Si la lucha por la igualdad de género fuera un partido de tenis sería genial: en realidad, las cosas no son tan fáciles ni se definen en el transcurso de un set, pero La batalla de los sexos es una película sobre un momento de la historia, brevísimo, en el que pareció que eso era posible. Claro que se trataba de un juego, de una apuesta más bien socarrona por la cual el tenista veterano Bobby Riggs, de 55 años (interpretado por Steve Carell) desafió a la número uno del tenis femenino, Billy Jean King (Emma Stone), de 29, a un partido que se suponía legendario. Mujer contra varón, o cómo en el rebote de una diminuta esfera amarilla se podían sortear interminables debates, discusiones y luchas materiales. La batalla de los sexos se basa en ese enfrentamiento real, que tuvo lugar en 1973 y por supuesto fue ante todo un show, para mostrar el contexto en el que se dio el desafío de Bobby Riggs -que no tenía reparos en referirse a sí mismo como un cerdo machista, casi la parodia del machista básico- a la campeona del tenis femenino.

Pero la película reserva ese gran clímax que es el partido entre King y Riggs para el final, y se ocupa durante casi una hora y media de contar quién era cada unx de estxs deportistas, qué motivaciones tenía para jugar y qué estaba implicado en ese encuentro sobre la cancha de dos jugadores que representaban a su género pero también a sí mismos. Lxs personajes de lxs dos tenistas se despliegan casi en paralelo y no se encuentran sino hacia el final; quizás, ahí reside una debilidad de la película. Porque la insólita pregunta por la superioridad de un sexo sobre otro podrá quedar para siempre en suspenso, pero la superioridad del personaje de Emma Stone por sobre el de Steve Carell es indiscutible. Carell no es el tipo de comediante que pueda hacer de un personaje mediocre una creación maravillosa, y en general funciona bien como actor cuando las películas son sólidas; acá, por más que eche mano, y con bastante sobriedad, de las morisquetas habituales, no puede hacer que el pequeño drama de Bobby Riggs -una compulsión por apostar que lo lleva a arriesgar su matrimonio- tenga el mismo nivel de intensidad que la historia de Billy Jean King. 

A él le toca la esposa reclamera (una Elizabeth Shue con la cara en perfecto estado de envejecimiento natural, asombrosa y regia), el grupo de autoayuda y la autoparodia como destino póstumo; a ella, los destellos del movimiento de liberación femenino y un triángulo amoroso que anticipa, también, la lucha por los derechos LGBT. La película parece más bien errática cuando se ocupa de Riggs, y brilla cuando, por ejemplo, Billy Jean King y Gladys Heldman (Sarah Silverman) se enfrentan al director del US Open por la paga muy inferior que se pretende dar a las mujeres en comparación con los tenistas varones, o cuando consiguen a Virginia Slims como sponsor para financiar su propio circuito femenino. La batalla de los sexos se toma todo el tiempo del mundo para retratar a Billy Jean -a cargo de una Emma Stone físicamente transformada, casi irreconocible-, una luchadora que no solo no pensaba tolerar las desigualdades de siempre sino que tampoco quiso prestarse al circo montado por Bobby Riggs en un principio. La escena en la que conoce y se deslumbra con una peluquera en un salón es directamente hipnótica, y los avatares de una relación difícil, que implica una serie de decisiones que la tenista todavía no está lista para tomar, casi constituyen una película aparte. Pero a la vez, cuando todo confluye en ese partido final, el aire es tenso porque una entiende perfectamente (lo acaba de experimentar) todo lo está en juego. Las buenas películas de deporte son así, y La batalla de los sexos logra, sin ponerse panfletaria, ser eso y al mismo tiempo tanto más, incluso una película oportunista en el más feliz de los sentidos.