Sucedió hace muy poco, en un show al aire libre en la provincia de Buenos Aires; se trataba de uno de esos encuentros donde un pueblo sale a la calle porque hay algo para hacer, más allá de la rutina habitual; un evento con muchas ofertas culturales  y el número musical era David Lebón. La audiencia era variopinta y familiar, compuesta por abuelas que sacan a airear al nieto, o una parejita que aprovecha el gentío para darse unos besos frente a todos y, al mismo tiempo, a la vista de nadie. Es decir, no era el público rockero natural de Lebón, pero allí estaba él, plantado con su banda, una guitarra y un repertorio inmune al paso del tiempo.

Todo pueblo tiene su grandote y en este paisaje había uno que parecía un monte compacto, un villano de cuento, inmutable con sus brazos cruzados y su mirada fija sobre el escenario. No se movía con el rock, ni se estiraba como las cuerdas de David. Hasta que de pronto comenzó a agitarse, como entrando en erupción, y a girar su cabeza; de atrás parecía que iba a estornudar. De frente, se lo veía llorar. Lebón estaba cantando “Seminare”. Y al urso le pegó en el plexo emocional. “Era un tipo inmenso, con gorrita de béisbol”, cuenta David. “De esos que no pensás que vayan a llorar aunque les pegues, pero se emocionó y sollozaba como un chico. No quería que él supiera que yo lo estaba viendo, para que llore tranquilo. Pero por ahí el tipo me ve, y se da cuenta. Bah, yo creí eso. Se hacía el boludo, miraba para otro lado. Hice lo mismo”.

En el mismo lugar, pero en otro punto, había un perrito que no paraba de ladrar. Era uno de esos callejeritos que se empecinan en chumbarle a algo o a alguien y no se detienen aunque salga la luna y se vuelva a poner en una misma noche entera y llena. “¡Y yo le contestaba! Le hacía miau, y de repente todo se transformó en un gran juego. Y yo me estoy dejando jugar por la gente”. Se supone que David Lebón es el Gran Conector; el hombre-sensación a través del cual todos podemos experimentar gracias a sus canciones, una idéntica emoción. Quizás así sea, pero ¿nadie se preguntó qué le pasaba al transmisor de esos sentimientos? ¿Cómo le pegaba el voltaje emocional de tanta devoción? “Ahora estoy desarrollando la paciencia, antes era muy tímido, tanto que terminaba el show y me iba enseguida. O no hablaba sobre el escenario”.

El David Lebón de 2016 se encuentra absolutamente entero. Y suelto, que para él no es poco. Dejemos los vicios de lado y la consabida historia de la estrella de rock que resurge de sus cenizas una vez dominados sus demonios interiores. Eso existió y no será David quien rehúya el tema, pero tuvo que enfrentar otras molestias casi menores (en apariencia) al lado de los grandes monstruos de siempre. Lebón padecía una claustrofobia que le impedía, entre otras cosas, viajar con asiduidad y también se estacionaba en la zona de la propensión al ataque de pánico. “Todo era de acá, eh”, asegura y se toca la sien. Hoy, esos síntomas están bien amarrados y no aparentan causar mayor molestia que el polen que produce la alergía primaveral en narices sensibles. Radar viaja unos cuantos pisos con Lebón en un ascensor cerrado y no comprueba la menor inquietud; en otros tiempos, David hubiera utilizado la escalera. Y no es que ahora le falte el aire, aunque no hace poco sintió una importante merma en la voz.

Esa es la razón de que a los 64 años, uno de los mejores cantantes de rock argentino haya decidido comenzar a tomar clases formales de canto por primera vez. “Estoy re-aprendiendo con una foniatra. Y me volvió la voz, no te digo una octava, pero sí regresaron un montón de agudos que tenía antes pero a los que hasta hace poco no llegaba. Ahora estoy más suelto. Era un problema mental, la doctora me dijo que las cuerdas vocales están intactas. Lo que pasa es que me olvidé de cómo colocar la voz; entonces me hizo recordar como era”. Ahora lo cuenta como un mero inconveniente técnico felizmente solucionado, pero en su momento no lo fue.

El primer día concurrió al consultorio de su foniatra con bastante reticencia, no por la capacidad de la profesional en poder solucionar su problema sino por la posibilidad de poder entenderlo verdaderamente. Para Lebón todo tiene que ver con el espíritu pero este no era el caso.

