“Alguien me dijo alguna vez que yo era el tipo menos ansioso del mundo”, cuenta Pablo Fayó con una sonrisa. “Bueno, todo esto está poniendo a prueba ese título”.      

Cuando dice todo esto, Fayó se refiere en realidad a una sola cosa: Algo Fayó, el documental de su amigo Santiago García Isler, que se pasó poco más de un año filmando una cotidianeidad bohemia y atorrante, la vida de un fanático de las historietas que supo demostrar ser el mejor dibujante de la narrativa a cuadritos de una generación que llegó tarde a lo que supo ser un oficio, y en la deriva de sus deberes y quereres finalmente encontró su lugar y su sustento cantando tangos de bar en bar. Un particular recorrido que de alguna manera se encarna en ese apellido de apenas cuatro letras, con indispensable acento al final, que siempre ha resultado una carga, según confiesan Fayó padre, y su hija Mora, al promediar el metraje de la película. 

Mientras hacen monerías en un vagón de tren de la línea Mitre, viajando por la zona norte del Gran Buenos Aires, cuentan en esos minutos reveladores que en ninguno de sus días alguna vez faltó –por ejemplo– un “no me falles” de parte de algún amigo, un desconocido o, peor aún, un profesor o figura de autoridad. “Todos ustedes pueden fallar, pero nosotros los Fayó no podemos hacerlo”, explica entonces el artista que justamente encarna algo así como una curiosa pero irresistible falla en el sistema, ya que los dibujantes de historieta no suelen terminar cantando tangos. Aún cuando nadie sepa, en realidad, cómo deben terminar los dibujantes de historieta, ni de dónde vienen los cantantes de tango. “Yo nunca quise ser nada, ni siquiera dibujante de historietas”, asegura Fayó. “¿Viste cuando sos chico, que te preguntan qué querés ser cuando seas grande? Bueno, no recuerdo haber respondido nunca nada. Ni bombero, ni astronauta: nada”. 

Lo que terminó siendo Fayó, entonces, tal vez haya sido fruto de lo que le dijeron los demás: esa historieta que le supieron celebrar, ese tango que le dejaron volver a cantar en público, esa película que aceptó que se comenzase a filmar, y ahora empieza a agobiarlo con su presencia. “Yo siempre digo que nunca decidí nada en mi vida, que las cosas se fueron dando”, intenta explicar. “Pero tengo un amigo que dice que todos estamos decidiendo todo el tiempo, y que yo también lo hago. La diferencia es que yo me hago el boludo”. 

Pero este lunes por la noche en La Lunares, el boliche de Almagro donde Fayó se empecina en mantener viva la mística tanguera de El Boliche de Roberto –que, aunque promete volver a abrir, lleva cerrado varios meses– no puede más hacerse el boludo. Todos los que están sentados a su mesa en el local de Humahuaca entre Medrano y Acuña de Figueroa han visto su película y él no, algo que –por fin– confiesa que es lo que lo pone algo ansioso. El periodista que lo está entrevistando, un recién llegado que se presentó como el montajista de la película junto a una amiga que lo arrastró hasta el bar al grito de “quiero ser amiga de Pablo” y hasta el músico que lo acompaña esta noche, el excelso Fabio Zurita, que supo compartir su berretín por el dibujo y la historieta: todos han visto su vida en la pantalla menos él. 

“Cuando me propusieron la idea del documental, acepté porque pensé que sería divertido. Nos conocemos hace años, somos todos amigos. Y al final tengo que confesar que fue así. Pero el asunto fue el después. Me empecé a poner nervioso cuando se fue acercando el estreno, me doy cuenta que me molesta esta exposición, digamos, pasiva. Por eso amenacé con no ver nunca la película, ni siquiera ir al estreno, por ejemplo. Cuando lo dije lo del estreno, me quisieron matar. Pero ahora me doy cuenta de que voy a tener que verla. Porque me pone más nervioso saber que todos la han visto menos yo”, calcula Fayó, sin darse cuenta que su respuesta es digna de alguno de aquellos absurdos, delirantes y obsesivos personajes de esas historietas que hace tiempo que ya no dibuja. 

