Una mañana de otoño del año 2003, un juez de apellido Cattani recibía una comunicación del intendente de General Lavalle. En el cementerio de la ciudad habían aparecido unas fosas comunes con la imagen de siempre: un amasijo seco de huesos entreverados.

En General Lavalle el río seguía pasando por Taperas de López, un poco más allá siguieron las barcazas de pescadores encalladas y pudriéndose, ya sin ni siquiera recordar que tuvieron días mejores. Y los afuereños seguían discutiendo sin argumentos si el río se llama de Ajo o de Ajó. Las casas más antiguas no modificaron sus rejas ni sus puertas y ventanas coloniales de medio punto. El paseo por la plaza con el ultimo sol continuó como siempre.

El juez ordenó que el Equipo Argentino de Antropología Forense se hiciera cargo de la investigación. El equipo concluyó en su informe que en la fosa encontraron dos tumbas superpuestas, una encima de la otra, y que hallaron en el lugar 8 esqueletos, 5 de mujeres, 2 de varones y uno que anotaron como GL-17, con una nota al margen que hacía notar que sería probablemente masculino.

El 10 de julio de 2005, Jorge Bergoglio recibía la noticia: uno de esos cuerpos era el de Esther Ballestrino. Fue un día oscuro y triste. Una mala noche de vientos cruzados. Una atormentada noche de sombras.

Bergoglio y Ballestrino se habían conocido hacía muchísimos años, entre tubos de ensayo, microscopios y mecheros Bunsen. Jorge inauguraba sus dieciséis años estudiando química en la escuela número 27, Hipólito Yrigoyen, donde Esther era su profesora de bioquímica. Jorge venía de una vida familiar tranquila. Era el mayor de cinco hermanos en una casa donde se hablaba italiano. Esther, nacida en Uruguay y militante socialista, venía de salvar su vida, huyendo de la dictadura de Iginio Morinigo tras haber fundado el Movimiento femenino de Paraguay, donde había pasado toda su infancia y su juventud.

Esther Ballestrino le enseñaría al alumno Jorge Bergoglio todo lo que sabía sobre el uso del microscopio y las pipetas. Le enseñaría a ver y desentrañar ese universo minúsculo de enzimas y hormonas y otros bichitos. Pero también lo educaría, lo formaría en otras cuestiones. De esas otras cuestiones surgió una amistad de la que él repetiría incansablemente “yo le debo mucho a esa mujer”.

Tiempo después, Bergoglio dejaría atrás las complejidades de la química alimentaria para adentrarse en los misterios de la fe. Allí comenzó lo que sería su destino en el mundo espiritual. Dejó ese universo de pequeños cilindros transparentes con líquidos de colores. Esther Ballestrino estaría hasta el día de su mala hora, explicándole a Jorge Bergoglio las cuestiones del mundo terreno. Años después, él diría de su maestra comunista que “a pesar de que yo era cura, fuimos amigos”. Y no solo eso, también ella le pidió que cuidara unos libros que le dejó cuando necesitó alivianar equipaje mientras marchaba a otro exilio.

Bergoglio ingresó al seminario fascinado por las materias de humanidades. Su avidez de conocimiento le dejó saber que esa era una feliz forma de viajar con la imaginación y el razonamiento. Esther, militante que había conseguido escapar a Argentina refugiándose de la represión, le acercaba otros libros que lo bajaban a tierra. Eso caminó naturalmente hacia una amistad cuyo origen no cambió: ella lo siguió formando y él siguió agradeciéndole cada vez que alguien la nombraba.

Con el comienzo de la última dictadura cívico militar de Argentina, Esther Ballestrino, que había sufrido el secuestro de una de sus hijas y sus dos yernos, necesitó alivianar su equipaje para salir al exilio en Brasil y luego a Suecia. Entonces le dejó sus libros al (ya en ese momento) superior provincial de los jesuitas en Argentina, padre Jorge Bergoglio. Esther volvería poco tiempo después a reunirse con otras mujeres en la iglesia de la Santa Cruz, de la ciudad de Buenos Aires para buscar otros hijos desaparecidos. De allí fue secuestrada con otras Madres de Plaza de Mayo y desaparecida. Los libros, al igual que sus hijas, habían quedado huérfanos.

El 10 de enero de 1977 la costa de Mar del Tuyú amaneció con una postal de horror: cadáveres flotando con las manos atadas. Algunos ya sobre la arena. Otros yendo y viniendo en la resaca de las olas. Cuerpos lacerados. El espanto expuesto al sol en pleno verano. El espanto de lo que pasaba y la advertencia brutal de lo que seguiría pasando. El vértigo horroroso de un precipicio que supo ser infinito. El cuerpo torturado de la amiga, la maestra, la formadora del pensamiento social y político de Jorge Bergoglio, flotaba sobre esa orilla confundiéndose entre otros cuerpos. Todos fueron enterrados en aquella fosa común con un denominativo brutal: NN. Y los malos presagios de Jorge Bergoglio se confirmaron veintiocho años después.

Las enseñanzas de esa mujer siempre estuvieron en su vida, en su largo recorrido casi desconocido entre el pobrerío con sus ya conocidos zapatos negros. Con los que también caminó cargando los libros que ella le pidió cuidar, para dárselos a las hijas de Esther.