–¿Sabés lo que pasa? Yo canto con el alma –trató de explicarse David. 

–Eso ya lo sabemos –le contestó la foniatra, que además estaba de su lado y conocía muchos de sus discos–. Pero si querés aprender de verdad, haceme caso –le insistió amablemente.

“Entonces empecé a hacer esos ejercicios y la verdad es que me aburría. Pero empezó a funcionar, a darme resultados y ahora voy dos veces por semana y me encanta. Hay que cuidar mucho la voz. Siempre se lo digo a Charly que es mi amigo, y al que amo, pero que también es mi mejor y mi peor ejemplo”.

“De todos, al que adoro de verdad es a David”, dijo Charly ya instalado como un software en el escenario de La Trastienda junto a Lebón, en la primerísima función de todas las que dio este año. Como de costumbre, García se invitó solo y David tuvo dudas, más que nada porque sobre Charly pesaba una prohibición de por vida en La Trastienda a raíz de un desmán que ocasionó en los años aciagos. Todo quedó olvidado a finales del último agosto cuando García y Lebón volvieron a cantar juntos “Seminare”. “Fue un momento increíble. Él sabe que yo lo quiero y se portó superbién. Al día siguiente, el que vino a tocar fue Pedro (Aznar). ¡Y Charly me hizo menos lío que Pedro!”

UN AMOR SUPERIOR

Encuentro supremo es, desde el título, un disco clásico de David Lebón. El nombre espiritual y elevado encausa doce canciones que renuevan un repertorio inoxidable pero que cada tanto debe ser validado. Hay mucho rock y nada de blues, cosa atípica en un disco de Lebón, pero rescata cierto toque latino que no figuró en sus últimas producciones, y que fue una característica suya a fines de los 70 y comienzos de los 80, en discos como Nayla y El tiempo es veloz.Tiene solo una sola balada propia, poco para un cantante que supo hacer de sus canciones lentas himnos intergeneracionales; en este caso se trata de “Las cosas que dijiste”, portadora de hermosos arreglos de cuerdas que le quedan como un traje nuevo, sensación que se repite en la otra “balada” (por rotular una canción inclasificable) que es “Laura va”. “Hace mucho tiempo que la vengo haciendo”, explica. “Cuando se le hizo el homenaje a Luis Alberto en el CCK, pedí cantar esa porque ya la tenía grabada. Yo descubrí a Almendra con ‘Gabinetes espaciales’, pero el tema del que me enamoré fue ‘Laura va’, y sin juzgar a Luis, me gusta más que ‘Muchacha, ojos de papel’. Cuando la escuché por primera vez, sentí que era una verdadera canción argentina, con bandoneón, pero no tango-rock o esas cosas medio raras. Este era un tema de rock con letra de tango. El final es hermoso: la llena de besos y el sol también. ¡Impresionante esa letra! Me encantó el arreglo de (Rodolfo) Alchourrón y lo respeté lo más que pude. Necesitaba hacerla: siempre la quise cantar y nunca se me dio la oportunidad. De hecho, ‘Laura va’, es el único tema nuevo del disco”. 

¿Cómo es eso?

–Si vos ponés demasiada comida en una heladera, se te va a echar a perder antes que puedas comerla. Yo tenía 170 temas grabados, libres de todo compromiso; no te digo que todos eran buenos, pero ya estaban grabados.

¿En qué período compusiste esas canciones?

–Cuando estuve en Miami, desde 1987 a 1992, grabé un montón de canciones, o pedazos de canciones. Y estuve componiendo como loco durante los doce años que viví en Mendoza, porque además tenía los aparatos como para poder grabarlos yo solo. De esos dos períodos salieron un montón de cosas, y no tuve necesidad de componer ninguna canción nueva. Yo permito a veces que me pongan mensajes en Facebook, no los borro. Y me escribió un tipo que había escuchado “Juntos”, el corte del nuevo disco, y dijo que le encantaba Lebón, pero que le parecía que era un tema del 93. Y yo lo hice en el 91 ese tema, así que no le pifió tanto. Pero para mí, la música es eterna. Es medio ridículo dejar las canciones fijadas en un año. ¿Qué querés que haga? ¿Un tema del año dieciocho mil? Para mí, los temas no tienen tiempo. Vos escuchás ahora “Michelle” de Los Beatles y te morís. O algo de Nat King Cole, más viejo todavía, y te volvés loco.

