué no te vas un poquito a la mierda, pendejo sorete.
-Ma, me hago.
Entonces pienso: ¿puente? Está ahí, a unos poquitos metros, permiso, permiso, es una emergencia, pónganse de perfil. Toda la tarde había estado escuchando al puente. Que avisaba.
Actúo. Al carajo el sentido común y el pibito éste que se cree el rey de la tirolesa. Encaro, con voz firme, a las dos minitas que esperan con los arneses puestos, me la juego a que hablan castellano.
-Chicas, mil perdones, pero hubo una confusión, nos toca a nosotras.
-Pues, pero vosotras no estabais en la fila.
-Pues, fijate que sí, que hace dos putas horas que estamos dejando pasar gente en nuestro turno. Y ya está, se acabó, nos decidimos.
Las gallegas se miran, creo que piensan que lo más práctico, para sacarse a la vieja loca de encima, es entregarnos los arneses. Y tienen razón.
-Juani, vení, ponete el arnés que nos vamos a tirar.
-Pero, ma, ¿no es peligroso?
-Sí, mi amor, el mundo es un lugar peligroso.
Juana se tira primero, no podía correr el riesgo de tirarme y que ella no se animara. El pecho se me cierra como un bicho bolita. Hay pocas cosas más traumáticas que ver al paisaje comerse a tu propia hija. Los ojos húmedos. El corazón pidiendo permiso para salirse del cuerpo.
Siento una mano en el hombro.
-Mujer, tranquila, la niña está pasándoselo de maravillas.
Entonces, cuando ya no se ve nada de Juana en el aire…
-Señora, le toca a usted.
-Sí, sí.
Me acomodo en el borde de la plataforma. Ya estoy enganchada. No puedo creer que lo esté por hacer. Miro a mi alrededor, el mundo es una maravilla.
-Señora, tírese, que tengo que seguir con la fila.
Me quiero tirar.
Me quiero tirar, pero el cuerpo no me responde. Me tiembla. Todos y cada uno de mis músculos. Y me falta el aire. Voy a morir.
-Me muero -lo digo.
Siento que voy a morir ahora. No cuando me tire, sino ya, y Juana está sola.
Juana, con suerte, está sola del otro lado.
Estoy adentro de un placard cerrado con llave. En medio de la naturaleza más abrumadora y no puedo verla, no veo nada. Necesito ayuda, me doy cuenta, le hablo al pibe.
-¿Por favor, serías tan amable de empujarme?
-No puedo, está prohibido.
-Pero no se va a enterar nadie.
Las gallegas asienten.
-Me compromete, señora.
Entonces una de las gallegas, supongo que la que me había puesto la mano en el hombro, se le mete adelante al pibe y me empuja al grito de:
-¡Cojones, amiga, cojones!
Vuelo.
Vuelo y vuelo.
Doble seis.
Vuelo.
Cruzo un beso una tarde de verano por la vereda del sol.
El viento en la cara, en el cuerpo, en el pecho. Bailo con beduinos. Adnán, se llamaba Adnán. Subo una escalera mecánica.
Fumo. Piso el acelerador a fondo. Vuelo. Con mi pollera amarilla.
Toco el cielo. Siento un gusto en la boca, sonrío, lo saboreo. Es gusto a sin miedo. Gusto a veinte.
Entonces el paisaje, con delicada voracidad, me come.