El Perro Chupamedias

Lo dice en la película y lo repite ahora: Fayó se considera hijo de una época en la que una de las puertas de los quioscos de revistas estaban llenas de toda clase de revistas de historietas. 

Aprendió a leer por su cuenta, recuerda, para no depender de nadie a la hora de repasar sus historietas. “Mi papá me las leía, pero yo quería leerlas solo”, explica, y dice que hacía acopio de revistas, tenía pilas y mas pilas, una arriba de la otra. “Las releía todo el tiempo, y siempre estaba sacando la de abajo de cada pila, porque era la que llevaba mas tiempo sin leer”, cuenta Fayó, que asegura no haber tenido preferidos entonces. Sólo las cosas que uno recuerda después, y pasa a saber el valor que tienen tanto por su valor artístico e histórico como por su referencia del gusto personal, como, por ejemplo, La Pequeña Lulú. “¿Viste que hay gente que se apasiona con las películas, las telenovelas o las novelas policiales? Bueno, cuando era chico yo me desvivía por las historietas. Las leía y no sólo me fascinaba: ¡pensaba que estaba adentro de ellas! Y así es como empecé a dibujarlas, para leer historietas nuevas, que todavía no existían”. 

Hijo de un padre que supo ser empleado en la industria química y una madre que rápidamente salió de su vida, la temprana separación del núcleo familiar dejó a su padre boyando de aquí para allá con los dos hijos, hasta recalar con la abuela paterna, en Vicente López. “Creo que el momento constitutivo de mi vida es uno que juro recordar aún hoy: cuando me vinieron a avisar ahí en la casa de mi abuela que tenía que empezar el Jardín de Infantes. ¿Pero por qué?, respondí. ¿Qué necesidad hay? ¡Si acá estamos más que bien!”. Fue en la tapa de la revista del Jardín donde salió publicado su primer dibujo. “No tenía ningún talento especial, todos los chicos terminaban en la tapa. Porque cuando somos chicos todos dibujamos. Los dibujantes somos sólo los que seguimos cuando todos los demás dejan”. Fayó siguió dibujando en la primaria, y también en la secundaria, siempre las historietas que él quería leer. Recién cuando conoció a Podeti se dio cuenta, asegura, que podía conciliar ambas cosas: sus gustos con los de los demás. 

“Con Esteban nos conocimos por nuestras historietas: yo cursaba con su primo en otro colegio, que me habló de él y me mostró lo que él hacía, y le llevaba a él mis dibujos. ¡Nos caímos bien e hicimos amigos antes de conocernos!” Fue de Podeti la idea de presentarse en el concurso que lanzó la revista Fierro desde su primer número, a mediados de los 80. No ganaron, pero cuando fueron a retirar sus originales, se encontraron con que Juan Sasturain y Juan Lima, director y jefe de arte, los habían separado en la pila de los trabajos que les habían interesado, y les pidieron que les llevaran más cosas. “Ese fue un momento importante, porque fue la primera vez que alguien reconoció mi trabajo”, dice Fayó. Así fue como apareció la primera página de historieta que publicó en su vida, en septiembre del 85, en el suplemento Óxido de Fierro, donde publicaban los nuevos valores. ¿Su título? El Perro Chupamedias. “Esas primeras historietas nunca las cobré”, confiesa Fayó. “Me parecía un despropósito cobrar por hacer historietas. ¡Mirá lo nerd que era! Si me estuviese esperando ese cheque todavía, hoy no tendría ningún problema en ir a cobrarlo”.