Encuentro supremo es un título bastante espiritual. Remite al disco que hicieran Santana y John McLaughlin en homenaje a John Coltrane en 1973.

–Sí, Love Devotion Surrender. Hay algo de eso, lo que más tiene mi disco es alma. Creo que todos mis discos lo tienen, aun aquellos en los que yo estaba rayado y me iba para otro lado. Esa cuestión del alma está dentro de mí y va a ganar siempre. Yo digo que la música es como un perfume de Dios; él no va a dejar de meter cosas lindas si quiere. Adentro mío hay alguien que sabe más que yo. Yo no compongo con mi mente, agarro la guitarra y comienzan a salir cosas, y en todo caso mi mente es un poco la aduana, que elige entre todo eso y se pone a trabajar con las letras. Pero normalmente todo viene de un lugar mucho más bonito. Hacés tres o cuatro acordes y ya sabés de qué vas a hablar también. Lo mío siempre fue el amor, la búsqueda de la paz, y quizás esta vez fui un poco más insistente en eso. Porque descubrí que es posible estar en paz, y seguiré insistiendo, hablándolo hasta que pueda. Siento que es como una misión. Ojo, no soy religioso. Lo digo como un creyente de que hay un gran amor y una gran fuerza que hace que todo esto funcione. Si no funciona lo demás es por culpa nuestra, el Creador no tiene nada que ver. O como lo quieras llamar. Tengo un amigo que dice: “Gracias a Dios, soy ateo”. 

Decís que te ponés más insistente con el tema porque creés que es posible alcanzar la paz. ¿En algún momento no lo creíste? ¿Te faltó alguna vez?

–No es que no lo haya creído. Cuando no estás en ese lugar, estás en otro obviamente; estoy tratando de alimentarel corazón más que la mente, que son como dos lobos que están dentro tuyo y se pelean por vos. Por ahí el corazón no habla, porque también es bueno estar en silencio, pero sí siente y te va a avisar que pasa, te va a decir que no vayas para la derecha o que no hagas tal cosa. No sé si te ocurrió alguna vez, que pensás una cosa y hacés otra y al final no funciona. Ignoraste a tu primer sentimiento, que es el del corazón. Lo que pasa es que estamos tan acá arriba, en la mente, que a veces te cuesta sentir al corazón que te grita: ¡Escuchame una cosita! Muchas veces la gente confunde meditar con pensar, y te quedás pensando un rato, pero meditar es estar en silencio lo máximo que se pueda, lo que es muy difícil porque la cabeza no para de hablar. Y te recomiendo que nunca le des pelea a la cabeza, porque te va a ganar siempre y te va a querer manejar. Quiere ser la jefa de todo, yo le digo la inquilina. El problema es que después aparece otra voz que le contesta, y viene otra que le contesta a la primera… y el único boludo que está escuchando todo sos vos.

¿Y vos cómo supiste a cuál voz darle importancia?

–Yo entendí perfectamente hacia donde tenía que ir después de 40 años de estar con mi maestro (Prem Rawat); aprendí, y ahora estoy trabajando duramente con la paciencia. Para ser amable, para ser bueno, para que no salga mi monstruo, porque soy bueno pero también muy malo. Cuando me enojo, lo hago mal, y no quiero herir a las personas que no tienen que ser heridas. A veces, este mundo te pone de tan mal humor que te la agarrás con el primero que tenés delante. La clave es que logres que el cerebro pare. Aunque sea un segundo de silencio total. Yo lo descubrí gracias al escenario; el escenario era mi nave: yo subía y la mente paraba. El ego desaparecía. Yo me divertía mucho con cómo tocaba el de acá adentro y descubrí que había un tipo adentro mío que tocaba fenómeno. 

LA VALIJA PESA

Un tipo que tocaba fenómeno. Si bien el primero en darse cuenta de eso debe haber sido Rinaldo Rafanelli, en cuya casa vivió David cuando regresó a la Argentina después de transcurrir sus años en Estados Unidos, el que no dudó en nombrarlo su lugarteniente fue Pappo quien además lo bautizó para siempre como Colonio, por una fragancia en boga a comienzos de los 70 llamada Devon. Allí arranca el viaje de David por el rock, como bajista de aquel acorazado llamado Pappo’s Blues, que completaba el poderoso Black Amaya en batería, en la primera de tantas encarnaciones de aquel mítico trío siempre comandado por El Carpo. 

