"…la materia es irreal./ Su plenitud es precisamente la de un espejo,/ que simula estar lleno y está vacío,/ es un fantasma que ni siquiera desaparece/ porque no tiene la capacidad de cesar…" Enéadas III. Plotino
Enrico estaba asombrado y como solía ser su costumbre, lo que transmitió fue con su habitual vehemencia, lo que tornaba dudosa su afirmación de que había hablado con un fantasma. Carlos le preguntó, mirando a Mauro y a Ramón y a mí, con incredulidad. ¿En serio?
Pensamos que tal vez era una broma, que no eran inusuales en él, pero rápidamente nos percatamos que no. Ramón con estupor repreguntó: ¿En serio viste un fantasma?
Lo vi y hablé con él, enfatizó. Estaba en mi escritorio, cuando a la madrugada entré para comenzar un relato que comenzaba a partir de un sueño del que acababa de despertar. Iba a prender la luz cuando escuche su voz que dijo: Por favor, no lo hagas. Si prendés la luz no podrás verme.
Le hice caso, al fin de cuentas sería una conversación y una experiencia interesante. Los burgueses somos todos parecidos y hablamos sin cesar y a nadie…
Enrico no podía sustraerse a esa idea y siempre se interesaba en los desposeídos, los olvidados y por eso su versión nos resultaba sumamente sospechosa. Incluso podía encubrir una cierta ironía acerca de nosotros mismos. Ramón con cierto fastidio le preguntó ¿Y qué te dijo?
Me dijo que había tenido una vida muy común, que había perdido a sus padres tempranamente, que había ejercido su profesión docente con cierta precariedad y que los muchos errores de su vida terminaron por arrojarlo al desamparo y la errancia del vagabundeo sin saber hacia dónde dirigirse y cómo comportarse. No sabía hacer otra cosa que leer algún libro para justificarse y que por esa razón entró en mi escritorio. Con la esperanza de encontrar alguno que contrarrestase la noción de eternidad que le causaba espanto.
Me atreví a entrar aquí, agregó, porque nunca me negaron una limosna cada vez que la pedía y porque a través de la ventana, en diversas oportunidades, pude observar la cantidad de libros en la biblioteca.
Enrico creyó recordarlo y le preguntó, si la primera vez no había recibido un sándwich de manos de su hijita, la pequeña que ya no estaba. Sí, sí, dijo con complacencia. Esa fue la primera vez, yo venía con hambre atrasada y me preparó un suculento sándwich y no fue sólo esa vez…
Una luna amarilla que reapareció entre las ramas de los árboles atravesó los cristales de la ventana y la parte media del cuerpo del fantasma desapareció dejando vislumbrar tan solo su rostro y los hombros y luego, como después de un intersticio, el resto del cuerpo, de los muslos para abajo.
Con recuperado asombro, Enrico aclaró, lo increíble es que seguía hablando. No sé qué hacer, me dijo, no sé cómo encarar mi situación y la verdad es que tengo miedo…Antes tenía miedo de la maldad de la gente, de su indiferencia, incluso llegué tener miedo de tener miedo…como comprenderá soy muy acotado.
Mi intimidad central ya no se aviene con el tiempo cronológico y no se apacigua con los sueños, ni las felicidades pasajeras, tampoco con las meras palabras, aunque ya lo comprueba, sigo siendo contradictorio porque en mi desesperación busco en los libros la posibilidad de contrarrestar esta eternidad insoportable.
Muchas noches, sólo ante la orilla de nuestro río solía oír el barroso rumor de sus aguas que emanaban fluidamente y aún recuerdo la convicción tan rara de que nunca era el mismo. Eso me daba la convicción de arrastrar mis penurias y una posible elección de abdicar ante la posesión ilusoria de todo lo querido. Aunque nadie cree en el abdicar porque exaltamos una excusa absurda, pero consistente: el egoísmo.
En suma, mis ojos ausentes ya entonces remontaban la ciénaga que modulaba mis pasos y el desconcierto que me desbordaba de deshacer a cada tramo el Ser.
