María Moliner, filóloga que desafió a la Real Academia Española -esa institución que presume de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua- alisa el chaleco, acomoda los almohadones, contiene el temblor de sus manos. Espera a un invitado: Dámaso Alonso, el presidente de esa misma corporación. Pero lo que se juega en esa visita no es una simple cortesía entre colegas. En la novela Hasta que empieza a brillar, Andrés Neuman convierte ese encuentro en una escena cargada de tensión histórica: la protagonista está por enfrentar la figura patriarcal del canon que ignoró su obra monumental. Esta apertura, construida con precisión teatral, no solo marca el tono del libro: instala, con sigilosa intensidad, el conflicto central del relato. Porque aquí no se trata de contar una vida, sino de desplegarla, iluminarla y, en cierto modo, vengarla.

Andrés Neuman escribe esta historia con un oído afilado y un pulso narrativo que oscila entre la evocación lírica y el montaje documental. Dividida en cinco partes -cuatro “visitas” y un epílogo titulado El cristal- la estructura propone un orden parcialmente cronológico, pero teñido por la subjetividad del recuerdo, el diálogo con la lengua y las visitas que encarnan más que personajes: figuras del tiempo. La elección del título, tomado de una cita de Emily Dickinson (“A veces escribo una palabra y me quedo mirándola hasta que empieza a brillar”), es también una clave estética: el autor presta atención al brillo latente de las palabras, a su latido íntimo, y convierte esa chispa en forma narrativa.

María Moliner aparece desde niña como una mente atenta, una mirada que interroga el mundo con la lógica del lenguaje y la conciencia del género. El narrador sigue su crecimiento con una prosa que oscila entre la ternura y la ironía, y que da cuenta de un recorrido vital que va desde una infancia marcada por la ausencia del padre hasta la consagración intelectual que nunca se oficializa.

El momento en el que Moliner descubre que puede pronunciar una palabra hasta vaciarla de sentido, y luego verla brillar, es quizás una de las epifanías más bellas de la novela. Allí, el gesto de jugar con las sílabas se vuelve una declaración de poética y una clave de lectura: María no solo habita el idioma, lo interroga, lo tuerce, lo prueba como quien prueba una llave en una cerradura que aún no sabe si es propia.

Cada una de las cuatro visitas es una bisagra temporal que permite reconstruir, con recursos tanto de la narrativa como del ensayo literario, los grandes ejes vitales de Moliner: su formación intelectual, su trabajo en las Misiones Pedagógicas, su rol durante la Segunda República, la depuración franquista que la apartó de la universidad, y su trabajo enciclopédico en soledad. En lugar de una cronología lineal, Neuman opta por la forma de mosaico, por las resonancias entre épocas, por los ecos entre una vida y una lengua que se resiste a la clausura.

La mencionada primera visita plantea la clave central del libro: el diálogo entre la lengua institucional y la lengua viva. Dámaso Alonso representa el peso de la legitimidad masculina y canónica; Moliner, en cambio, encarna la tarea de la lengua en acto, del verbo encarnado en el uso cotidiano, la palabra que vive en el aula, en la cocina, en el archivo. La escena de este encuentro no es solo un duelo entre dos visiones del idioma, sino también entre dos formas de ejercer el poder: desde el púlpito o desde la mesa de trabajo.

Las visitas sucesivas permiten al lector recorrer los tramos fundamentales de la vida de la autora del Diccionario de uso del español, que se va iluminando como un mapa en construcción. En una de ellas, aparece Luis Buñuel, representado como un diletante cínico que encarna a un hombre arrogante y lejano. El cineasta, apodado con malicia fonética “Buñuelo” por sus compañeros, se convierte aquí en una figura paródica, tan desbordante como incómoda. El sobrenombre no es inocente: con él, se introducen en la novela un juego de grafías que ironiza desde el propio lenguaje sobre las formas masculinas del genio artístico. Ya de adolescente es provocador, capaz de declararse amante del “desayuno de bragas” y de convertir un gesto performático -cortarse un mechón de cabello, lamerlo y ponérselo a María como bigote- en una escena de teatralidad perturbadora.

Ese acto, que inicialmente podría parecer una travesura surrealista, también puede interpretarse como una burla machista. El bigote, símbolo visible de autoridad y virilidad, se impone sobre el rostro de María como si solo bajo un signo masculino pudiera ella obtener legitimidad intelectual, como si su acceso a la credibilidad dependiera de subordinarse a un estereotipo de poder y autoridad típicamente masculino

Lejos de tratarse de una anécdota suelta, la figura de Buñuel reaparece más adelante en telegramas delirantes, postales intervenidas o menciones cruzadas que invocan el absurdo surrealista. Desde México, le escribe a María: “¿QUÉ COMEN LOS DICCIONARIOS? STOP. TU CARA PÁLIDA EN EL PERIÓDICO. STOP. UN RAMITO DE HORMIGAS. FULL STOP.” La lengua poética, aquí, se vuelve también juego tipográfico, y el humor una forma de resistencia ante la rigidez de los formatos. Esa dimensión lúdica del lenguaje es central en la novela: Neuman explora no solo las palabras que definen, sino aquellas que trastocan, que se escapan del canon, que experimentan con otras formas de decir.

