El mundo está lleno de malentendidos, podría decirse que es el orden natural de las cosas. Una tarde en que entré en el ultramarinos de la plaza Orwell, las dependientas habían organizado el servicio para poder charlar sin interrumpir el hilo de la conversación. Una cobraba y la otra reponía mercadería, mientras tanto la clientela, de mayoría guiri y minoría local, iba haciendo cola, pagaba y se despedía con un ritmo fluido, calmo y maquinal, aunque la tienda estaba hasta arriba de gente. Me dediqué a inspeccionar unos cuantos artículos, leí algunas etiquetas que estaban traducidas del chino, del coreano y del japonés a diferentes idiomas. Me entretuve con las combinaciones de letras de lenguas que no entiendo, el sueco y el checo, por ejemplo, que comparten alfabeto, pero no se parecen en nada. Comparé unas líneas con otras, me encandilé con diéresis, acentos circunflejos, pequeños círculos por encima de las letras y cedillas con virgulilla por debajo, revisé varios tipos de sobres de sopas y salsas, pero no me decidí por ninguno. Me fascinaban los envoltorios de colores iridiscentes o pasteles, los distintos tipos de ideogramas, la multiplicidad de sabores, los ingredientes desconocidos, las mezclas impensadas como jengibre confitado y pan de gambas, los diseños de publicidad con dibujos de cómic, pero lo que más me intrigaba era lo que las chicas se estaban diciendo. No entendí una sola palabra, no había ninguna punta semántica de la que agarrarme, hubiera dado cualquier cosa por tener unos padres chinos que me hubiesen transmitido el idioma, ni siquiera podía identificar si hablaban chino mandarín, cantonés o wu.
La cola había ido avanzando veloz, tenía mi paquete de algas Nori en la mano, cuando me llegó el turno de pagar sentía tanta envidia que sonreí de frustración. De golpe, las dependientas me miraron y detuvieron el chapurreo al instante. Advertí cómo les trepaba un rubor sofocante por la cara pálida, sentí el peso del silencio suspendido por un instante en los dedos paralizados de la cajera sobre el teclado de la calculadora y dejé de sonreír. Ante mi mirada interrogante la repositora me preguntó asustada si hablaba chino. “Claro que no, ya quisiera”, le respondí y soltaron una carcajada aliviada, confirmando que eran libres para hablar de nosotros sin que nos enteráramos de nada. Manejaban una elegancia tan práctica y discreta que me disuadieron de hacer cualquier clase de pregunta, eso también me dio envidia. Como inmigrante latina tengo tendencia a explicar de más, a explayarme, lo cual es completamente innecesario y contraproducente.
Hace unos meses estaba esperando a que me atendieran en el banco, la cola se había detenido y la mujer que estaba delante mío se adelantó para ver qué estaba sucediendo. Cuando volvió a su sitio me comentó, “estos latinoamericanos son todos iguales, se la pasan dando largas, por cualquier cosa explican la vida entera, como si importara y, mientras tanto, nosotros aquí, haciendo el tonto”. Le informé que yo era argentina, pero, en lugar de retractarse o sentir apuro, me dijo que entonces ya sabía de lo que estaba hablando. Por supuesto que lo sabía, recordaba los primeros años en Barcelona, cuando tenía que hacer trámites de empadronamiento, en el centro de salud, en la policía, en la seguridad social, cuando buscaba piso, durante las entrevistas de trabajo, siempre especificando hasta el más mínimo detalle, obsesionada por dejar en claro que había venido en son de paz, para trabajar, que no quería aprovecharme de nadie, aun sabiendo que de todas maneras era inútil, que por más que explicara nunca iban a dejar de desconfiar de una extranjera, que aburría con mi inseguridad y que les hacía perder el tiempo con mis problemas. Supongo que el hecho de hablar castellano nos hace derrochar palabras en España, porque pensamos que nos entienden. Una persona migrada de un país que no habla castellano tiene que economizar sus mensajes, no puede extenderse en pormenores, va a lo concreto, en el caso de que pueda manejar algunas frases para desenvolverse. Nosotros compartimos la ilusión de que con la palabra nos podemos defender, pero no es cierto. En la próxima vida me gustaría tener una mentalidad más china, a lo mejor ni siquiera tendría necesidad de escribir estos duelos y quebrantos, me dedicaría a ser y punto, ya no padecería más lo de buscar comprensión. Estaría curada.
