La imagen de un Congreso blindado por fuerzas de seguridad para impedir que los ciudadanos se acerquen para expresar públicamente su oposición a lo que, a todas luces, resulta un nuevo atropello a los derechos de quienes menos tienen, es una clara expresión de una democracia sitiada y, por lo tanto, restringida en cuanto a su esencia: manifestar la diferencia.

La militarización de la capital es un paso más en la escalada represiva que tiene antecedentes en la represión contra los trabajadores que desde el año pasado se expresaron contra el cierre de sus fuentes de trabajo y que no está desvinculada de la muerte provocada de Santiago Maldonado y del asesinato en manos de fuerzas de seguridad de Rafael Nahuel en el sur. Tampoco de la prisión de Milagro Sala y de la actuación de un Poder Judicial que actúa como una fuerza de choque más, alejada de los parámetros de la justicia.

Lo mismo puede decirse de los procedimientos parlamentarios violatorios de la mínima ética política. La pregonada "institucionalidad" no es compatible con el "todo vale".

Lo que vivimos ahora no es apenas un episodio. Es un paso más de un plan que se está ejecutando de manera tan sistemática como derrotero perverso buscando la aniquilación de derechos conquistados. Perverso por la malignidad que implica el engaño y la mentira sobre la que se monta.

Desde el gobierno se naturaliza el despliegue de fuerzas de seguridad para acallar las voces disidentes. Se reprime "preventivamente". Todo se hace en base a una argumentación que carece de todo asidero: un futuro mejor. Poco creíble para quienes intentan expresarse en las calles, pero todavía aceptable por buena parte de la ciudadanía que apoya "el cambio". Aunque contradictoriamente asuma que puede ser perjudicado por las medidas del gobierno. Hay que contabilizar aquí parte de la victoria político-cultural del oficialismo y anotarla en la deuda y las incapacidades de las fuerzas opositoras para explicar y convencer de lo contrario. Y no perder de vista tampoco que quienes, al margen del grueso de la expresión popular volcada en las calles, recurren a la violencia como principal argumento político, terminan siendo funcionales a los objetivos del oficialismo.

La disposición al "diálogo" que ha proclamado el gobierno estalla de contradicciones. El Ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, vocifera que "el paro de la CGT no sirve para nada" porque "la Argentina necesita trabajar". No importa en qué condiciones lo hagan los trabajadores o cómo se afecte a los jubilados. El ministro representa otros intereses: los de aquellos que se benefician y acumulan riqueza con lo que producen los asalariados. "Pueden gritar todo lo que quieran, nosotros seguiremos por el camino de la democracia" se atrevió a decir el diputado de Cambiemos y otrora peronista Eduardo Amadeo, en el mismo momento en que se impedía el ingreso al Congreso de jubilados que querían expresar su punto de vista. Seguro que Amadeo se refería claramente a este modelo de democracia sitiada que pretende instalar la alianza Cambiemos, respaldada por radicales y también parte del peronismo.

Es la misma versión de democracia que tiene Elisa Carrió para asegurar que va a votar la ley contra los jubilados porque "no voy a conspirar contra la República" y, porque "si yo no votara con el gobierno, estaría haciéndole el juego a los que quieren derrocarlo". Es otra cara de la misma moneda. Quien discrepa, quien se expresa, quien se manifiesta en contra de los deseos oficiales, está "poniendo palos en la rueda", es contrario a la democracia.

La democracia sitiada necesita de las fuerzas de seguridad en la calle, de la represión contra quienes opinan distinto para acallar la protesta. Frente a la falta de argumentos, se recurre a la fuerza. Pero también es la manera de instalar el miedo no solo por la violencia física, sino como forma de amedrentar a quienes ensayen la autodefensa de la manera que sea, incluso con las ideas. La democracia sitiada no es democracia.