El tango te espera: 
La historieta también

En su flamante libro Por qué escuchamos a Aníbal Troilo (Gourmet Musical), Eduardo Berti recuerda que dicen que el bandoneonista fue el autor de esa sabia frase que asegura “el tango sabe esperar”. A Fayó el tango lo esperó, primero, mientras desarrollaba una carrera como historietista que lo llevó a ser uno de los mejores representantes de su generación. Y, casi al mismo tiempo, también mientras intentaba, junto a un puñado de esos representantes generacionales, seguir un algún tipo de camino musical integrando un grupo de rock bautizado como Los Medallones Poderosos, en el que militaban tanto Podeti como Zurita, entre otros. En lo que se refiere a la primera espera, la que corresponde a su “distracción” con las historietas, muchos aún hoy consideran que aquel sigue siendo su verdadero camino, al punto que siguen rastreando sus obras, y reeditándolas en libro. Su único libro editado como tal –de páginas pequeñas y abrochadas, casi una revista en realidad–, Shotaro va a la guerra (1991), fue reeditado recientemente a partir de aquella diminuta edición, ya que los originales se consideraban perdidos. Las historias de uno de sus personajes diseminadas en revistas varias durante casi dos décadas fueron recuperadas para Agapito (2015), y ahora –coincidiendo con el estreno de Algo Fayó– está a punto de editarse Pamela y el extraterrestre, su primera historia larga, cuyos episodios salieron en País Caníbal, Fierro y Cóctel, pero nunca fueron recopilados en libro. Al recorrer ese pequeño porcentaje de páginas recuperadas de cuando Fayó estaba decididamente dedicado a la historieta, puede reconocerse el talento único de un artista que abreva del santo grial de la historieta norteamericana clásica, pero para usarla como vasija donde vierte experiencias y obsesiones contemporáneas. Fayó asegura que se lava la boca al nombrarlo, pero dice que sólo siguió el camino de Robert Crumb, que se metió en lo que entonces todavía era considerado un oficio para convertirlo en un lugar donde expresarse artísticamente. Pero también le recuerda a quienes lamentan que no haya profundizado ese derrotero, que él nunca, pero nunca, quiso ser un dibujante de historieta profesional. “Es el sueño lógico de quienes empiezan a dibujar historietas: ganarse la vida haciéndolo. Yo nunca pensé en eso. ¡Acordate que incluso me costó aceptar el hecho de cobrar por hacerlas!”. Llegó hasta donde llegó, asegura, empujado por las circunstancias: cuando abandonó la secundaria, su padre le exigió que se consiguiese un trabajo, así que fue cadete hasta que descubrió que podía hacer la misma plata dibujando. Eran épocas en que aún había revistas de historietas, y Fayó también empezó a hacer ilustraciones, dibujos aquí y allá, todas concesiones a lo único que en realidad desde chico siempre quiso hacer: esas historietas que no existían, pero a él le gustaba hacer que existan. “Por eso siempre tuve un problema con los finales”, revela. “Porque cuando se piensan historias, o chistes, el dibujante conoce el final. Yo siempre las dibujé como si las estuviese leyendo: arranco y nunca se muy bien hacia donde voy”. Lo que Fayó engloba como su-problema-con-los-finales parece haberse contagiado al devenir de la historieta local: de pronto, las revistas dedicadas al género desaparecieron de los quioscos, y una generación de autores que ya estaban listos para ocupar un lugar central en el medio se encontraron de pronto con que no había dónde publicar. Cada uno sobrevivió a su manera, pero Fayó además cuenta que entonces su vida recibió un golpe duro porque se separó, así que andaba como bola sin manija. Justo ahí fue que entró en su vida aquel que según Troilo sabe esperar: empezó a visitar El Boliche de Roberto, en Bulnes y Perón, frente a la plaza Almagro, y sintió que era su lugar. Es más, que podía dedicarse a eso de puro atorrante, aprendiendo de todos, los buenos y los malos. “No tengo un vozarrón, pero siempre fui más o menos afinado”, explica. “Creo que pensé realmente que podía hacerlo cuando pedí cantar un tango, tal vez ‘Arrabal amargo’, y Osvaldo o Agustín aceptaron. Mejor dicho: cuando lo pedí una segunda vez, y volvieron a acompañarme”. El rock, mientras tanto, había pasado de largo. “Es que con Los Medallones Poderosos estuvimos adelantados a la época. Éramos una banda nerd, y eso ahora pegaría. Pero entonces había que ser cool, algo que claramente nunca fuimos”. La brillante idea extramusical que influyó a la hora de armar un grupo de rock fue que gracias al rock podrían atraer algunas chicas, algo que como dibujantes de historietas claramente les era esquivo. “Eso nunca sucedió”, confirma Fayó, que ante la pregunta de si el tango le supo dar, al menos en ese rubro, todo lo que el rock nunca le dio enseguida sonríe: “¡Ah, pero totalmente!” Y, como un caballero del tango, no cuenta nada más. 