Cuando conocí al primer chico chino con el que hablé en mi vida, estaba esperando el autobús. En esa época yo todavía vivía en Argentina y trabajaba de camarera en un restaurante por las noches. Se llamaba Shun, él también había terminado su turno en un restaurante asiático, el primero que había abierto en mi ciudad, fueron los que empezaron con la moda del sushi en los años noventa. Después de un rato de estar parados entendimos que habíamos perdido el bus que pasaba a las dos, y en lugar de esperar una hora al siguiente, decidimos caminar juntos hasta el centro, hacía frío para quedarse quietos. Descubrimos que los dos teníamos veinte años, la misma altura y caminábamos rápido, acostumbrados a la velocidad de atender mesas en horas pico, también llevábamos un destapador en el bolsillo posterior del pantalón. Me comentó que yo era la primera lugareña con la que conversaba, había llegado hacía unos cinco meses. Yo estaba realmente asombrada, su castellano era excelente, en poco tiempo había aprendido a mantener conversaciones, a disentir, a reírse de los chistes, entendía todo lo que le hablaba mientras que yo no podía ni pronunciar dos de las tres palabras (luna, azul, trabajo) que quise saber cómo se decían en chino. Lo que más me gustó fue que cualquier cosa que me contaba de China en Argentina era al revés. Primero le pregunté si era budista, me avisó que eso en su país estaba prohibido, sorprendido de que no lo supiera, segundo, si era comunista y respondió que por supuesto, no lo decía orgulloso ni avergonzado, lo expresaba como si no existiera ser otra cosa, como una tautología obvia. Después de un rato de caminata, ya en confianza, me preguntó por qué en Argentina éramos todos iguales. Pensé que estaba de broma, tenía un carácter alegre y me reí del chiste, pero se desconcertó y me aseguró que le interesaba en serio, quería saber si nuestros ancestros eran primos. Le contesté que siempre se decía que los chinos eran todos iguales, me dijo que ya lo sabía y lo desestimó afectuosamente, como uno de las tantas características sin sentido que había encontrado en su nuevo país. Cuando llegamos al centro había bastante animación, era sábado y la gente esperaba dispersa, ocupando la calle, para entrar a las discotecas. Shun me señaló un grupo de chicos, me dijo que eran los amigos que vivían con él, que también trabajaban en el restaurante, pero en distintos turnos. Eran tres chicos chinos de nuestra edad que me sonrieron amistosamente, él me preguntó si los veía parecidos. Habíamos detenido la marcha y bajo las luces de las farolas pude observarlo con atención por primera vez, Shun tenía el pelo lacio, oscuro, con un flequillo que le caía al costado izquierdo y la nuca rapada, la piel de un blanco casi azulado debajo de los ojos cansados. Uno de sus amigos era pelirrojo natural, otro era altísimo con lentes de marco dorado y la cara del tercero estaba cubierta de pequeñas pecas anaranjadas y llevaba el pelo rubio, aclarado con agua oxigenada, como se usaba entonces. Era imposible confundirlos, nunca me los olvidé, para mí fueron los primeros embajadores de otro mundo posible.
Algo parecido pasó con Lamin. Lo conocí de casualidad, yo quería visitar la tumba de Roberto Bolaño y al bajar del tren en Blanes me había subido a un bus equivocado. Viajaba sentada detrás suyo, mirando tranquila por la ventanilla, y al ver que salíamos a la carretera le pregunté cuánto faltaba para el cementerio. Me miró preocupado y me avisó que estábamos yendo para Lloret de Mar, que iba a tener que esperar una hora a que saliera de nuevo el autobús para volver a la estación, y que ahí debería subir al que iba en dirección contraria al que habíamos tomado. Hablaba un inglés roto, trufado con palabras en mandinka y catalán, con la voz de Sammy Davis Junior. No llegaba a los veinticinco años, era extremadamente delgado, de cara triangular y manos grandes y finas, que movía con delicadeza al hablar, usaba ropa deportiva un par de tallas más grande en color azul y blanco con vivos plateados, llevaba una gorra del Barça y una mochila de Spiderman con el cierre del bolsillo roto. Se ofreció para acompañarme a hacer tiempo en la parada, le invité un café de máquina, se fumó tres Winstons seguidos y me contó cómo había llegado de Gambia hacía un año. Su mejor amigo, que estaba casado con una holandesa, le prestó el pasaporte europeo y en uno de los viajes que ella hizo para visitar a su madre se encontró con Lamin, que se lo devolvió y ella se lo llevó de vuelta a su marido. De tan simple parecía imposible, le pregunté cómo había hecho para que los policías no distinguieran la foto al pasar por migraciones y le hizo gracia, “para los blancos los negros somos todos iguales”.
Antes de despedirse me dijo, “la gente piensa que porque soy africano llegué en patera, la verdad es que no me interesa andar contradiciendo a nadie. Sé que si cuento que vine en avión se decepcionan, prefieren una travesía en el mar, que hubiera sido estafado por las mafias de trata, que fuera el único sobreviviente del naufragio de un cayuco, algo más heroico. Cuando se enteran que entré por Ámsterdam, piensan que no me esforcé lo suficiente, como si a mi historia le faltara aventura y emoción.”