Algunas definiciones aparecen entre recuadros de líneas negras, con una tipografía distinta, como si el propio libro se abriera para dar lugar a las fichas de María: ahí donde la Real Academia definía “autoridad” como “poder del padre sobre los hijos”, ella interpola una versión más justa y asamblearia; donde el “amor” era apenas “afecto” o “blandura con la que se castiga”, ella lo reescribe desde el cuidado, el deseo de compañía y la alegría compartida. El gesto gráfico se vuelve también un acto político: al emplear una grafía diferente, se afirma que existen otros modos de leer y entender el mundo.

En las fichas que ella redacta con una mezcla de rigor y rebeldía no solo redefine términos, sino que desobedece silenciosamente el orden simbólico del mundo. El diccionario fija el uso de las palabras, pero también registra lo que falta, lo que duele, lo que nadie dijo. Su “madre” deja de ser una “hembra que ha parido” para ser “mujer que tiene o ha tenido hijos”, abarcando también la adopción y la pérdida. Cada definición arrastra una historia personal que se filtra entre líneas, como si cada ficha fuera también una forma de escribir su propia memoria familiar.

La novela, sin ser humorística, despliega una ironía fina y constante, que se extiende desde las escenas íntimas hasta los comentarios editoriales o estas entradas del propio diccionario. A veces es un chispazo en medio de la solemnidad; otras, un modo de señalar las grietas del discurso dominante. En el uso que Neuman hace del humor, hay una apuesta por desestabilizar los sentidos fijos: mostrar que una palabra puede, también, ser una hormiga, una cabra, un desvío.

Neuman nunca idealiza a la protagonista, pero la construye con una admiración irónica que no cae en la hagiografía. María puede ser dura, obstinada, incluso ingrata; pero es absolutamente fiel a su proyecto, y a su ética intelectual. La escena en que decide dedicar sus tardes al diccionario mientras cuida a su esposo enfermo es de una ambigüedad luminosa: el cuidado no se opone a la creación, sino que convive con ella en un mismo gesto. Es ahí donde el autor insinúa que toda obra es también una forma de resistencia doméstica, una forma de decir “estoy aquí” en medio del silencio.

LÉXICO CLANDESTINO

La tercera parte del libro se vuelve especialmente política. En plena dictadura, Moliner es marginada, silenciada, invisibilizada por las instituciones académicas. Sin embargo, lejos de desaparecer, se reinventa como lexicógrafa clandestina. El autor acompaña este proceso con una escritura que parece mutar junto a su personaje: las oraciones se acortan, la sintaxis se vuelve más contenida, más precisa. Es como si la prosa se afinara al ritmo del trabajo solitario de Moliner, que entre fichas y definiciones va modelando un diccionario que, más que un repertorio lingüístico, es un proyecto filosófico: devolverle a las palabras su poder de uso, su sentido vital, su capacidad de nombrar lo invisible.

Cada entrada del diccionario que María redacta es un acto de fe en el lenguaje común. A diferencia del DRAE, rígido, normativo y excluyente, el Diccionario de uso del español es inclusivo, contextual, y especialmente atento a las formas verbales femeninas. Neuman inserta fragmentos de ese trabajo en la novela, no como citas eruditas, sino como parte del fluir de la conciencia de María.

El epílogo de la novela, titulado El cristal, funciona como una suerte de cámara de eco final. No es un cierre, sino una prolongación reflexiva. La enfermedad actúa como una contrafigura trágica: aquella mujer que ordenó el idioma empieza a olvidar el suyo. Sin embargo, el autor escapa al melodrama y propone una lectura ética del deterioro: la lengua puede perderse, pero su potencia, si fue compartida, continúa vibrando en los otros.

MARÍA MOLINER

Moliner experimenta la pérdida de memoria con una conciencia aguda: la lengua se le va escapando, pero conserva restos de su poder. Murmura sílabas latinas al azar, juega con definiciones inconclusas, y aún sostiene el deseo de decir. Su hijo Enrique la observa con ambivalencia: la ve desvanecerse, pero también resistir en su forma más genuina. “Un diccionario tiene la última palabra. Y eso era imposible”, piensa ella, y el lector comprende que esa imposibilidad no es un fracaso, sino una postura ética.

En ese sentido, Hasta que empieza a brillar no es sólo un homenaje a María Moliner, sino una intervención en la memoria cultural contemporánea.

Dentro de la obra de Neuman, esta nueva novela alcanza un punto de madurez estética y de compromiso ético. Si en libros anteriores el autor había trabajado con la frontera entre memoria y ficción (Una vez Argentina), la reconstrucción de figuras históricas (Bariloche) o la meditación poética sobre la enfermedad (Fractura), aquí logra condensar esas líneas en una propuesta que respira con ritmo propio. La novela, como el diccionario de Moliner, es una obra de largo aliento, hecha a base de minucias, de atención al detalle, de respeto por lo no dicho.

Leer este libro es también un acto de restitución. No solo porque devuelve a María Moliner al lugar que le fue negado, sino porque, como su título lo indica, permite que las palabras olvidadas -las de ella, las nuestras- vuelvan a brillar.