En esa manera de acercarse, de tocarlo, de subirse a la cama, de pedirle algo que va más allá del amor, Anna parece querer eludir o borrar la distancia que la separa de su propio hijo. Especialmente porque esos cuerpos al comienzo de la escena parecen negar la edad y el parentesco como si Anna fuera una amante deseosa y abandonada que quiere volver a los brazos del hombre que la rechaza.

Hay en el personaje que interpreta Aldana Illán con una sensibilidad vibrante que abre cada palabra como si atravesara con su voz todo lo que dice y construyera una estela que es la herida del personaje y sobre esa imagen pudiera sostenerse y caer, algo agónico. Anna vagabundea, vive en Barcelona como una adolescente que no sabe qué hacer ni cómo ganarse la vida aunque tenga cuarenta años y un hijo de 25. Los dos parecen seres salidos del fin de la noche, de una fiesta que los destroza pero que desean que no termine nunca. Pedro (Sergio Mayorquín) habita con su belleza triste ese cuarto que no puede pagar y será la calle el único lugar donde la angustia se calme levemente.

Flores muertas es la historia de un regreso. Las tres hermanas vuelven a la casa del hermano muerto en Buenos Aires. Esperanza (Liliana Weimer) y Nora (Matilde Campilongo) llegan de un pueblo mortecino en la provincia de Buenos Aires con sus vidas apagadas y sus hijos que no logran ser felices. Solange (Yanina Gruden) sostiene una rutina apegada a su madre y Román (Juan Tupac Soler) intenta convertirse en escritor sin mucha suerte. Pero el texto y la puesta de Natalia Villamil consiguen instalar en la escena una euforia almodovariana que no se apaga ni con la certeza del fracaso de todas esas vidas juntas. Anna es la hermana más joven que se une a ese extraño duelo en una casona llena de esculturas tétricas, un lugar donde la soledad se cuenta en ese tetrabrik de Resero que nadie guardó y que fue el compañero final del muerto (en un acierto de la escenografía diseñada por Rodrigo González Garrillo).

Entre esas mujeres tan deshechas como avasallantes donde el amor es una promesa casi inexistente y casarse puede ser algo demasiado parecido a desperdiciar la propia vida para después ser un despojo desechable, los diálogos suceden como latigazos y puñaladas. No hay piedad entre ellas, los reproches son como un encuentro entre payadores donde la palabra puede terminar en una herida de muerte. La familia no es especialmente un lugar de comprensión pero las tres intentan ser algo diferente con sus propios hijos aunque siempre fracasan. Los aman hasta quitarles la autonomía y la capacidad de sobrevivir, como hace Esperanza con Solange y Anna con Pedro o los desprecian sin crueldad, solo con un sutil desconcierto o falta de confianza como hace Nora con Román. Todo es tan cotidiano como trágico.

Los personajes tienen una cercanía con lo extremo, especialmente Anna pero también Solange en la forma interpretativa de Yanina Gruden donde el conflicto adquiere una rigidez en el cuerpo mientras que la conciencia crítica de su personaje hace que la actriz rechace la tristeza o la autoindulgencia para manifestar una bronca contenida. Esa joven, que podría parecer sometida, adquiere una actitud desafiante. Solange está maniatada pero es consciente de la pobreza de su vida, es un ser al acecho dispuesta a encontrar un resquicio para escaparse. Algo similar sucede en Román. Juan Tupac Soler presenta un joven melancólico pero plagado de tics, con una ansiedad que lo lleva a apartarse, a ser otro en la escritura.

El afecto es una experiencia demasiado difícil, un territorio en el que no saben muy bien cómo moverse. Estar juntos es algo asfixiante, en Flores muertas la familia es el lugar del que hay que huir pero al que es imposible no volver. Llegar a esa casa es una manera de escaparse, de cambiar, de salir de una vida que las agobia pero la cercanía, el choque de esas voces, de esos talantes desatados no reproduce la tristeza sino que contagia la escena de una euforia inútil para los personajes pero disfrutable para el público. Matilde Campilongo y Liliana Weimer juegan claramente el código de la comedia sin desatender los dolores de sus personajes pero todo en el armado actoral busca una distancia frágil con el drama como si los personajes se negaran a ser derrotados. La excepción es Pedro que no participa de los momentos más álgidos del desarrollo de la trama. Alguien que permanece en su campana de cristal más allá del espacio físico que pueda compartir con los otros. En la escena final, la iluminación de Matías Sendón da cuenta de esta lejanía, de ese mundo interno, del encierro mental del personaje.

Villamil logra un ritmo narrativo, tanto desde la dramaturgia como desde la dirección que se aleja de la melancolía. Los momentos de transición donde se escuchan los cantos de Guadalupe Otheguy hablan de ese montaje teatral expuesto, de ese procedimiento que nos acerca a la ilusión del teatro.

Los reproches tienen el efecto de una réplica cómica, los recuerdos son como una zarza ardiente y el presente donde los cuerpos están como encendidos, dispuestos a hacer algo aunque no saben muy bien cómo direccionar ese deseo y esa insatisfacción que padecen, logran recomponer algo vital, algo que se dibuja entre los movimientos como si en cada desplazamiento surgiera otro cuerpo, el del muerto o el de ellos mismos en una lucha con el pasado.

Flores muertas se presenta de jueves a domingos a las 21 en el Teatro Cervantes.