El lenguaje del viento ha sido narrado en el Abya yala, el universo de las Primeras Naciones, por muchas voces ancianas, capaces de recordar el pasado con entereza para darle un sentido a los fenómenos climáticos. Entreteniendo a la luz del fuego, dando luz a la imaginación de los hijos, los nietos, que guardarán en el alma la oralidad inspiradora.

Los amautas de Qosqo, los filósofos poseedores de sabiduría, contaban que Pachamac y Viracocha, los dioses superiores, llevaron con sumo cuidado a lo más alto del cielo a Nusta, una doncella real con un gran cántaro repleto de agua para derramarla sobre la tierra cuando fuera necesario. Ella se encarga de esparcir las gotas pequeñas para el riego, la nieve suave como algodón cayendo sobre las cumbres. Nusta tiene ahí arriba un hermano, que como todo hermano se encarga a veces de molestarla y con mucha maldad le rompe de vez en cuando su cántaro. Por eso cae la lluvia torrencial y las tormentas con truenos y rayos. Nusta además deja caer sus lágrimas que se hacen granizo y el tiempo se complica hasta que vuelve a arreglar su cántaro de agua y todo vuelve a la calma.

La leyenda fue escrita en versos quichua en nudos de colores, quipus, y traducida dice: “Hermosa, tu hermano, el cantarillo lo está quebrando y por eso a veces hay truenos que caen. Envías las aguas tranquilas y el nevado suave porque eres mujer, dulce y amorosa. Viracocha te puso en lo alto y un alma bella te ha dado”.

En Bolivia, los sirionó contaban que Abatshyekwáyá es una especie de viento que es también el dueño de la selva, y anuncia la enfermedad y la muerte. Puede adoptar la figura del rayo. Se dice que las personas que en vida fueron malas con los demás, cuando mueren se van con esa deidad y se convierten a la vez en uno de ellos, por eso son muchos y generan tormentas en todas partes. Los ancianos tenían un grito que enseñaron a los jóvenes para espantarlo, decía ¡ehoy ehoy ehoy!, con ese grito el abatshyekwáyá huía. Su nombre significa: cosa que no se ve. Otros abuelos transmitieron que las tormentas eléctricas son causadas por Miá éinge eíkwa, que cuando se enoja empieza a agitar el cielo y manda agua y tormentas fortísimas.

En el norte argentino la cantora qom Emma Cuañeri, contó que el viento norte hace que salgan víboras en el monte. Cuando empieza a soplar, las gentes corren a las casas a resguardarse porque es el viento que trae pestes. Los abuelos solían decir que los remolinos podían llevar a las personas, levantarlas en el aire y hacerlas desaparecer.

María Toribio, tejedora wichí, habló sobre la historia de la “piedra rayo”. Cada vez que hay tormenta eléctrica y uno puede ver claramente dónde cayó el rayo, al día siguiente al excavar la tierra puede encontrar la famosa piedra. Se debe ser respetuoso y cuidadoso de ella. Es una piedra ovalada del tamaño de una pera que tiene el poder de generar mal tiempo donde se la lleve. Por lo general, quien la encuentra la guarda en un lugar seguro y debe evitar exhibirla en público. Por varias experiencias, los wichí han comprobado que enseguida se arma una tormenta que arranca con furia los árboles y provoca la voladura de techos.

En la zona de Cuyo, el viento zonda también es el protagonista de la oralidad huarpe. Cuentan que Gilanco, un joven cazador, no tenía respeto por los animales ni la naturaleza y mataba por matar a cualquier ave que veía, dañaba todo lo que se le ponía en su camino. Se divertía hiriendo a los animales y dejándolos abandonados hasta que un día se encontró entre los valles a una mujer bella, de nombre Yastay, una protectora de los animales y de los cerros. Ella apareció en forma de viento cálido, viento zonda, fuerte y violento, furiosa con Gilanco por dar muerte a los animales. El muchacho quedó tan impresionado con su belleza que trató de impresionarla con su puntería, matando aves inmensas que volaban sobre su cabeza, pero a Yastay no le gustó nada ese gesto de frivolidad. Como tenía poderes de diosa, lo convirtió en un pajarito para que vivenciara lo que padecían esas aves ante cazadores como él. Gilanco tuvo miedo, trató de refugiarse en los árboles mientras el viento de Yastay lo arrancaba de raíz y tenía que volar nuevamente, esquivando las flechas de los cazadores. Gilanco le suplicó que volviera a convertirlo en hombre, no solo había aprendido la lección, sino que se comprometió a contarle a su gente sobre el viento zonda y el respeto que debían tener sobre la naturaleza. Volvió a ser un joven guapo y cazador y desde entonces les transmitió a los niños lo vivido y les advirtió que cuando Yastay aparece, es porque le están haciendo daño a la naturaleza, matando animales o extrayendo los minerales del vientre de las montañas.

