Varias pueden ser las preguntas fundamentales sobre este tiempo. Por ejemplo: ¿Cómo escapar de la circularidad del discurso capitalista, esa gran boca pantagruélica, que, por estructura, todo lo reabsorbe y lo reintroduce en su circuito, aun sus crisis y sus detracciones?, ¿cómo introducir hoy una excepción, un punto de descompletamiento en su recorrido circular?

Pero intuyo que la pregunta central de la época debe ser acerca del futuro del inconsciente. ¿Cómo se podrá analizar en un futuro a sujetos deshistorizados, desculturizados, inmersos en un perpetuo presente, confinados en lo real más inmediato, no divididos por su decir, sujetos que van perdiendo el lenguaje, un lenguaje que posiblemente quede reducido a unas pocas palabras sin dimensión metafórica ni condición simbólica? Quizá Jorge Luis Borges lo haya adelantado en su magnífico cuento "Utopía de un hombre que está cansado", de El Libro de Arena (1975), un cuento del autor de El Aleph, que he venido analizando en algunos de mis libros anteriores.

Se trata de un narrador borgiano quien, en medio de la llanura, que puede ser cualquier llanura del planeta, llega a una casa donde lo recibe un hombre muy alto y extraño, que se supone pertenece al futuro. Quizá desde hace muchas décadas no recibe visitas. Dice el narrador: Ensayé varios idiomas y no nos entendimos. Cuando él hablo lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo (…). Me dijo: “veo que llegas de otro siglo”. Lo cierto es que había desaparecido la diversidad de las lenguas y el habitante de la casa conservaba a lo sumo unas pocas palabras. Pero dice el habitante: “Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que es me interesan”.

Afirma el narrador: Juzgué prudente presentarme: soy Eudoro Acevedo, nací en 1897 en la ciudad de Buenos Aires y he cumplido ya los 70 años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos. El habitante contestó: “No hablemos de hechos, ya a nadie le importan los hechos (…), en las escuelas nos enseñan el arte del olvido, ante todo el olvido de lo personal y local. Del pasado nos quedan algunos nombres que el lenguaje tiende a olvidar (…). No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien (…), mi padre tampoco se llamaba”.

En esa casa no había libros salvo un ejemplar de la “Utopía” de Moro impreso en Basilea en 1518. El habitante de la casa señaló: “En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de leer una media docena. Además no importa leer”. (…) Y agregó: “Cuando el hombre madura a los cien años está listo para enfrentarse con su soledad, hay quienes piensan en un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo”.

El narrador entonces le pregunta: ¿Todavía hay museos y bibliotecas? El habitante le contesta: “No. Queremos olvidar el ayer. No hay conmemoraciones ni aniversarios. (…) Cada cual debe producir por su cuenta las creencias y las artes que necesita”.

Dice el narrador: En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. “Ésta es mi obra” –declaró el hombre extraño- “si te gusta puedes llevártela”. El narrador dice: Pero las telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco. Después se oyeron golpes, era gente que venía a buscar al habitante de la casa para llevarlo a su muerte voluntaria.

Más allá de que el cuento de Borges se sitúa en el futuro, pareciera adelantar algo de las condiciones de una época en que la deshistorización, el borramiento de las diferencias universales, la progresiva pérdida del lenguaje, la desconexión del lazo social y sobre todo las profundas mutaciones en el orden simbólico, comienzan a evidenciarse en vastos sectores poblacionales. Sujetos sin amarras, sin una idea de porvenir ni futuro, integrantes de un universo amorfo en el que el desfallecimiento del deseo es el resultado de la voracidad de un capitalismo que se ha tornado absoluto y caprichoso.

El empuje irrestricto hacia el objeto en lo que podríamos llamar El capitalismo absoluto, instala el frenesí del goce incondicional concomitante a la pulsión de muerte.

La muerte como la única y paradójica utopía, en definitiva, la desaparición de todo deseo.

*Escritor y psicoanalista