Murió Hugo Soriani. Tenía 71 años pero, como con todo, lo hizo con apuro. Fue un gran militante, gran periodista y gran escritor. Un gran padre y un gran compañero, aunque para hablar de eso están Laura, Paula, Jorge y Joaquín. Fue una gran persona, un fanático de River y un músico frustrado. Pero para mí fue un hermano.

Sé que es absurdo pretender encerrar en los límites de una hoja a quien no consiguieron mantener encerrado ni los barrotes de una celda.

También sé que esta nota va a quebrar muchas reglas autoimpuestas, que va a abusar de la primera persona, que va a hacer referencia a hechos o nombres dando por supuesto que el lector los conoce, que no va a poder disimular las lágrimas.

Sé que difícilmente pueda eludir la regla no escrita de las necrológicas, que terminan contando más del que despide que del despedido. Y que tampoco zafará de la otra, esa que afirma que apenas después de las primeras líneas dirá “Lo conocí a…”

Lo conocí a Hugo hace casi 40 años, trabajando y militando, que es como mejor se conoce a la gente. Con una ventaja, en este caso trabajo y militancia se superponían. Este caso, claro, fue Página/12.

En ese momento Hugo acababa de dejar la cárcel. Yo volvía de mi exilio. O sea que claramente era un privilegiado. Pero nadie se detenía por entonces en esas minucias. Lo notable fue que los dos hablábamos de ese pasado, y del pasado del pasado, con similar entusiasmo.

La diferencia era que él lo hacía con más gracia. Ya por entonces era un experto en transmitir pesadillas con tanta humanidad que hasta la peor prisión era un recuerdo entrañable y el carcelero de turno una persona sensible.

Traía esa inusual capacidad de descubrir y aislar un hecho que necesita ser contado, la pasta base de cualquier buen periodista. Parece fácil, pero requiere una curiosidad a toda prueba y, sobre todo, capacidad de asombro, algo muy difícil de conservar con el paso del tiempo. Créanme si les digo, después de décadas de transitar este oficio, que no son muchos los que lo logran.

Éramos entonces jóvenes y estúpidos, lo que era una gran ventaja. Podíamos imaginar futuros inimaginables, ignorar que ya otros los habían imaginado y creer que todo eso era realista. Nada muy original pero definitivamente útil a la hora de emprender algo nuevo.

No voy a recorrer la historia de este diario. Diré que a muchos nos atravesó la vida, que con los años nos convertimos junto a Jorge Prim en los tres mosqueteros de la dirección y que en los últimos Hugo tomó en sus manos el timón. Que a todos nos sirvió para eludir cualquier posibilidad de aburrimiento y para retomar el objetivo adolescente de cambiar el mundo. Hugo lo hizo. A su manera. A mordiscones.

Peleaba por exprimir cada minuto y tanto lo disfrutaba que hizo de la nostalgia un estilo. Coleccionaba long plays, juguetes viejos, muñequitos de personajes emblemáticos y hasta palabras en desuso con las que se floreaba en las contratapas del mozo Osvaldo.

De puro ansioso, Hugo se convirtió en un experto en multiplicar el tiempo. Lo necesitaba, porque a todo le dedicaba una atención desmedida en el más literal sentido del término: sin medida. Y todo incluye por supuesto a las personas.

Son legión los que lo quisieron y son legión los que se sintieron queridos. Cada uno por un motivo diferente porque Hugo tenía el don de hacer sentir único a cada uno.

“¡Cómo estás, hermano de la vida!” Esas seis palabras seguramente le pertenecen por la sobredosis de cursilería, un área en la que, aunque siempre competimos, él era casi imbatible. Primero fueron un chiste, con el tiempo se convirtieron en santo y seña cada vez que nos encontrábamos.

Sé que no soy solo yo, que también son legión los que sienten que acaba de morir su hermano. Y es difícil despedir a un hermano.

Sé que su voz seguirá repiqueteando en mis oídos, que su respuesta a la última pelotudez que me pasó por la cabeza estará flotando en el viento.

Con Hugo nos pasamos décadas discutiendo cada día, incluidos sábados, domingos y feriados, el título y la tapa de este diario.

Sé que a la hora de titular estas líneas Hugo propondría “Soplando en el viento”. No es tan difícil. Se conocía todas las canciones y amaba a lo lejos a Bob Dylan a un nivel solo comparable a lo que sentía por su muy cercano León Gieco.

En ese momento yo no me podría contener, aun conociendo su reacción, y diría que en realidad Soplando en el viento es una traducción discutible y que, aunque nadie lo entienda, la versión más aproximada a la original es Flotando en el viento.

Sé que él me diría Dejate de joder y que con eso, solo con eso, ya estaría decidido el título de esta nota.