Los mapuche hablan de dos ancianos, uno que era el dueño del frío y el otro dueño del calor. Como no se llevaban muy bien y ambos querían gobernar la Patagonia, decidieron hacer una gran batalla. El abuelo del frío preparó a sus mejores guerreros que eran el granizo, la nieve, el viento helado. El abuelo del calor combatió con la lluvia torrencial, el calor sofocante y los vientos fuertes. Finalmente ganó el abuelo del frío y se quedó a vivir para siempre en el sur. El otro se tuvo que ir para el norte, y como todavía se llevan mal, cada tanto uno le manda al otro alguna temperatura fuera de temporada, a modo de broma.

Entre las narraciones de los gunún akúna hablaban de la importancia del viento y lo fundamental que fue para que la luna tuviera su lugar en el cielo. El gran Kooch había creado al sol para existiera el día y las personas tuvieran sus alimentos, pero cuando se ocultaba tras el horizonte, Tons, la oscuridad, dejaba salir a sus hijos que eran malos espíritus, que lo único que provocaban eran maldades y nadie los podía ver en la oscuridad. También había otros gigantes acechando a los paisanos desde adentro de las cavernas, causando enfermedades y desgracias. A ellos se los podía ver solamente de día. Al darse cuenta, Kooch se decidió a crear a Keengenkon, la luna, para que los gigantes y los malos espírituss pusieran fin a la maldad. La luna salió cuando el sol se ocultó y al darse cuenta, las nubes que vagaban llamaron al viento para que soplara con fuerza y ellas pudieran darle lugar a la bella dama iluminada. Desde entonces el sol y la luna protegen a los paisanos y se aconseja no salir en noches cerradas.

Historias contadas en patios de tierra han tenido lugar en todos los rincones. “La sabiduría ancestral viaja con uno, como los sueños que siempre lo llevan a uno al lugar de la querencia”, decía un anciano mapuche. Es sabido que el hombre ha modificado la naturaleza para su beneficio y donde había montes y bosques de caldén y acacias, solo ha quedado el llano sembrado de soja. Los vientos ya no tienen el verdor que lo contenga, las lluvias cada vez tienen menos absorción en el suelo. Muchas manos campesinas que hoy trabajan en las grandes extensiones, son familias que han sido traídas de esos montes del norte argentino, donde escucharon más de una historia similar respecto del viento y las costumbres antiguas.

Emigraron por falta de tierra, casa, trabajo. Sojeros con ansias de explotar a las familias porque sienten que les hacen un favor y los rescatan de la miseria. Como dijo aquel chacarero, “son un mal necesario, si son indios, nadie los quiere”. Era el caso de una de las tantas familias qom, peones bajo patrón de estancia en el interior de la provincia de Buenos Aires. Enviaban a sus hijos a la escuela rural y a los pequeños les fascinaban las historias contadas en el patio de tierra de la escuelita, sentados a la sombra de un eucalipto en bancos largos de madera. Los más grandes aportaban lo que les habían contado sus abuelas, recordaban alguna palabra en lengua y la murmuraban muy bajito, para que nadie se burlara de ellos. Son esos momentos plenos de felicidad hasta que un día se apagan. La catequista del pueblo llegaba a golpear la puerta y con la biblia bajo el brazo, decidía prohibirle a uno la entrada al establecimiento rural, porque esos “indios”, esos “negros tienen que tomar la comunión”. Para la catequista, la transmisión oral que recordaban los niños era “hacerles un lavado de cabeza”, “meterle ideas raras”. Por unos cuantos años las puertas de esa pequeña escuela laica se cerraron para hablar de identidad, de respeto a la naturaleza. 

Un día la catequista falleció y al poco tiempo nuevamente a uno lo convocaron para volver, después de unos cuantos años. Traspasar la tranquera y encontrar a los mellizos que de jardín de infantes habían pasado a quinto grado, la hermanita que iba a séptimo estaba con su beba en brazos y los padres esperando sonrientes para escuchar otra vez las historias, en otro idioma, pero iguales. La querencia del monte volvió esa tarde de otoño para quedarse un rato entre mate y mate. Los teros acompañaron cantando con el solcito fresco, musicalizando las historias del viento, las lluvias, los astros.

En el pequeño hall de entrada, un cuadro con San Martín. El prócer montado en su caballo miraba fijo a los visitantes, como recordándoles todas las razones para mantener viva la memoria de los pueblos.