Nací en 1975. Siempre me pregunté si la vigencia del temor por entrar a realizar un trámite en una comisaría tenía relación con aquellos años de recuerdos resbaladizos para mí, por una infancia mundialito y a escondidas. Vivencias de aquellos primeros años entre primos del exilio y cuestiones que no vienen al caso describir pero que dejan marcas en la biografía. Haber cumplido un año de vida en dictadura habrá trazado su huella en el modo de estar en el mundo. Los años de democracia han restaurado algunas prácticas comunitarias, la relación con el poder, las intervenciones colectivas, incluso el ingreso a espacios relacionados con las fuerzas de seguridad.

Haberme reconocido como varón gay en los años 90 incluía banda sonora: Sandra y Celeste con su “vos y yo”, el “amor después del amor” de Fito. “Doctor psiquiatra” de Gloria Trevi parecía ser un grito a una Organización Mundial de la Salud que se preparaba para sacar de su manual de enfermedades a la homosexualidad. Pero en esa zona liminal, en ese borde entre salud y enfermedad, seguíamos teniendo temor. El miedo danzaba en los intersticios de la psique colectiva. Erigiéndose como una construcción intrincada, ladrillo a ladrillo, por las fuerzas tectónicas de la sociedad a inicios de esos años dos mil.

Pero fueron sucediendo cosas. Mesas de Mirtha con Ilse Fuskova, historias de amor lgbt haciéndose lugar en las ficciones, Miguel Angel Solá como mujer trans en un duelo actoral con China Zorrilla que iluminaba un ciclo dirigido por Alejandro Doria con un nombre que trazaba una posición: “atreverse” a honrar la vida. Y vino la unión civil para abrirle la puerta al matrimonio igualitario, a la ley de identidad de género, a volvernos referencia internacional en materia de ampliación de derechos. Claro respaldo legislativo pero el desafío de una transformación cultural que requeriría aún mucho por hacer. En esos trayectos algo del temor empezó a disolverse, a convertir el escondite en visibilidad reparatoria.

Pero ¿sabés qué? El miedo puede volver. No como quien retorna de un viaje ni como el invierno que siempre vuelve en su frazada. Este volver es un “hacerlo volver”, esa estrecha relación con discursos odiantes avalados por espacios de poder. Hoy no se manifiesta primordialmente como la reacción instintiva ante un peligro inminente. Ha trascendido la amenaza tangible del depredador en la oscuridad para metamorfosearse en una angustia difusa, un presentimiento constante alimentado por la incertidumbre y la fragmentación del lazo social. Observamos cómo este miedo se articula y perpetúa a través de múltiples vectores. El flujo incesante de noticias, a menudo sesgadas o sensacionalistas, dibuja un panorama de crisis que se perpetúa. Cada titular, cada imagen viralizada, se convierte en un nuevo andamio en la construcción del miedo en general y, en este caso, el de un colectivo históricamente relegado al sótano. La erosión de las instituciones y la creciente individualización contribuyen a un sentimiento de vulnerabilidad. La pérdida de referentes sólidos, la disolución de las comunidades cohesionadas y la atomización de la existencia nos dejan expuestos a la intemperie. Sin el amparo del colectivo, cada uno se siente más susceptible a las contingencias de un mundo que se retorna hostil.

Hace unos días una moto se detuvo en una parada del bondi. Dos varones de campera interpelan a una joven que esperaba viajar de regreso a casa. Le preguntan por su tatuaje, por el arcoiris orgulloso de su brazo. Ay el miedo. Ella y su incomodidad frente a dos varones envalentonados por su motor en dos ruedas, por el machismo de la historia, por la soltura que les otorga la heterosexualidad en una sociedad heteronormada. Ella miró el silencio de las otras personas, las cercanas allí en la vereda a la espera de elevar el brazo para detener el medio de transporte que la saque de allí. En este contexto, el miedo se convierte en un pegamento precario, una respuesta emocional compartida ante la sensación de estar a la deriva.

La lógica del mercado y la cultura del consumo explotan hábilmente el miedo como usina de sus dinámicas. El miedo se mercantiliza, se convierte en un nicho de mercado lucrativo perpetuando así su propia existencia. El capital de la seguridad como moneda de cambio. La imposición de modelos hegemónicos como sustrato para el odio hacia lo otro, la salida de un “nosotros”. El papel crucial del discurso político en la construcción y manipulación del miedo. La polarización, la demonización de la "otredad", la apelación constante a la supuesta amenaza, la erosión de las identidades en nombre de la seguridad colectiva que se diferencia de “nostredades” amplias, plurales, múltiples y diversas.

El miedo devino central en la gestión del poder. Hoy el miedo se habilita, se institucionaliza, se naturaliza, es nuevamente echado a rodar como herramienta de control. La sensación de que el mundo está al borde se convierte en el caldo de cultivo perfecto para que las políticas de seguridad y vigilancia se justifiquen bajo la premisa de la protección y la defensa de un modelo único. Nos empujan al sótano, al like en un video, al reparo de un smartphone, a decir únicamente a través de canciones, a buscar ficciones que nos salven a través de las vidas de otras y otros.

Hace unos días una moto se detuvo en una parada de transporte público. Dos varones interpelan a una joven por su tatuaje de arcoiris en el brazo. El bondi demoró unos minutos más de lo deseado. Ella dejó rodar el buzo y con sus dedos en la tela, pensó esconder los puños. Pero no lo hizo.

* Docente, Investigador, Director de Artes Escénicas