El Eternauta es mucho más que una serie del montón. Es un milagro, un sueño hecho realidad, algo que necesitábamos para enfrentar este momento oscuro de la sociedad argentina actual, que en su mayoría festeja el desamparo ajeno y hace silencio ante la crueldad. 

Como la oposición política prefiere dormir la siesta, el sindicalismo mirar para otro lado, hacia su propio ombligo de comodidad y conveniencia, los movimientos populares amagan pero no llegan a concretar protestas masivas, tenía que ser desde un espacio artístico que se levante una voz potente contra este individualismo que podrá ganar elecciones pero no la emoción de la gente, para gritar que la salida es colectiva, y que nos vamos a volver a hacer el tiempo para lo grupal, para que la solidaridad, la generosidad y la empatía vuelvan a tener el valor que necesita una comunidad para existir.

La superproducción de Netflix retoma la historia que Héctor Oesterheld materializó en una historieta en 1957: un hombre que junta a un grupo de vecinos para refugiarse de una nieve mortal provocada por una invasión alienígena que controla la mente de humanos y criaturas extrañas. Pero la serie dirigida por Bruno Stagnaro y protagonizada por Ricardo Darín le da un giro a esa trama original y la sitúa en una Buenos Aires actual apocalíptica y maravillosamente ambientada en escenarios reales del norte de Buenos Aires y el conurbano. 

El relato tiene muchas referencias históricas, algunas evidentes y otras inferidas, y una de las cosas que la hicieron tan llamativa y atrapante tanto para los seguidores de culto amantes de la historieta como del gran público es esa capacidad de diálogo con épocas cruciales de la vida cultural, política y social del país. Desde el momento en que fue creada originalmente, cuando la autodenominada Revolución Libertadora había proscripto al peronismo luego de arrojar bombas sobre la Plaza de Mayo, hasta la actualidad gobernada por la derecha libertaria con su celebrada apología de la inhumanidad. Pasando por 1982, cuando durante al final de la dictadura se produce la Guerra de Malvinas, ya que el protagonista de la historia, Juan Salvo, en la serie es un sobreviviente de la guerra. 

Sin embargo, el diálogo más grande, y más presente, que conmueve por su realismo y atrocidad es cuando en plena dictadura, los militares capturan y hacen desaparecer a Oesterheld, a sus hijas, a sus yernos y a sus nietos. Cuando fueron secuestradas Elena tenía 25 años, Diana 23, Beatriz 19 y Marina tenía 18 años. En los seis episodios está presente todo el tiempo la presencia de ellas y de su padre y el recuerdo de que fueron raptadas y continúan desaparecidas. La presencia se produce con referencias internas como la escapada en la serie a Campo de Mayo, uno de los lugares donde estuvo secuestrado el autor, y la desaparición de la hija de Salvo, que en la historieta permanece junto a sus padres; hasta externas como la imagen viral de la promoción de El Eternauta con las fotos de las hijas desaparecidas pegadas encima. 

No por nada el nieto, que colaboró con la producción y la concreción de la serie, aseguró: “La historia de mi familia es indivisible de El Eternauta”. La resistencia también se da desde la estructura artística y las referencias a la argentinidad: el fútbol, el truco, el lunfardo, la traducción de Malvinas por Malvinas y no por Falklands, y sobre todo la música, que brinda otro giro emotivo de pertenencia y pasa por todas las épocas: Manal, Mercedes Sosa, Soda Stereo, Intoxicados, El Mató a un Policía Motorizado. La historia gira alrededor de la frase “Nadie se salva solo” y se potencia con los personajes de Carla Peterson y Andrea Pietra que tienen un rol mucho más activo, humano y de comprensión de los demás, tratando de incorporar siempre la inclusión y preocupación por los otros, como cuando la ex esposa de Salvo deja entrar al local a la chica embarazada o cuando decide llevarse al estudiante que encuentran encerrado. 

El Eternauta probablemente se transforme en la producción audiovisual argentina más reconocida a nivel mundial y significativa para el país por todo lo que representa: esplendor visual, un guión sólido, buenas actuaciones, referencias políticas valientes y un llamado a no claudicar ante la perversidad, aunque no esté de moda por estos días.