La historia es muchas y es una. Un criollo recto al que le desean la mujer es acusado de vago y malentretenido, conoce el castigo arbitrario y se “disgracia” para siempre ajusticiando al injusto. A partir de ahí se inicia el camino del héroe, no exento de excesos y brusquedades -cometidas o recibidas, lo mismo da- en las que el honor es el norte que lo guía hacia la tragedia. El calvario del pecador no conoce descanso. Matar y acaso morir, traicionar y ser traicionado; enfrentar al destino a punta de facón; irse hacia el desierto y volver a buscar una muerte digna e indigna: la épica se nutre con esas peripecias. Los nombres de esa saga son Martín Fierro, Antonio Gil Núñez o Juan Moreira.

A los personajes históricos que inspiraron esos relatos Eric Hobsbawn los llamó “rebeldes primitivos”. Entre nosotros fueron censados por Hugo Chumbita, continuador de la labor de Roberto Carri, quien había visto en ellos, al estudiar a Isidro Velázquez, la prefiguración de las guerrillas que actualizaban el mito de Robin Hood.

Entre esos evangelios criollos fulgura la figura de Juan Moreira. Eduardo Gutiérrez fue el primero en captar la potencia ficcional de aquella vida a la que transformó en leyenda con el folletín que bajo su nombre entregó en las páginas de La Patria Argentina a fines de 1879. Poco después los hermanos Podestá pusieron en escena su historia en una pantomima muda, con fondo de guitarras, que recorrió el país y llegó a actuar en la Exposición Universal de París y ante don Pedro II, el Emperador del Brasil. Con los años la dotaron de texto, concitando el fervor de un público masivo: había nacido el teatro nacional.

Se ha citado muchas veces ese momento donde la catarsis que consuma el hecho teatral tuvo su primera versión: al ver el asesinato de Moreira en las tablas un paisano del público se abalanzó al proscenio al grito de “no se mata así a un valiente”. Replicaba el grito del sargento Cruz, que, en la que Borges llamará “la escena fundamental de la literatura argentina”, al ver su desventaja tomaba el partido de Martín Fierro. Esas acciones espejadas, versionadas una y mil veces, construyeron el mito de Moreira.

Pero no será sino hasta 1956, casi ochenta años después de los hechos, que la vida del Moreira histórico salió a luz por obra de un enigmático “M.E.L.” -Marcos de Estrada Lynch. El libro, en edición de autor, titulado Juan Moreira -Realidad y Mito, fue escrito en la estancia Los Lagartos de Cañuelas y dedicado a la ciudad “tradicional y presente”, “pequeña porción de nuestra patria, símbolo histórico de un anhelo de paz en las discordias humanas”. Estrada Lynch, discípulo de Enrique Udaondo y del padre Furlong, que entre otras obras investigó la historia de Martina Chapanay, peina los archivos y testimonios de época construyendo una obra en palimpsesto que pese a su ánimo historizante acaba devorada por el mito.

Lo que no percibe Estrada -y hasta donde sé, ninguno de quienes abordaron la vida de Moreira-, acaso cautivos de el poderío de la ficción, es la dimensión religiosa que lo ciñe. Puesto que se trata del relato cristiano, retaceado, enmascarado, no dicho en forma eminente, lo que le da sustancia y pulso a la peripecia del matrero de Lobos. Empezando por el origen, incierto, que lo coloca de entrada en el terreno del mito. Puesto que era hijo de un siniestro mazorquero llamado Mateo Blanco que fue mandado ejecutar por el propio Restaurador -su padrino- debido a su salvajismo. Mudado el nombre por prevención de la madre que intentó apartarlo de aquel destino sangriento, la historia hará que lo repita: aquel que lo había instado a transformarse en caudillo para favorecer su política, Adolfo Alsina, aprovechando su ascendiente en el paisanaje, acabará ordenando su muerte.

Criado en Lobos, en familias liberales, se hizo tropero y acopiador de cereales. Domador consumado, analfabeto, excelente guitarrero, era sin embargo “hombre de reacciones violentas”. Sus amigos decían que “era peligroso enfrentarlo, no perdonaba vida cuando se le despertaba el indio. A pesar de eso gozaba de simpatías por su carácter alegre y su expresión triste”. Alto, robusto, el pelo castaño y la tez rosada, en su cara picada de viruelas señoreaban sus ojos verdes, relampagueantes. Casado con Ventura Andrea Santillán, de Navarro, tuvo un hijo homónimo, que murió de viruela, otro de nombre Valerio, que fue guardiacárcel, y una hija, Juana, que acabó interna en un colegio de monjas. Capanga en la estancia de Alsina, fue su guardaespaldas: se convirtió en la “sombra de su cuerpo y en el eco de su pisada” y hasta tendía su recado en la puerta del dormitorio y le velaba el sueño. Alguna vez lo salvó de un atentando. Cuando se marchó, Alsina le regaló la famosa daga de 65 cm y un pingo que eran la envidia del gauchaje.

