"El mundo era tan reciente que/ muchas cosas carecían de nombre,/ y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo". Gabriel García Márquez. Cien años de Soledad
Mi abuela solía contarme que ella, en realidad, se iba a llamar Evangelina pero que en Caldas de Reis, España, la tradición era que, al nacer, te vaya a anotar tu abuela, y su abuela, es decir, mi bisabuela, entonces, la anotó como Virtudes porque no le gustaba el nombre Evangelina.
El tema fue que, al llegar a Argentina, en el pasaporte le pusieron “Vertudes”, y como aquí ese nombre ni existía ni era familiar le empezaron a decir Berta. Y así la despedimos del mundo como “Berta” con B larga y, quizás, muy lejos de sus virtudes. Hay muchísimas más historias de nombres y apellidos cambiados como esta cuando el traspaso de fronteras dependía de la buena voluntad de alguien que tomaba notas a mano.
Mi vecina Dolly se llama Dolly, así tal cual. Y Lía Crucet en verdad se llamaba Delia, como mi otra abuela aunque, claramente, la elección del nombre artístico “Lía” en los 90 encarnaba mejor el espíritu de la movida tropical que Delia, que representaba canelones y tucos de domingo.
Tuve en un momento, en un grupo de 15 alumnos, cuatro alumnas llamadas Lucía, todas más o menos de la misma edad, todas quizás “hijas” de la canción de Serrat. Cuando pienso en estas cosas quisiera hacer un censo de cuántos Diego Armando nacieron en el 82, cuántos Rodrigo en el 2000 y cuántos Lionel, con todas sus variantes, en el 2022.
Estimo que ni siquiera hace falta el censo porque esa información está a un clic de distancia. Pero no importan tanto las respuestas como poder pensar en esos hechos… ¿qué nombres se habrán repetido durante los nacimientos en pandemia? ¿qué nombres se habrán repetido después de la segunda guerra mundial? ¿niños con qué nombres estarán naciendo este año?
Las historias de los nombres resultan, así, alucinantes. Hay quienes cuentan primero quién se los dio, otros que ponen de relieve el significado, hay quienes se cambian el nombre porque el que llevan ya no los conforma.
Quienes tienen dos nombres muchas veces elijen solo uno, quienes reciben apodos y sus nombres de pila quedan olvidados. Nombres que se repiten en el árbol familiar: familias enteras de “Juanes algo”, familias enteras de “Marías algo”, nombres entre hermanos que combinan entre sí, nombres de época, nombres poco frecuentes.
La problemática de la lingüística de todos los tiempos queda allí manifiesta en el acto de nombrar algo que nace, algo que aparece en el mundo y que necesita ser llamado.
La relación de las palabras y las cosas. La palabra crea y define los bordes de algo que ahora se llama así o asá y que lo representa.
Nos deberíamos armar un mito personal en torno de la elección de nuestros nombres. Un mito que nos sea constitutivo y que podamos narrar cada vez que nos preguntemos o nos pregunten por nuestros nombres.
Narrar a nuestro modo quizá, sin importar cuánto de verdad verdadera haya en ese mito, un hecho fundante del que no fuimos testigos pero somos protagonistas; al que accedemos un poco por el relato de los nuestros que ya estaban allí cuando llegamos al mundo o narrar algo sobre nuestro nombre que no necesariamente tenga que ver con lo real sino con lo que pudimos hacer a lo largo de nuestra vida con eso.
Narrar nuestros nombres como un modo de contarnos sobre nosotros mismos.