David se la pasó viajando toda la vida; si no era de un destino a otro, era de una banda a otra. Después de Pappo’s Blues, metió un pie en La Pesada del Rock and Roll, y se zambulló en la batería para tocar con Edelmiro Molinari en Color Humano, donde desarrolló su versión criolla de Carl Palmer. Hasta que se encontró con Luis Alberto Spinetta cuando Bocón Frascino dejó a Pescado Rabioso sin bajista. Como muchos de los primeros tiempos, Lebón era un guitarrista oculto tras la necesidad de bajistas que asolaba el rock local. Es decir que heredó el mismo problema por el cual Bocón dejó la banda, y que no tardaría en afectarlo a él también. Eso causó que su tiempo en Pescado Rabioso fuera tan breve como intenso; cada uno se fue a hacer otra cosa y Pescado Rabioso encontró su desove final en Artaud. Casi al mismo tiempo, David  se asumió como solista en ese monumental disco debut que cubría su nombre con estrellas, y lo asociaba para siempre a clásicos como “Hombre de mala sangre”, “Nube cien” y “Casa de arañas”.

Su proyecto solista no llegó a consolidarse, porque Lebón entró en la vorágine de ser el “guitarrista designado” en Sui Generis, el tecladista de Espíritu (“lo único que quería era poder tocar el sintetizador Moog”), y el violero de Polifemo. Luego largó todo para dedicarse a su búsqueda interior y solamente impulsó su grupo devocional, llamado Seleste. Toda búsqueda de Dios tiene su tentación oculta, y el que le ofreció la manzana a David fue Charly García cuando lo convenció de formar parte de lo que sería Serú Girán. Y el resto, es historia, como dicen por ahí.

El nomadismo también signó su vida personal. Nació en Buenos Aires, pero de chico se fue a vivir a Estados Unidos. Ya ese primer viaje lo llevó más lejos de lo que suponía. “Muy adentro mío supe lo que quería cuando escuché ‘Love Me Do’, y ahí le dije a mi vieja, ‘Má, quiero esto’, y me dijo que no porque después iba a querer otra cosa. Mi vieja me mandó a la escuela allá sin yo saber inglés, pero un día me peiné el flequillito beatle, me puse las botitas y ahí me empecé a entender con los otros”. Pese al nuevo lenguaje desarrollado, el colegio y David se daban de patadas. Su madre, un ser muy misterioso que nació en China y que huyó de Europa a la Argentina, alejándose de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, se daba cuenta de la incompatibilidad de su hijo y la educación formal. “Me dí cuenta que mi vieja se había dado cuenta porque yo no podía entender que 2 + 2 fuera cuatro: ¡para mí tenía que dar veintidós!”. 

Una tarde, la Seguridad Social golpea la puerta del hogar de David. Era para decirle a su madre que su hijo concurría a clases drogado y que por eso las cuentas le daban mal. Delante de las autoridades, Mamá Lebón retó a su hijo y puso el grito en el cielo, prometiendo un castigo ejemplar que nunca iba a llegar. “Mi vieja fue la mejor productora que tuve en la vida. Cuando se fueron los tipos, me sirvió un vasito de leche, le agregó unas gotitas de whisky, y me puso Rubber Soul de los Beatles. ‘Escuchá esto, dormí un ratito, y después charlamos’, me dijo. Tuve una vida increíble con mi mamá. Rubber Soul, el flequillo, las botitas, todo eso apareció casi simultáneamente. Todos los discos salieron de golpe. No tenía manera de escaparme de eso. Ni quería”. 

Otra mudanza que marcó el derrotero de David Lebón fue la que lo llevó a vivir al pie de la cordillera de Los Andes durante doce años. “De Mendoza, volví pobre”, confiesa Lebón. “Allá hay un techo para la actividad, no es como Córdoba donde hay más lugares para tocar y guita para pagarle a los músicos. Mendoza es más para la naturaleza, la montaña, andar en kayak. Pero el mercado musical es chico, los pibes tocan en dúos con máquinas en lugares chiquitos”. El inevitable regreso a Buenos Aires fue duro y complicado.