La noche de los lunes

La anécdota viene de su infancia, cuando vio que su padre llegaba a casa con un bandoneón. Si se le pregunta, Fayó asegura que el tango viene hacia él por culpa de Buenos Aires, pero que claramente le llegó a través de su viejo. “Pese a que es joven, nació en el 44. Pero tiene un gran oído musical”. Cuenta que una vez que tuvo su bandoneón, su padre empezó a ir a un profesor, para aprenderlo a tocar. “Cuando arrancó, lo hizo al mismo tiempo que un jubilado que también empezaba, como él. Lo escuchaba tocar mientras esperaba que fuese el turno de su clase. Y ahí se dio cuenta que un tiempo después, mientras él aun estaba con las escalas, el viejo ya tocaba valsecitos; se quejó al profesor, y el tipo le explicó que el jubilado tenía una ventaja: tenía todo el tiempo del mundo para dedicarse a practicar. Ahí fue que mi viejo se frustró, y vendió el bandoneón”. Aunque no la cuenta con esa idea, la anécdota parece explicar por qué el tango se quedó con Fayó, o viceversa. Con todo el tiempo en sus manos durante la época en la que él describe que anduvo “como bola sin manija”, Fayó hizo la transición del dibujo al tango. “El problema es que en esta vida te tiene que gustar un poco la guita”, explica. “Porque si no te gusta, después tenés problemas. Uno de ellos es que la necesitás para poder vivir”. Su vida, hoy en día, transcurre en una pieza en la terraza de una pensión. Para pagarla, sale a cantar tangos por las noches, dos o tres veces por semana. “Soy un tipo bastante poco exigente”, dice. “Así que la voy llevando”. Cuando canta sus tangos, con tres entradas que va espaciando durante la noche de los lunes en La Lunares, mientras invita a que canten algunos de los habitués que lo acompañan, Fayó se encaja una mano en un bolsillo y con la otra se acompaña, como arengándose o subrayando la historia. Es verdad: no tiene una gran voz, pero siempre afina. Y, como dice Zurita, es imposible que sus movimientos no recuerden a los personajes de sus dibujos. Esos dibujos que ya no hace, y que asegura no extrañar. “Cuando aparecieron las comiquerías, en los 90, entraba ahí y me quería llevar todo. Diez años mas tarde, apenas una o dos cosas me interesaban. Hoy ya no me interesa nada”, explica, mientras aclara que el dibujo no es una actividad atractiva para alguien que va envejeciendo. “Te duele la espalda de estar inclinado sobre el tablero, empezás a ver cada vez menos. Además se paga muy poco, y son muchos los cuadritos que hay que completar por página. Está bien, no son la Gioconda. Pero siguen siendo cuadros”, explica Fayó a los 52 años, y asegura que no ha vuelto a leer las viejas historietas que sus colegas se complotan con nuevos y viejos editores para volver a publicar. “Eso sí, disfruté mucho leyendo la recopilación de Agapito. Fui en tren a buscarla, a casa del editor, y volví riéndome solo, repasando historias escritas durante tanto tiempo. Me fascinó descubrir en ellas un leit motiv que regresaba todo el tiempo, como una frase musical en una sinfonía. La gente que iba en el tren debía pensar: mirá a este salame, riéndose solo leyendo una historieta. ¡Imaginate lo que hubiesen pensado si supiesen que esa historieta la había dibujado yo!”, dice Fayó, que enseguida hace la cuenta. Veinte años para una risa durante un viaje en tren. No está mal. No fue tiempo perdido, asegura. Pero al mismo tiempo qué poco. “¿Entendés por qué no dibujo más historietas?”, pregunta, y la única respuesta posible es que ese viaje se multiplica por cada lector que llegue a leerla. “Puede ser”, murmura, pero insiste: “Sigue siendo poco”. El que habla es Fayó, el dibujante que lo ha dado todo. Y que ahora lo recupera cantando.