Yo había sido la variación cotidiana de mis circunstancias, ahora la monótona reiteración de mi estado y solo me resta un propósito: encontrar el secreto que me haga desaparecer para siempre.
Sin percatarnos había transcurrido la madrugada y cuando la primera luz del alba se filtró por la ventana, el fantasma recurrió a un cono de sombras para seguir siendo visible… no así mi estupor, puesto que, prácticamente sin pensarlo, con cierto malestar, le dije: Discúlpeme, pero yo que usted me desvanecería.
El caso es, me respondió, que no sé cómo hacerlo. Tal vez yo no sé precisar la dirección del tiempo, y para colmo ahora el presente es la eterna agonía del momento…Yo creía que el tiempo era un subordinado del movimiento, pero ahora nada se deja definir por la enumeración de sus partes. El presente es presente pasado y porvenir simultáneamente y yo soy el que sostiene ese estado al cual no sé como abolir.
Se darán cuenta, dijo Enrico que la impresión que saqué de él no era muy elogiosa. Vagando de aquí para allá se encontró en mi escritorio con la idea estúpida de que en un libro podría estar la clave para desaparecer definitivamente. Sólo alguien que ha tenido una falsa conciencia de las cosas, digamos, una conciencia literaria, puede creer eso.
Bueno, tal vez ha leído La epopeya de Gilgamesh, dijo Mauro, a Simone de Beauvoir…o Borges.
Ramón riéndose se extendió: Los estúpidos son ustedes, éste nos dice que habló con un fantasma desorientado, que no sabe cómo desvanecerse y ustedes hablan de una falsa conciencia de las cosas.
Y agregó: Mejor me voy, no vaya a ser que me contagie, y efectivamente, fiel a su costumbre de retirarse cuando el tema no era el único donde él se centraba, se fue.
Nosotros seguimos escuchando a Enrico, que efectivamente nos contaba algo increíble. De todas formas, dijo, esa fue la impresión que me causó, mientras continuaba reapareciendo parcialmente de aquí para allá, confidenciando su infelicidad de ultratumba con su voz gravosa de una monotonía propia de cualquier entidad eterna.
Acaso tan necio, tonto y obtuso como cualquier persona real que aspira a vivir eternamente. Si hubiera estado vivo lo hubiera echado a patadas de mi escritorio que ya es suficientemente infinito. Por suerte, la luz de la mañana avanzando plenamente sobre la habitación lo disolvió de mi percepción y yo intenté regresar de inmediato a mis hábitos, eso sí, sin dejar un ligero temblor de que pudiese esperarme un destino semejante.
Existen mortales tan desdichados como ese fantasma, expresó Carlos, y tal vez tengan almas como creemos tenerla nosotros.
Bueno, agregó Enrico, ahora recuerdo que en su vagabundeo buscaba descubrirse a sí mismo y lo que descubría lo deprimía extremadamente, puesto que todo lo que intentó en su vida había sido un completo fracaso. Un rasgo de ese fracaso, una proyección tímida y menguante de ese fracaso también me ensombrecía y acaso por eso, logré la confidencia de semejante personaje. Ahora siento que lo he juzgado severamente, pero tal vez porque en un lugar muy recóndito de mí mismo, lo he sentido como muy parecido a mí, siempre desconcertado por los misterios que la hyle vertiginosa de lo vivido nos depara.
Los rayos del sol que atravesaban la ventana eran poderosos en mi escritorio. No necesité prender la luz para recorrer, sin una razón necesaria, los libros en los anaqueles de las bibliotecas, con la convicción ineludible de aquellos que no volvería a leer.
Un sesgo de angustia me invadió como si me estuviese despidiendo de insistentes amigos, en extremo confidentes y entrañables. Me pregunté qué sería de ellos cuando yo faltase, pero fiel a mi costumbre de hacerme el distraído, me empeñé en apartarme, de desrealizar mi ser y para eso, como siempre me ocurre, no había nada mejor que comenzar a escribir mi relato.