Marcela Quiroga tenía doce años cuando la dictadura mató a su mamá. Ella pasó casi tres meses cautiva en centros clandestinos, preguntándose qué había sido de sus dos hermanos. Pero dentro del horror encontró su tabla de salvación. Héctor Oesterheld, creador de El Eternauta –el cómic que Netflix convirtió en serie y en furor mundial–, buscó darle una rutina para que su vida no terminara de convertirse en un calvario: con las marcas del secuestro y la tortura a cuestas, él le enseñaba literatura y le recomendaba a “Marcelita” tomar algo de sol. “Esta gente –se refiere a los secuestrados con los que compartió cautiverio– me cuidó como una familia. Me estaban sosteniendo, cuidando de mí. No tengo palabras. Héctor era muy cercano a mí. Era con quien más confiada estaba”, dice en referencia al historietista que sigue desaparecido.
Marcela Quiroga avisa que llegará diez minutos más tarde a la cita. Propuso encontrarse en una cafetería ubicada en la Avenida Mitre. Está ubicada justo frente a la plaza central del partido de Avellaneda. Es el parque al que ella solía ir con su mamá, sentarse, comer golosinas, mirar las palomas volar. En esa plaza hay un banco que habla de las infancias victimizadas por quienes debían cuidarlas. Es una casualidad, pero ese banco –sin proponérselo– habla de la historia de Marcela.
Marcela es la hija de María Nicasia Rodríguez y Cipriano Quiroga. María había nacido en San Luis y se había mudado a Buenos Aires en la década de 1960. “Mary” y Cipriano se casaron. Tuvieron dos hijos: Marcela y Sergio. Vivían en el barrio Entre Vías de Avellaneda. Él trabajaba como mecánico y ella se acercó al peronismo cuando empezó a hacer tareas de limpieza en una unidad básica de la zona.
Al tiempo, “Mary” formó pareja con otro compañero, Juan Guillermo Fernández Amarilla, y con él tuvo su tercera hija, Marina, que nació en 1976. Para entonces, ya estaban en la clandestinidad. Fernández Amarilla fue secuestrado en septiembre de 1976 –un año antes de que la desgracia total se ciñera sobre la familia.
“Mary” alquiló una casita en Villa España, Berazategui. Vivía con sus tres hijos y un compañero de Montoneros, Arturo Alejandro Jaimez, a quien le decían “Silver”. Tenía 22 años, pero aparentaba ser mayor. En la madrugada del 6 de septiembre de 1977 hubo un operativo, orquestado por el Batallón de Comunicaciones 601 de City Bell, en el barrio. “Mary” despertó a sus hijos y les dijo que se metieran en el baño.
Marcela recuerda que ella gritaba que no tiraran, que había chicos. Los militares no parecían creerle hasta que uno de ellos lo confirmó. “Hay pichones en el nido”, avisó. Al rato, los separaron. A Marcela la interrogaron sobre su familia y los conocidos de su mamá. Se la llevaron. Sus hermanitos terminaron en una comisaría y finalmente fueron entregados a su familia. Comenzó un largo periplo, para ella, por el Regimiento de La Tablada y los centros clandestinos conocidos como Vesubio y Sheraton.
El héroe colectivo
A Héctor Oesterheld lo conoció en Vesubio, pero no tuvo tanto trato con él entonces. Se acercó más a otras dos secuestradas, Silvia Corazza y Elena Alfaro. Tenía especial simpatía también por María del Pilar García Reyes, a quien ella llamaba “Marita”.
Un día de octubre de 1976 le anunciaron que iban a trasladarla al “Embudo”. Las otras secuestradas le pidieron que no llorara y le aseguraron que iba a estar mejor, que no iba a comer el guiso seco que les servían como toda comida ahí dentro. Del Vesubio se la llevaron con los ojos vendados en un auto con Oesterheld.
–Cuando nos trasladan al Embudo, yo ya me pego más a Héctor porque era a quien más conocía, si bien después me uno al resto. Estaban Lali (Adela Candela de Lanzillotti), Sarita (Ana María Caruso), pero yo estaba cerca de Héctor sobre todo.
–¿Habías leído El eternauta?
–No, yo sabía que existía porque en casa de militantes se leían esas revistas. El padre de mi hermana, Guillermo, lo leía y comentaba cosas.
El “Sheraton” o el “Embudo”, como lo conoció Marcela en plena dictadura, era la subcomisaría de Villa Insuperable. Allí se aplicaba un tratamiento siniestro para los detenidos: a algunos les dejaban tomar contacto con sus familias, crecía la esperanza de recuperar la libertad, pero lo único certero era la muerte y la desaparición.
–¿Cómo es que armaron una rutina para vos dentro del Sheraton?
