En busca de nuestro héroe

Entre 1966 y 1970, un fotógrafo de San Francisco capturó miles de imágenes de las manifestaciones por los derechos civiles, protestas contra la guerra de Vietnam o conciertos de Grateful Dead. Su archivo es un tesoro de la contracultura de la época y una muestra de ferocidad fotoperiodística. El problema, sin embargo, es que nadie sabe quién es. Bill Delzell, coleccionista local, conoció este archivo en 2022 después de que un amigo le presentara a su entonces propietario.“No tengo ningún interés en poseer la obra: sólo me interesa descubrir quién es el fotógrafo”, explicó Delzell, que quedó maravillado y no pudo más que comprar el archivo completo. La colección incluye más de 2000 diapositivas de 35 milímetros y 102 rollos de película en blanco y negro: unas 8400 imágenes en total. Y más de la mitad está sin procesar, lo que indica que el fotógrafo misterioso ni siquiera llegó a ver gran parte de la colección. Según Delzell, esto sugiere que se trataba de un estudiante o aficionado. Pero hay todo tipo de teorías: una de las más increíbles indica que podría ser en realidad Agnès Varda, ya que una imagen captó un reflejo de una mujer con su característico corte taza. Incluso en el periplo por mostrarlas a todo el mundo e intentar reconocer al autor –o autora, claro–, algunos amigos de Denzell empezaron a reconocerse a sí mismos y pudieron aportar algo de nuevo contexto para colaborar en la aventura. “Es posible que los recuerdos vivos de la gente aún puedan ayudarnos”, señala Denzell, que convirtió todo esto en un proyecto llamado Who Shot Me: Stories Unprocessed. El coleccionista planea revelar todas las fotos y transformar el material en un archivo abierto, un documental y una experiencia inmersiva. “Intentamos imaginar en qué se inspiró esta persona para pasar cinco años acumulando este archivo y luego perderlo, que es lo que realmente me desconcierta”, afirma.

Solos en la ciudad

Hace mucho que se sabe que las plantas y los árboles son capaces de comunicarse entre sí y con su entorno. Algunas personas se lo toman en serio y hasta les dan charla a sus plantas de interior. Se ha demostrado que los árboles pueden sufrir de “timidez” y en los bosques las copas de algunos tienden a distanciarse unas de otras. Pero ahora, estudios han indicado que –como un espejo de la sociedad moderna–, los árboles que se plantan en las grandes ciudades, pueden “sufrir de soledad”. Así lo dice Sugi Project, una fundación estadounidense dedicada a favorecer la biodiversidad en espacios urbanos. Según una de sus últimas publicaciones, cuando los árboles se plantan en solitario, carecen del aspecto comunitario inherente a su naturaleza y sufren. La red social de los árboles es muy sofisticada: se intercambian nutrientes y se avisan de peligros, son capaces de crear microclimas y compartir nutrientes y agua. Por eso si se les quita su red, podrían sobrecalentarse e incluso dejar de hacer la fotosíntesis, algo que colaboraría a estas ciudades cada vez más calurosas a las que nos hemos acostumbrado. Humanos y árboles tienen mucho en común en lo que refiere a lo social: un estudio publicado en el Scientific Reports Journal indicó que el sentimiento de soledad se considera un problema sanitario en los humanos y puede aumentar el riesgo de muerte en un 45 por ciento, incluso más que el alcohol o la obesidad. ¿Una reducción de riesgo?: el contacto con los árboles en las ciudades.

Una con la fuerza

Catherine Kuehn tenía más de 80 años cuando le diagnosticaron osteopenia y empezó a levantar pesas para recuperarse, aunque en esa práctica encontró mucho más que buena salud. Compitió por primera vez a los 85 y no mucho después se convirtió en campeona del mundo en su categoría. “La ovación del público era sobrecogedora, en todo momento pensaba: ‘yo no merezco esto, no estoy haciendo nada extraordinario’”, dice Kuehn, en un encantador cortometraje documental producido por el New Yorker que por estos días se ha esparcido a por las redes sociales. Allí se celebra la increíble imagen de Kuehn levantando su peso, o más, con el pelo cano, un traje enterizo de luchadora y unas medias altas de compresión color violeta con la leyenda “Strong Granma”. Bueno, algo de extraordinario tiene lo que hace, porque a sus 95 años ha seguido entrenando y compitiendo sin descanso, aunque se está preparando para lo que ella piensa podría ser su último torneo. De eso trata el documental que sigue a la nonagenaria en sus épicos preparativos, donde se la puede ver en su entrenamiento cotidiano con su joven coach y –la que vendría a ser su gymbro, una octogenaria llamada Peggy, que demuestra que Strong Granma no es un caso único. La cámara sigue a Catherine, que evoca circunstancias de su vida como cuando saltó en paracaídas o que simplemente va al supermercado. Y que también escucha a sus vecinos/fans que le preguntan cómo pueden ser como ella. Su respuesta es: “Solo sigan en movimiento”.

La caída del ejército pop

A principios de esta década, parecía que la música surcoreana había llegado para apoderarse del pop global. En el verano de 2020, la canción “Dynamite” de BTS se convirtió en el primer tema de K-pop en encabezar la lista de éxitos de Estados Unidos y en 2023, el grupo de chicas Blackpink fue la primera banda de K-pop en encabezar el Festival Coachella. Los coletazos del K-Pop tomaron incluso tintes de análisis sociológico: “el ejército”, o “las armys”, como se conoce a sus millones de fans, se comprometieron con causas sociales contemporáneas. Por ejemplo, llegaron a recaudar dos millones de dólares para el movimiento Black Lives Matter o se pronunciaron con memes viralizando los excesos policiales en las protestas de Chile a tal punto de que el gobierno local emitió un bochornoso informe culpando al K-Pop de la última insurrección social. Pero ahora, en medio de entuertos legales –con éxodos de la industria y con estrellas que incluso tienen que hacer el servicio militar– y una baja de sus fanáticos, el género atraviesa dificultades. “El K-pop ha perdido mucho interés en Corea del Sur: la música no se escribe para atraer al público coreano, sino más bien para un público globalizado”, afirma la presentadora del podcast Idol Cast, que en una reciente entrevista con The Guardian firma simplemente como “Sarah”, por miedo a posibles represalias de los fans. “Intenta ser todo para todos, y acaba siendo algo así como nada para nadie”, observa Sarah, que además afirma que ese K-pop hecho por un entramado corporativo, con intérpretes contratados por agencias de entretenimiento, ya no se considera algo cool en la Corea del Sur más consciente de las tendencias. Según la periodista Tamar Herman, este cambio coincide con un alejamiento de las letras con la cultura coreana más específica, que le daba cierta autenticidad sin importar el lugar del mundo donde se consumiera. “Está hecho para exportarse. A Estados Unidos le encanta prestar atención a determinados artistas; una vez que los consigue, los conviertes en únicos representantes. Pero no nos interesa lo nuevo: queremos a los artistas que seguimos desde la secundaria, como Taylor Swift”, dice Herman, lo que podría explicar que hoy en Estados Unidos la canción de K-Pop más escuchada sea de 2015. En cambio, las listas surcoreanas que marcan la pauta están repletas de artistas de J-pop, el pop japonés, o de “ídolos 2D”, como Plave, una boyband virtual, que posiblemente sea el nuevo fenómeno en camino.