No le podía fallar a Pablito. Recuerdo que eso fue lo que se me cruzó en la cabeza cuando calculé su centro defectuoso, a mitad de camino entre mi posición y la del arquero. Porque, sí, es algo que me reprocho hasta el día de hoy. Yo me di cuenta que no llegaba. Pero él había hecho una corrida por izquierda a puras zancadas, dejando varios rivales por el camino y su generosidad de wing divisó al 9 que llegaba solito por el medio, o sea yo, y me tiró un centro desagradecido con su slalom.

Y yo, a pesar de percibir que la redonda no venía hacia mi posición, que era una clara pelota del arquero, empecé a correr desesperado para alcanzarla, aunque fuera un segundo antes, y tocar al gol. Y, después, correr hasta abrazar a Pablito y decirle: “Es tuyo, todo tuyo”.

Es cierto que en un momento me esperancé. Porque el arquero, que tenía la facilidad de usar las manos y capturar el cuero, se arqueó hacia atrás dejando pasar algunos segundos preciados. La pelota iba a media altura y, quedaba claro, él iría al corte con los pies. Cuando ya lo tuve encima, no llegué a percatarme de que su salida además de inadecuada era temeraria. Las dos plantas de sus pies se dirigían, con precisión cirujana, hacia mis piernas. Quiero todavía creer, 30 años después, que intentó impactar la pelota. Y solamente fue torpe. Si no tendría que haberlo querellado por tentativa de homicidio.

Llegué a amortiguar la pelota con la derecha y me perfilé para puntearla con la izquierda. La doble fractura de tibia y peroné en mi zurda y la canilla como si fuera una banana desde la rodilla hasta el tobillo existieron desde el exacto segundo posterior al planchazo del arquero. Fue tal el escándalo en el predio del club alemán que el partido no continuó y el profe no sancionó el claro penal y la segura expulsión del guardametas, hecho que me hubiese acercado, sino alivio al menos, cierta sensación de haber obtenido algún reconocimiento ante semejante esfuerzo.

Me llevaron a upa entre el profe y Pablito hasta el micro naranja del colegio y me subieron al primer asiento, mientras don Córdoba, el chofer se sobresaltaba de su siesta y le daba arranque al viejo Mercedes. Todos mis compañeros subieron atrás nuestro con caras que iban del susto a la angustia. Julián, mi verdugo, lloraba desconsoladamente. Una vez que estaban todos, y con los huesos de mi pierna presionando contra la carne para salir al sol, el micro puso primera y después, trabajosamente, segunda.

Lo que siguió fue la odisea de buscar a mi viejo. Hoy lo pienso y no puedo creerlo. Está bien, no existían los celulares. La tecnología era obsoleta. Pero teléfono de línea y emergencias médicas existen desde hace mucho. En cambio, lo que ocurrió fue el micro con don Córdoba al volante, mi banana sostenida por Pablito, el profe de gimnasia con indisimulable rostro de desesperación y todos mis compañeros del cole dando vueltas por el centro viendo si mi papá había abierto la ferretería después del receso de almuerzo. Y como el primer resultado fue negativo, girando en círculos hasta que apareciera. Por suerte fueron 10 o 15 minutos los que tardó papá en aparecer.

Mi viejo me metió en la parte de atrás del Regata y me llevó al sanatorio. Primero fue la radiografía. Después el diagnóstico y, más tarde, las maniobras traumatológicas y el yeso. Desde la ingle hasta la punta de los pies. No había que operar pero el yeso debía permanecer intacto dos meses.

La verdad que fue duro. No podía valerme por mí mismo. Desde ya, que no tenía habilitado ningún deporte. Me picaba y no me podía rascar. Me daba calor. Sentía calambres. Bañarme implicaba una ingeniería de bolsas con cintas que cubrieran cada parte del yeso y equilibrio para intentar que esa obra se mojara lo menos posible. Sentía mucha impotencia. Y tristeza.

Hubo algo que sí fue divertido. Los paseos que me daban mis compañeros en la silla de ruedas durante los recreos. Y, también, las firmas y los dibujos sobre el yeso tuvieron su atractivo. Pero hubo un trazo dulce que, cuando lo descubrí, sentí que todo había valido la pena. “Te quiero. Mechi”, en letra preciosa y verde. Era real y bellísimo. La chica que me gustaba, por primera vez, me dejaba conocer que a ella también algo le pasaba.

Me acuerdo que la noche de su mensaje la llamé. Antes había que hablar con la madre o el padre, o si tenían un mango más podía ser una empleada, que atendían la llamada y derivaban la comunicación. Sí que daba vergüenza. Bueno, la cosa es que vencí la timidez la llamé y se lo propuse: “Hola Mechi, ¿querés ser mi novia?”, disparé antes de esperar a que levantara la guardia. Y se ve que la dejé mareada porque lo que siguió fue silencio. Tuve que repetir su nombre dos veces y volverle a preguntar antes que me dijera que lo quería pensar.

Mi desilusión no fue tan grande. Todavía. Después del fin de semana me respondería. Yo sabía que a Andrés le había dicho que no de una, hacía unos meses. A mí, por lo menos, no me había rechazado. Pero ¿qué tenía que pensar si me había escrito que me quería? No lograba entenderlo por más que le daba vueltas al asunto.

La razón llegó ese lunes gris, en el primer recreo. Me pidió hablar y yo sentí que mi cuerpo se hinchaba. Me ruboricé y temblé. No esperó a que aceptara el convite. Agarró mi silla de ruedas y me llevó a pasear hasta estacionar en un lugar alejado de miradas curiosas. Me dijo que me quería, y mucho, pero como amigo. Que era su mejor amigo y que ella se sentía chica para andar de novia. Quizás más adelante, intentó esperanzarme al constatar mi expresión. Yo le dije que sí, que claro, que la entendía, que obvio. Y por dentro (y está visto que por fuera también) no podías esperar la hora de retornar a mi casa y encerrarme a llorar hasta el final de los días.

Estuve muy triste. Bastante más que cuando Julián me había quebrado. Era otro dolor. Probablemente mi primer dolor en el alma. Y esos no se curan con un yeso de unos meses. Tardan en cicatrizar. Una o dos semanas más tarde, sin embargo, sentí que empezaba a dejar atrás el asunto cuando papá me trajo a casa al 10 de la primera de nuestro equipo. El Indio López.

Hugo López, el “Indio”, que había sido 3 veces campeón con el club, era una leyenda y estaba gastando sus últimos cartuchos en el fútbol profesional intentando un último ascenso, era cliente de la ferretería de papá. Se ve que el viejo le contó de mi yeso, de mi fanatismo por el club y por él y, capaz, le refirió algo de mi bajón por Mechi. La cuestión es que, además de la sorpresa, me prometió que ni bien me recuperara me sacaría a la cancha como mascota del primer equipo, para salir por el túnel y posar hincado junto a él para la posteridad.

A partir de allí puse todo mi empeño para dejar atrás el yeso y pisar el verde césped junto al Indio. Era un sueño y estaba todo dado para hacerlo realidad.

De esa tarde de sábado me acuerdo especialmente que la hinchada no paraba de alentar, que se escuchaba muy fuerte y que el túnel era muy oscuro y largo. Y también que cuando pisé el último escalón con el Indio, la vi a ella sonriendo junto al alambrado de la platea y sentí la luz del sol entrando a mi corazón.

La caminata hasta el centro del campo de juego, el saludo con los brazos en alto a los cuatro costados y la foto fueron inolvidables.