Las cosas son distintas ahora: Lebón tiene hoy una mujer que lo fue llevando de a poco a reencontrar el sendero que había extraviado y una banda firme que lo acompañó en todo el proceso que va de Deja Vu, su anterior disco de estudio, injustamente ignorado, a Encuentro supremo. Y un contrato con Sony que le permite que este nuevo material pueda ser escuchado y apoyado como corresponde. “Al disco le puse todo. Patricia (Oviedo) me ayudó mucho en esto, ella tiene mucho que ver con el ‘encuentro supremo’. Yo tuve una úlcera, fui a ver a muchos médicos también por el asunto del pánico, pero el modo en que ella me ayudó fue increíble y superior a cualquier medicina. Me derritió con su amor y de ese modo pudo meterse dentro de mí y ayudarme a salir, sin empujarme. En algún momento pensé en dejar la música y quedarme a vivir en Miami, quería preparar a la gente para que pudiera recibir el conocimiento con mi maestro, pero Prem Rawat me convenció de que justamente yo estaba haciendo eso con mi música. Pensar en dejar de tocar, lo pensé muchas veces. Primero porque sabía que podía seguir tocando para mí, o hacer canciones para otros. Me cansaron siempre las mismas vueltas, tocar en los mismos lugares, que nada cambie, solo la barba de los plomos. Cuando era más joven, tenía muchas ganas de viajar. Y pese a que me conocen en todos lados fui uno de los pocos que nunca viajó, salvo a Cuba y a Venezuela donde me invitó a tocar Soda Stereo. ¿Sabés que me pasó? En un momento dado creía que ya no podía y bajé la guardia; ya no lleno, ya no compongo como antes. Eso me tiró un poco abajo”.

VUELO DE TANTAS CARAS

Pese a que las canciones provienen de su almacén de composiciones, Encuentro Supremo desmiente ese razonamiento de “ya-no-soy-el-de-antes”. Pruebas al canto: “Último viaje”, ese delicioso rock de carretera que abre el disco, fue una canción que surgió de la pluma de Lebón a último momento. Ford le pidió que participara de un spot publicitario para internet; el guión ubicaba a David en el lugar del copiloto de un camionero que iba a realizar su último viaje profesional, para jubilarse al día siguiente. “Nos filmaron con un drone mientras él manejaba y conversábamos. Al día siguiente tenía que ir al estudio y grabar una canción. No tenía nada, pero como es mi trabajo comencé a tirar tonos y con la idea del último viaje fui armando la canción; grabé guitarra acústica, un bombo, un aro y las voces en un estudio chiquito. Cuando se lo mostré a los chicos de la banda, me dijeron que tenía que ponerlo sí o sí en el disco. Y ahí lo hicimos con todo”. 

“Perro Negro”, otra de las canciones nuevas, posee un título que remite a Led Zeppelin, pero que David compuso en honor a Angus, un pastor belga que le perteneció a un amigo. “El perro me quería más a mí que a él”, se ríe. “Un perrazo: me veía triste y se venía a llorar conmigo. El día que murió, la mujer de mi amigo me llamó porque él estaba muy apenado, pero creo que yo estaba más bajoneado que él”. Sorprende Lebón con un bolerito llamado “Volver a Cuba”, donde canta a dúo con Marcela Morelo. “Estoy rompiendo muchos preconceptos que yo me iba armando y que conformaban un cuadradito perfecto. La invité a cantar a Marcelita porque somos íntimos amigos (la mujer de David es su mánager), no es ninguna star y además es muy rockera. Es medio como el Indio Solari, hace un recital en el medio de la nada y de repente aparecen cien mil personas”. 

Encuentro supremo es el disco más rockero que hizo David Lebón desde El tiempo es veloz o Desnuque. Es sucio, pero no desprolijo. “Busqué ese sonido a propósito porque es así como la banda suena en vivo. Me costó un poco cantarlo porque las melodías son extrañas, no son comunes para mí: busqué la variedad. Hice cosas que nunca había hecho antes, cosas que no me hubiera permitido, o que no me hubieran permitido los amigos. Cuando saqué El tiempo es veloz me dijeron que tenía que grabarlo de nuevo, que estaba grabado como el culo. Pero se vendió bárbaro”. 

