No le gustaba tener cerrada la puerta de la oficina y le molestaba el sonido de las llaves, el tintineo del manojo en las manos. Eran dos marcas que le dejaron los casi diez años en las cárceles de la dictadura. Tenía mil anécdotas y una memoria prodigiosa o, tal vez, la capacidad de embellecer con detalles y cadencias propias los hechos. Lo cierto es que las reuniones de sumarios se hacían eternas porque para cada noticia del día Hugo Soriani tenía una relación que hacer o un comentario que aportar. Podía ser algo vinculado a los años de militancia, o a los del encierro, algo que le había pasado a un compañero, a un político o a un músico o algún artista. Tampoco faltaban episodios deportivos. Y todo lo contaba del tal forma que siempre era interesante y divertido. Cuando la cosa se alargaba mucho y estábamos con el diario sin armar, con la tapa sin definir, yo lo miraba con la intención de avanzar y él me decía: “pará, nena, esto también es importante”. Porque relataba todo con pasión y le gustaba el encuentro, armar la conversación, más allá de la coyuntura diaria de las noticias. Eso era en definitiva el propósito de la juntada, mantener a flote los vínculos que se habían debilitado desde la cuarentena.
Nena. Cincuenta años cumplidos y seguía siendo “la nena”. “Nena, cómo puede ser que todavía te equivoques así”. “Nena, eso no le importa a nadie, a na-die”, “Bien, nena, ya vas aprendiendo algo”. Lo daba todo y exigía de la misma forma. Te peleabas con él como sólo te podías pelear con él. Sabías que había retorno porque había construido confianza, cercanía y esa proximidad también implicaba que te cantara las cuarenta un día sí y otro también. Pero nunca pasaba mucho tiempo sin decir que te quería, qué bien que había salido una nota o qué bien que trabajábamos juntos con Norita, aún en circunstancias muy adversas. “Chicas, ya saben, yo les digo las verdes y las maduras”. Era, en fin, un gran desafío para mí, que no me gusta pelear ni andar haciendo grandes demostraciones afectivas.
Un día, cuando ya había recibido el diagnóstico que le acortaba la vida me mandó un link con la canción Para Victoria, de Roque Narvaja. “Se que tu sensibilidad no va mucho para este lado pero tuve ganas de compartir este temita hermoso. Es de la época que Roque estaba en el PRT”. Le dije que hacía mucho no la escuchaba pero que lo conocía y que, como era de 1975, me hacía pensar que quizá mis papás me la habían cantado en algún momento.
Nos unía la impunidad que tienen las víctimas para tratar algunos temas con humor negro y una cuota grande de ironía. Pero, como conté recién, también podíamos ser sensibles. El, sin duda, lo era: recitaba poemas de memoria y ni hablar de letras de canciones. Mantuvo esa doble línea de sensibilidad e ironía aun en el peor momento, cuando llegó la noticias más inesperada, cuando sintió que se le escapaban de golpe los años que todavía le faltaban vivir, cuando puteaba porque le debían los diez que había estado en cana y ahora le arrebataban un futuro que imaginaba con paseos con Laura, con los nietos, disfrutando el orgullo que le daban sus hijos. “Paladini, el fiambre que más camina”, decía de sí mismo en los últimos encuentros en el diario. La gente abría los ojos y no sabía si espantarse o reír. En general reían. Porque lo que pasaba era irreal. Ni él ni ninguno de los que compartíamos esas tardes lo queríamos creer.