En 1869 un pulpero genovés le desconoció una deuda; el comisario lo mandó al cepo y al ser liberado cosió a puñaladas al italiano. Así comenzó su periplo de matador. Las escenas se repiten: las partidas lo acorralan pero siempre sale indemne dejando un tendal de muertos y heridos. Su leyenda crece. A veces sus perseguidores le ofrecen indultos, que recusa por honor. Va de pueblo en pueblo, recorre distancias siderales a caballo. Nunca lo atrapan, es el fantasma de la pampa. En Morón, La Matanza, Las Heras, Navarro, Lobos, Monte, Saladillo o Cañuelas los milicos pronuncian su nombre con temor. A veces los combate a carcajadas; un Viernes Santo, por respeto, solo empleó el rebenque contra cinco soldados a los que rechazó parando los sablazos con el sombrero. En Navarro lo protege el intendente mitrista, que lo pone al frente de la policía. Renuncia. Alsina envía al guapo Leguizamón a ultimarlo, “las dagas viboreaban en el aire, formaban un nimbo de luz sobre las cabezas de los combatientes y bajaban relampagueando buscando el cuerpo del otro”. Mata. Los lances se repiten, escapa de la muerte, humilla a sus contrincantes, a veces los perdona reconociendo la valentía a un enemigo circunstancial.

No falta su compañero fiel, Julián Andrade, que le sobrevivirá. Pero como en todo mito, hay un Judas, el Cuerudo, hombre de su confianza a quien humillaba de continuo, que lo delatará. Se sabe condenado por el destino. “Yo soy un hombre maldito que ha nacido para penar y para andar huyendo de los hombres que han sido mi perdición”. A veces se muestra piadoso, otras, despiadado. Es capaz de zurcir con su daga a un borracho pero en el combate a caballo contra un tal Navarro, un rudo guerrero del Paraguay, le perdona la vida por valiente pues lo vio continuar la lucha con la mano izquierda.

Acorralado, pasa un temporada en los toldos de Simón Coliqueo. El cacique le ofrece casarlo con una india y hacerlo capitanejo; Moreira, viendo que le codiciaba el caballo, organiza una fiesta, lo reta a una cuadrera y le gana. Esquilmados, los indios desatan la refriega, Moreira hiere a Coliqueo y “se hizo perdiz no sin dejar un recuerdo sangriento”.

Las elecciones que Alsina ganó con fraude lo tuvieron en el atrio; en Navarro no hubo ni un solo voto en contra de Mitre. Sí hubo guerra civil, donde Mitre, como siempre, perdió. Francisco Bosch, uno de los vencedores de La Verde, encabezará la partida contra Moreira. Su final es inminente.

Como en Rashomon, Estrada Lynch recoge todas las versiones existentes tratando de deslindar tergiversaciones y establecer los hechos. El texto avanza repitiendo con variaciones cada momento del fin. “Me voy a la Estrella, Cuerudo”. Avieso, sospechando su traición, le cuenta que rechazó la oferta de dinero para matar a Bosch: “no he nacido para asesino”. El Cuerudo vacila. Es el diálogo bíblico de los treinta denarios.

En la reconstrucción de la batalla de La Estrella, en Lobos, Estrada aporta algunas precisiones que condimentan el mito. La secuencia es conocida: la partida captura a Andrade, que dormía la siesta mientras Moreira dispara sus trabucos y se esconde en la pieza con su amante, Laura, soltando carcajadas. Hiere, pero las balas no lo tocan. Al fin sale daga en mano al patio, gritando “campo, campo, maula”; los milicos retroceden aterrados, busca huir en busca de su caballo, la daga entre los dientes, cuando el sargento Chirino lo ensarta por la espalda contra el tapial. Es la lanza de Longino en las costillas del Cristo. Moreira se vuelve, le descerraja un tiro en un ojo y con la daga le cercena 4 dedos con los que sostenía la bayoneta. Cae de pie y, sangrando a borbotones, arremete contra los soldados. “Aun no estoy muerto”, grita. El coronel Varela se interpone cuando va a ensartar un muchacho, él lo mira con admiración. Otro soldado, Luis Lima, le hunde la bayoneta en el pecho. Cae de espaldas, “la cara al sol y con los fosforescentes ojos abiertos, mirando atónito el cielo azul, él, que había mirado siempre al abismo rojo”. Alzó la cabeza y dirigió una última mirada soberbia sobre el cuerpo de Chirino. El Cacique, su perro, le lame la cara. “En sus labios desdeñosos no se había apagado su eterna sonrisa”.

“Los actores de aquella verdadera tragedia quedaron parados, sin atinar a hacer un solo movimiento. Una extraña sensación de respeto los alejaba de aquel hombre que había caído como un verdadero gigante dando pruebas de un valor imponderable”. Dan vuelta el cuerpo para ver si tenía cota de malla; solo cicatrices le historiaban el pecho. Entonces, refiere Estrada, se ensañaron disparándole un pistoletazo en la cabeza. El “monstruo intangible” había muerto. Nunca dijo “con este sol”.

Como en el cuadro de Mantegna que repetirá la foto del Che muerto en la escuela de La Higuera, su cadáver fue exhibido durante varios días ante las multitudes que llegaban de todos lados. “Su hermosura típica no había sido conmovida por la muerte”, escribe Estrada; “los labios entreabiertos en una sonrisa mientras los curiosos contemplan la herida que le había dado muerte”. Cuando lo enterraron “el fiel Cacique, que no abandonó a su amo, trepó al montoncito de tierra removida y empezó a aullar”.