En literatura, hablar de un punto geográfico cerrado sobre sí mismo es una metáfora acerca del funcionamiento en sí de la literatura misma, o sea, como artefacto, como mecanismo, como cosa. No importa mucho el referente, el truco es simple (en su concepción, no así en su realización): concentrar la mirada, construir desde dentro la referencia, transforma a la aldea pintada en el mundo, así como la mónada de Leibniz se conectaba con todo lo creado sin tener, necesariamente, ventanas. En Arderá el viento, última novela de Guillermo Saccomanno, flamante ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2025, la Villa de la que habla ese narrador múltiple, ubicuo, que puede ser todos los habitantes o la alternancia de cada uno, que también puede ser la nada (una nada parlante que se come todo lo dicho, como el viento del título amenazante), esa Villa es y no es Villa Gesell, es y no es la costa argentina, es y no es nuestro país. Lo que sí, es una inmejorable lente con la cual ver la miseria humana y sus pasiones inútiles, con personajes que buscan la belleza en la arena marrón de una costa imaginaria. Una búsqueda, claro, que no se encuentra con su tan anhelado fetiche, y que queda, como casi todo en la Villa, sumergida en la frustración.

La historia comienza con la llegada a la Villa de la familia Esterházy, con Hugo, el padre, Moni (Monique Dubois, nom de plume o de guerre de Judith Rosemberg), la madre, y dos criaturas, Lazlo y Aniko. Se sabe, por boca de Hugo, que este excéntrico patriarca viene de una estirpe aristocrática de Europa del Este, puede ser un príncipe, un conde, un barón, pero lo que realmente va a ser en la Villa es dos cosas: un pintor frustrado y el dueño del Hotel Habsburgo, el cual pasará de tener temporadas más o menos decentes a desaparecer de manera escandalosa, de la mano de la administración deficiente de la familia, de lo errático de los veraneantes y, por sobre todo, de los escándalos familiares de este grupo díscolo de extranjeros locales, demasiado locales. Esterházy busca una obra perfecta en el lienzo blanco que, como el neutro color de la ballena de Ahab, lo persigue hasta sacarlo de quicio; Moni, poeta, anhela escribir una novela que resuma todas sus aventuras sexuales, en un tono erótico que suena a kitsch, pero que es lo máximo a lo que puede aspirar, además de entregar su cuerpo a cuanta persona ose cruzarse en su camino, desde el intendente hasta Dante, el periodista de El Vocero, hasta Barroso, el jefe de la policía local, hasta Dulce, una tierna hippie que vive convencida de que hay chances de hablar con los familiares muertos como si los vivos fuesen poco en la Villa. Los chicos no se quedan atrás: en estas páginas, vamos también a descubrir la personalidad nietzscheana de Lazlo y la mística de Aniko, dos hermanos cuya relación se tiñe de una rara cercanía.

Pero esta historia no es la historia del Hotel Habsburgo, que sería la puesta en abismo de toda la novela: un sitio que condensa los males de la Villa, que es un espejo cerrado sobre sí, así como la Villa podría representar cualquier ciudad literaria que se nos pueda ocurrir, menos alegre que Macondo, mucho más cerca de la Santa María de Onetti o de la Yoknapatawpha de Faulkner. Arderá el viento no tiene protagonista fijo, sino puntos de vistas que se van solapando, interrumpiendo. La Villa no es un lugar inédito en la obra del autor. Bien podemos decir que esta novela es un ejercicio de condensación, de revisión y modificación de lo que ya estaba en otro gran libro de Guillermo, Cámara Gesell.

En la novela de 2012, Dante, acompañado del remisero Virgilio, funcionaba como el hilo que ligaba las historias de la tan mentada Villa, y el centro de la novela era la representación de la marginalidad y la delincuencia, la tensión entre clases en este punto geográfico, y también una reflexión acerca de la relación entre poesía (o sea, el arte) y la sociedad. Las entradas de Cámara Gesell combinaban largos fragmentos narrativos con oraciones pequeñas, casi epigramas o versos de un poema que parecía construirse a contrapelo de una historia trágica que pasaba, para decirlo rápidamente, antes de la llegada de la temporada, en los tiempos donde no hay veraneantes en la ciudad costera. En Arderá el viento, lo que tenemos es un relato organizado en dos partes, un “Nosotros” inicial que es el “mito” de la novela, un dramatis personae en cuatro páginas, y un “Ellos” que despliega el relato en sí en capítulos cortos, que siempre terminan en una frase inteligente, contundente como las piñas que nos vamos a comer nosotros, lectores, al llegar a cada final de párrafo, a cada descubrimiento de la oscura trama. Ese poema elusivo de Cámara Gesell se mezcla aquí con el relato, haciendo un todo más armónico, cuya forma resulta más invisible, para decirlo de algún modo.

Saccomanno recuerda con este procedimiento de reescritura, en algún sentido, lo que hacía el propio Bolaño en su literatura: reescribir para afuera, agotando las posibilidades de un argumento en más de una obra. Moni, la poeta, está en Cámara Gesell, pero en Arderá el viento es una escritora que se cree genial y que usa la sexualidad como herramienta. Están también los hippies que se comieron el verso natural de la Villa, están los mismos burócratas corruptos, está La Virgencita, y está también Dante (y su Virgilio), los únicos con el mismo rol, como si fuesen la piedra en donde se apoyan las dos novelas. De ahí que se pueda inferir que la brutalidad y delincuencia de Cámara se troca aquí por una cuestión más metaliteraria: varios son los artistas arruinados, frustrados, que se reencuentran con la belleza de lo imposible en las páginas de Arderá el viento. Dante es un periodista que no puede dejar de escribir sobre lo que ve, lo que sabe, por más que ponga en riesgo a su diario y a su propia vida al hacerlo: ¿no hay allí una ética del escritor? Hecho pelota por el cigarrillo, sin un mango, tratando de estar más allá de sus deseos más bajos, sin embargo, publica la verdad, escribe lo que todos callan. El contrapunto de Dante es Elsie, la hija del ferretero Tomasewski, una pianista frustrada porque la bestia de Lazlo le cerró la tapa del piano sobre sus dedos en una de las clases privadas que daba para esta elite venida a menos del hotel. Elsie trata de luchar contra la imposibilidad de tocar, Dante está condenado a ver y contar lo que ve, Elsie crea desde el límite algo que es más verdadero que los chismes publicados. Los dos, como Moni, o Esterházy, o Lazlo y sus aspiraciones supremacistas, o Greco y el proyecto inmobiliario caído, tratan de construir algo que los podría redimir, pero se les escapa de las manos, como si fuesen Tántalo con sus manzanas en el inframundo de la Villa, como si armasen, obsesivamente, castillos de arena. Y no pueden dejar de hacerlo. Son personajes atrapados por la ambición de los perdedores. De ahí que Arderá el viento termine siendo una novela (por momentos, poética, por momentos, teórica, como toda buena novela) que, en condensadas, ajustadas páginas, define el verdadero motor de lo que nos empuja: lo inalcanzable.