Atención: este texto contiene spoilers.

La nueva temporada de Black Mirror, con el episodio que abre con el título Common People, reedita una vez más la tradición y la lógica inglesa de Alicia a través del espejo y lo que allí encontró. No hay novedad en ello, ya que esa metáfora del viaje de Alicia es también el de lo inconsciente, por una parte, y el de los modos en los que la tecnología transformaría la condición de lo humano a partir de la revolución industrial.

En el tablero de ajedrez que tiene que atravesar Alicia para coronar su viaje excéntrico, encontramos el eco de ese mismo laberinto al que quedan sometidos del otro lado del espejo los protagonistas de esta séptima temporada de Black Mirror, viaje y metáfora del destino tecnocrático en el que estamos entramados como humanidad, diseño de las nuevas tecnologías en la transformación de nuestra condición parlante y social.

En Una pareja cualquiera --Common People-- al irreversible accidente cerebrovascular de Amanda le sigue la implantación del chip salvador que reedita en la nube los procedimientos neurológicos y las marcas de su historia humana. Pronto descubrimos que ese eco no es más que el modo en que estamos capturados cotidianamente en la red por la incesante procesión de publicidades que intervienen los contenidos de las aplicaciones. Amanda se transforma prácticamente en un autómata que recita publicidades y sólo duerme para alimentar los servidores del sistema. La apuesta se va elevando a tal punto que cada esfuerzo económico de la pareja para pagar el servicio --se transforma de estándar a plus, de plus a lux, etcétera-- hacen peligrar, finalmente, las redes auténticas, humanas, amorosas, sociales y también laborales de ambos protagonistas. Mike, el esposo pródigo, se encuentra entonces obligado a venderse en la red en oscuras aplicaciones entre el morbo voyeur y sexópata, para pagar la cuenta creciente de la inervación tecnológica de Amanda. Pasan a formar parte de un mapa de utilidades en el plan tecnológico maestro, no diferente de la curiosidad que cede al desconcierto en Alicia, ante cada nueva dislocación de la realidad en su viaje al otro lado del espejo.

En Una pareja cualquiera hay un doble juego, un movimiento de pinzas en el que uno de los ejes financia al otro: las aberraciones a las que se va sometiendo el cuerpo del esposo frente a cámara pagan las aberraciones de un servicio tecnológico que cada vez requiere más obstáculos para que Amanda pueda sobrevivir. Imagen energética, metáfora neuroquímica de la morbilidad psíquica que nos enajena al servicio del Gran Hermano, usándonos y abusándonos, usando nuestras reservas humanas y ambientales. Te cobran hasta el aire que respiras, parecieran decir, utopía o simple humorada de algún sobreprecio, pero aquí se vuelve un programa de vida que se acerca cada vez más, propio de un capitalismo antropofágico, como cotidianeidad consensuada en la que los humanos aparecemos naturalizando las imposiciones y controles crecientes del sistema. Sin embargo, esto no es nuevo, y la antropofagia se corresponde con una etapa primaria en la organización de lo social, la del totemismo, equiparable a la de la afirmación que dice que el capitalismo es la guerra. La guerra y los estados de excepción transforman la vida humana en una sucesión de sospechas y tensiones que empobrecen y pulverizan las estructuras de parentesco.

Hay otra cuestión interesante, marcada por la territorialidad y las restricciones de los movimientos posibles en un supuesto mundo interconectado, una supuesta globalidad que sin embargo no permite que la red a la que está conectada Amanda traspase los límites del pueblo, salvo para los ricos. De alguna manera, la globalidad nos ha propuesto una serie de escenarios de la inmovilidad, un ingreso al mundo que no nos permite movernos.

Esta es la marca sigilosa que ha dejado la pandemia. Las razones económicas imprimen una dimensión de inmovilidad, sin embargo, la promesa casi religiosa del acceso ilimitado a la tecnología global parece contradecirlo. Con el acceso instantáneo a cualquier lugar del mundo, una vez más, como en el devenir de Alicia a través del espejo, vemos atravesar casilleros del juego de ajedrez sin que pueda resolverse la partida de una manera lógica. Los saltos cuánticos dejan de ser saltos lógicos y en el final del episodio no vemos otro destino para nuestros protagonistas que el de la tragedia. Una última inversión económica para adquirir la tarjeta que permita el acceso limitado a la serenidad ansiada: el de una muerte consensuada. El esposo, que también encarna los devenires de Alicia, también perfora el espejo y retorna a la realidad, lo hace otorgándole a Amanda una muerte consensuada, aplastándole la cabeza con la almohada, tal vez un homenaje del final glorioso, abyecto, terrible y lúcido de Atrapado sin salida. La última escena no deja de ser confusa e inquietante, ya que el esposo se encierra quizás con un cúter, para desgañitarse los últimos dientes que le quedan en pie, a favor de los pagadores de la Matrix, en una obscena muestra de las proezas a la que es solicitado en la pantalla, para poder adquirir así un último registro económico de su oscura supervivencia.

El anonimato que ofrecen las redes sin embargo nos expone. Cuando alguien, promediando el capítulo, paga la ominosa diferencia para que él se desenmascare y con su propia mano se humille penetrándose con un guante texturado. Conmovedor, cierto, cotidiano, preciso, acercándonos a esta actualidad que nos desorienta, en el esfuerzo por encontrar las maneras de supervivencia que el trabajo cotidiano ya no contiene ni paga.

Queda al menos el consuelo de amor entre Amanda y Mike en los festejos de sus días de aniversario de casados, con la ilusión de la llegada de un hijo de la plenitud.

Cristian Rodríguez es psicoanalista y escritor.