–Un día me llamaron mis compañeros porque había dormido mucho. Nosotros comíamos lo mismo que los policías. Entonces me dijeron: “Marcelita, te tenés que levantar antes de las nueve". Se me empieza a armar ahí una rutina de estudios. Héctor me enseñaba literatura. Sarita y Roberto (Carri) me daban otras clases. Había un libro de Juana de Ibarbourou, que a mí me gustaba. Tengo la imagen de Héctor sentado a los pies de la cama leyendo Selva o buscando otras lecturas para mí. A la tarde también tenía actividades. Héctor iba al patio, que era como un pulmón (de la subcomisaría) y me decía: “Vamos, Marcelita, al patio, que estás muy blanca”. Una vez, veía que él buscaba un palito e hizo una pelotita. Me dijo que atajara la pelota. Supe ahí que se llamaba hockey porque no conocía ese deporte.
–¿Cómo supiste que era el creador de El eternauta?
–Él me dijo que era el autor cuando estaba apoyado en los pies de mi cama. Como que no tuve ese asombro. Era, para mí, como un abuelo. Yo descubrí que me gustaba leer por él o que no me costaban las actividades de Lengua. Yo estaba cansada de la comida que me daban y Héctor me decía: “Marcelita tenés que comer algo de carne”.
–¿Lo viste escribir en el Sheraton?
–Él siempre estaba escribiendo algo, pero yo no preguntaba qué estaba escribiendo. Había aprendido eso en una casa de militantes. Él siempre estaba con su cuadernito, hojas y lapicera en mano. Yo también escribía cosas que pensaba, que pretendían ser poemas y hacían mención a mis hermanos.
–¿Te decía que le gustaba lo que escribías?
–No sé si le gustaba. Pienso que aparece un niño y te conecta con la vida. Humildemente yo creo que pude haber generado algo de eso en todos ellos, que tenían hijos o nietos. Cuánto de esa necesidad de volcar esos cuidados en sus propios hijos la volcaron en mí. Ahora lo pienso como adulta. Cuánto dolor. En medio de esa oscuridad aparezco yo, a quien tienen que cuidar, sostener y tratar de que vea las menos mierdas posibles.
–Fueron tu héroe colectivo…
–Desde ya. Son como mi familia paralela. Esa que te salva y te abraza, y te ilumina más allá de este mundo. Esta gente me cuidó como una familia. Me estaban sosteniendo, cuidando de mí. No tengo palabras. Héctor era muy cercano. Era con quien yo más confiada estaba. Estaba siempre atento. Si me quedaba en la celda, escribiendo sola, él venía. No me dejaban sola. Hoy, de adulta, siento que estaban pendientes de que no decayera.
Hacer memoria funciona
En noviembre de 1977, Marcela salió del Sheraton y fue a vivir con su papá a la zona de Wilde. Sus compañeros de cautiverio la abrazaron, besaron, peinaron para que saliera lo mejor posible. Oesterheld le recomendó: “Estudiá”.
Ella completó los dos años que le faltaban de la primaria en uno. “Lo hice con lo que aprendí ahí adentro”, dice. Fueron tiempos difíciles. A la noche no podía conciliar el sueño; solo dormía de día. A los quince años, se propuso levantar una pared y dejar su pasado atrás. Pero ese pasado seguía estando allí.
–Yo no sabía firmar. Firmaba y me trababa. Era una cosa de locos. Firmaba con mi nombre de casada, acostumbrada a firmar el cuaderno de comunicaciones de mis hijos. Como no sabía firmar, empecé a practicar mi firma sola. No podía escribir Marcela Quiroga. Al final, yo seguía desaparecida–dice.
Sin embargo, hubo fisuras. En los ‘80, ella trabajaba en un comercio y escuchó que alguien hablaba del Nunca Más, el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep).
–No sé cómo me animé, pero lo pedí prestado. Me lo dieron. Me lo traje a escondidas a mi casa. Cuando empecé a leer, busqué el nombre de Héctor, que era el único que recordaba. Ahí me enteré de que le decían Sheraton al lugar y empecé a desbloquear porque me había propuesto olvidar.
Recién en 2001 se acercó a preguntar por las leyes reparatorias. En 2003, cuando hacía poco tiempo que había nacido su segunda hija, recibió una nota de la Secretaría de Derechos Humanos con el nombre de su mamá y un número de causa. “No entendía de qué me hablaban. Yo me senté y dije: ‘Ah, entonces me creyeron’. Empecé a armar el rompecabezas de mi vida, que estaba todo desarmado. Reconstruir todo eso fue totalmente reparador. Cuando inicié el camino de los juicios, muchos compañeros –hijos y sobrevivientes– me dijeron que era valiente. No soy valiente. Lo que pasa es que no es lo mismo enfrentarse a un juicio cuando hay un Estado que te protege, que te da garantías. No es lo mismo que ahora”.
Desde que se estrenó la serie, Marcela se siente revolucionada. Muchos recuerdos. “Es poquito lo que tengo que decir –se excusa–, pero es mucho lo que siento. Yo solo quiero que se sepa que yo estuve, que yo lo vi, que hasta noviembre de 1977 estuvo en el Sheraton. No quiero que esto quede acá”.
Marcela sale del bar. Camina por la Plaza Alsina, la misma que visitaba con su mamá. A las horas, manda un mensaje: “Algo que no expresé ayer y que siento y repito a diario: aunque lo hayan matado y terminado con su vida en este mundo, no lo pudieron callar. Y con él tampoco pudieron callar a los 30.000 por los que seguimos pidiendo justicia”.