Después de que Deleuze y Guattari escribieron el Anti Edipo, los enfoques lacanianos quedaron marcados por una crítica a la que muchos pensadores aún adscriben. La misma apuntaba al psicoanálisis cuestionando la idea de que el inconsciente pudiera estar constituido por el lenguaje. Pues el inconsciente, para Deleuze y Guattari, era anterior al mismo.
Era irrepresentable, no simbólico, constituido por objetos parciales que no se dejaban totalizar: era esquizofrénico.
El sentido venía después, para codificarlo, estructurarlo, maniatarlo, todo lo que los diferentes regímenes políticos hicieron para controlar las subjetividades. El deseo, va a decir Deleuze, es producción y no representación. Es una fábrica y no un teatro. Circulaba por el campo social de manera salvaje, como todo flujo. El psicoanálisis contribuía a la canalización de esos flujos. El complejo de Edipo era una dialéctica totalizadora que reducía y reprimía los objetos parciales.
El deseo era La Cosa, lo innombrable, el terror de todos los regímenes sociales. Pensar en el ello, el yo y el superyó, implicaba apostar a un triangulo que cancelaba de manera aplastante el conflicto. En el conflicto entre el Ello y el superyó, estaba el yo, con su principio de realidad, para mediar y así lograr que el sujeto se adaptase a la realidad.
Pero la concepción psicoanalítica del deseo y del inconsciente -nos dirá Jorge Alemán- puede haber contribuido a una función de adaptación al régimen en una sociedad disciplinaria -ordenada a partir de significantes despóticos e instancias superyoicas que prohibían y sancionaban- sumergido en la cual escribía Freud.
Hoy estamos inmersos en otro orden social, dentro de lo que es el capitalismo tardío, y hay que volver al psicoanálisis, nos dirá Alemán -más que nada lacaniano- para poder ver cuáles son sus posibilidades emancipatorias, en un régimen que domina y subyuga a partir de la esquizofrenia, el caos semántico, la dispersión absoluta del sentido.
Por otra parte, no es que el psicoanálisis lacaniano haya olvidado o no haya visto que existe un real innombrable que se resiste a toda codificación. Por el contrario, el objeto a de Lacan es un objeto parcial, fuera de sentido, del cual el discurso solo de manera fallida puede dar cuenta. El sujeto, para constituirse como tal, choca con ese real, que lo disloca, que lo atormenta, lo desorienta (es la represión primaria, el síntoma, el trauma que nos acompañará toda la vida).
El lenguaje no puede dar cuenta de ese real, hay allí una brecha ontológica entre ambos, pero a la vez necesitamos representarlo, crear ese lenguaje. Un acontecimiento imposible pero a la vez necesario.
La realidad -que no se confunde con lo real- es el conjunto de representaciones, ideologías, símbolos que los seres parlantes ideamos para enfrentar lo irrepresentable. De esta manera, el choque con lo real engendra nuestra constitución sintomática. Lo que surge en ese choque es nuestro encuentro con la lengua, neologismo utilizado por Lacan, en el que coloca tres grandes imposibles que nos van a constituir: a partir de allí seremos seres parlantes, sexuados y mortales. Pero se trata de decidir sobre un terreno que en sí mismo es indecidible. De esta aporía ya no podremos zafar.
A la vez, gracias a aquel choque con lo real, a la escisión del sujeto que produce, a nuestra constitución sintomática, podemos construir el lazo social como un invento. Nos constituimos frente a un Otro, que nos puede seducir, amar, interpelar, desafiar, declarar la guerra, sojuzgar, siempre en una relación que no está dada de antemano. No hay un fundamento que determine nuestra relación con ese Otro. No hay en ese terreno una sustancia que nos fije, como puede ser una identidad. Es por eso que el lazo social nunca está definido de antemano.
A partir de nuestra singularidad podemos pensar en la constitución de un sujeto soberano que pueda emanciparse. Este sujeto emergería por lo tanto de un “No hay”, de un vacio, de un sinsentido. No es una esencia. No es el yo freudiano auto-centrado, consciente de sí mismo, que evalúa las opciones y toma una decisión, en base a un principio de realidad. No es por lo tanto dialectizable.
Los diferentes regímenes políticos, para lograr su domesticación, han intentado atar al sujeto a una identidad fija, fijarlo a una manera de gozar. Así surgen las identificaciones sociales, como las pertenencias a una etnia, a una nación, a órganos colectivos que intentan homogeneizar lo que es en si mismo heterogéneo y parcial.
Estos regímenes actuaron la mayoría de las veces a través de la implementación, al nivel del lenguaje, de significantes amos, cuya función era la de ordenar el resto de significantes que constituían el universo simbólico del ser hablante. Hoy el capitalismo se extiende y se reproduce sin la necesidad de recurrir a esos significantes amos. Es una maquinaria acéfala, que nadie la conduce, que gobierna a partir del caos semántico que produce. A la vez, las autoridades que deberían poner cierto orden para frenar esta hemorragia de sentido, como los Estados, las Naciones Unidas, u otros organismos trasnacionales, no pueden hacerlo.
El Capital va de esta manera destruyendo el universo simbólico que se necesita para que se constituya un sujeto. Porque el Capital necesita un sujeto sin historia, que siempre empiece de nuevo, tanto para producir la mercaía como para consumirla. Las autoridades parecen haberse derrumbado. Ya no se ve el semblante de un padre que pueda poner algo de orden y previsibilidad.
El capital gobierna destruyendo el entramado semántico en el que se construyen los vínculos, los espacios de referencia, las dimensiones temporales que son necesarias para la emergencia de un sujeto que pueda apropiarse de su experiencia.
De esta forma, sin su universo simbólico, sin relaciones con sus semejantes, el sujeto queda solo y desprotegido frente al objeto de goce. Así consume y se consume. Así se envenena y fracasa, y se lo hace responsable de ese fracaso.
Así surge la culpa, y de ella la autoagresión que desemboca en depresión (al no poder dirigir la violencia hacia afuera el sujeto se agrede así mismo).
Frente a esta situación de goce mortífero, frente a la erosión del sujeto, extraviado sin poder ordenarse simbólicamente, ¿no será necesario inventar una nueva autoridad significante que le ponga límites al goce absoluto que lo está destruyendo?