El camionero del aviso se detuvo pero David Lebón volvió a poner primera. “Sentí eso, que el tipo paró y yo arranqué. Tuve que resetearme y, una vez más, Patricia fue de enorme ayuda. Me había olvidado de todo, de sonreir, de hablar, de ponerle garra a las cosas: me hizo entender que tenía sesenta y cuatro años, no ochenta”. Lebón sabe que el tiempo es veloz pero no tanto. Como alguna vez cantó su amigo Charly: quedan muchas mañanas por andar. Y algunas memorias que honrar.

“Cuando vivía en lo de mi abuela en Belgrano, Luis Alberto solía venir por casa. Yo había entrado hacía poco en Pescado Rabioso, y me puse a rasguear algo que se me ocurrió. Él se sentó a mi lado y me dijo que el tema era tan hermoso y tan simple que teníamos que grabarlo. El mejor regalo que me pudo haber hecho Luis es haber aceptado que yo grabe una canción mía (‘Mañana o pasado’) en su disco doble. Recién entraba al grupo y él era el compositor principal: Luis era Dios componiendo y yo no había hecho una canción en mi vida. Luis fue muy especial no solo porque fue quien me alentó a componer, sino porque fue el único que me fue a ver cuándo mi hija se quemó (Nayla, su hija, sufrió un accidente doméstico en el que casi muere). Nosotros estábamos peleados, pero él dejó el ego de lado y me vino a visitar y me abrazó llorando. Suena raro, pero para mí fue hermoso por la grandeza del gesto. Sin faltarle el respeto a todos mis amigos que fallecieron, o que dejaron el cuerpo, el que más fuerte me pegó fue Luis. No hablo de la muerte, esa es una palabra de cowboy. Pero creo que él y todos los que se fueron nos dejaron un regalo y un legado muy grande: poder seguir haciendo lo que ellos hacían con su perfección. Ellos tuvieron que irse: noso- tros tenemos que seguir construyendo”. 



LAS VALIJAS DEL ALMA

“A la vida venís sin un mapa bajo el brazo. Hay muchos libros escritos, pero ¿cuál es el que tiene la verdad?”, se pregunta Lebón. La reflexión surge cuando repasa su aterrizaje forzoso nuevamente en Buenos Aires, al terminar su estadía en Mendoza. “Me fui a vivir a un hotel; estuve tres años allí. Y la verdad es que me sentía como en mi casa, el dueño me amaba y el lugar estaba lleno de estudiantes y músicos como Los Enanitos Verdes que paraban allí cuando estaban en Buenos Aires. Podía tocar a cualquier hora que nadie     me decía nada”. 

Fue en ese período donde David aprendió a grabar con la computadora, y cuando hizo el check-out definitivo comenzó a cuidarse un poco más. “Comencé a ir a psiquiatras que no leyeron a Freud, que están super avanzados en lo que es la problemática del pánico, las trampas de la mente. Hay cosas en la psicología que están muy confusas, a mí me han tocado un par de tontos interesantes. Ahora estoy con un buen psiquiatra, al que fui a ver por los ataques de pánico, por el alcohol y la cocaína. El tipo me dijo que no tuviera miedo, que si estaba yendo era porque quería ponerme bien. Y que si en algún momento tenía ganas de tomar una copa o un saque, que lo hiciera. Pero que siguiera yendo. Yo tengo un circuito adictivo; si me das caramelos me tengo que comer todo el paquete. ¿Papas fritas? Tengo que comerme toda la bolsa. No paro, y eso es una cosa terrible porque en determinado momento comencé a consumir mucho y no me daba cuenta. Y me empezó a hacer un poco mal a esa parte del corazón que no es la cardíaca”.

Una vez dijiste una frase muy buena sobre eso: cuando tomás cocaína, el alma hace las valijas…

–...y se va. Es verdad: es lo que pasa. La cocaína es muy... para la cabeza. Tu cabeza, cualquier cabeza, necesita estar ocupada en algo, si no te volvés loco. Te lleva para cualquier lado, empezás a llamar a cualquiera a cualquier hora. Lo que sentí fue eso. Una idea de mi psiquiatra que sirvió es no pensar este asunto como un botón on/off: son cuarenta años de vicios. Y funcionó: hace cinco años que estoy perfecto y espero seguir así. Porque sentirse bien en el escenario es fantástico. u