El cuento lo escucharon mil veces: tres chicas (casi siempre son chicas) juegan a la tabla Ouija, porque sí. Porque son adolescentes y quieren comunicarse con seres de otro plano, porque tienen curiosidad, porque está prohibido. Claro que no toman en cuenta ciertos recaudos básicos y, en algún momento, todo se descarrila, la tabla se rompe y eso que convocaron queda flotando de este lado del mundo. Esta vez, una de las chicas se llama Verónica y La posesión de Verónica es la película de terror española, dirigida por Paco Plaza (el responsable junto a Jaume Balagueró de las tres Rec), que la muestra en plena lucha contra esa presencia maligna que podría llamarse demonio pero también juventud o adolescencia.

Está empezando la década del noventa y Verónica (Sandra Escacena) vive en un departamento junto a su mamá (Ana Torrent) y tres hermanitos: dos mellizas de unos nueve años y un pequeñito de anteojos que va al jardín. El padre murió hace tiempo y la mamá no está nunca porque es dueña de un bar, casi un bodegón, que se pasa atendiendo. En esto la película se toma ciertas licencias con respecto al expediente policial en el que dice basarse –el único caso en España de un registro policial donde supuestamente se da cuenta de fenómenos inexplicables–, aunque más bien habría que decir que se inspira en él; en el caso real había un padre presente, pero la película necesita construir una familia desamparada, según el lugar común por el cual una madre sola con cuatro hijos ofrece la suficiente vulnerabilidad como para hacerlxs presa fácil del mal, venga de donde venga (en la misma premisa se basaba, por ejemplo, El conjuro 2). El desamparo es doble porque la madre, realmente, no está, y a Verónica se la ve madura y a la vez desbordada en su tarea de sacar a los hermanitxs de la cama, prepararles el desayuno, cambiar al que se hizo pis, correr hasta la escuela.

Tener a cargo esa tarea y ser, al mismo tiempo, una adolescente irresponsable y rockera como corresponde es el desgarro que atraviesa al personaje de Verónica. La película de Paco Plaza es perfecta al presentar una familia de clase media venida a menos donde una chica se calza los auriculares para escuchar “Maldito duende” de Héroes del

silencio camino a la escuela, o se duerme al ritmo de “Hechizo”, en las únicas escenas donde se deja traslucir cierta furia. También son perfectos los hermanitos, haciendo cada uno su modesta parte para sostener esa cotidianeidad esforzada y con diálogos improvisados que le dan a las escenas un realismo insuperable, una sensación verdadera de estar asistiendo a un mundo de niñxs. Por eso es tan potente que Verónica, el sostén de ese mundo en un cuerpo lánguido y huesudo, de chica con brackets que todavía no menstruó, se convierta de un minuto a otro en una amenaza.

La posesión de Verónica sigue punto por punto el ritmo pautado por estas películas de demonios que habitan un cuerpo o una casa, desde la puerta que rechina o se cierra sola hasta la gran debacle. El terror es efectivo y funciona, como siempre en el género, como una gran montaña rusa de intensidades que llega sin escollos hasta el final. El problema es que, en este caso, es bastante lo que se deja por el camino; habiendo planteado su universo, entre la casa y la escuela, de una manera clara y atractiva, la película apenas le saca el jugo. Verónica como adolescente deja de ser un tema -incluso en los minutos que se le dedican a su primera menstruación, como un resto de la creencia que homologaba menstruación y posesión diabólica-, las amigas se desvanecen, la madre es apenas una figura dibujada con trazo grueso y la monja ciega que trata de ayudarla en la escuela, en un lenguaje forzado y oracular, es directamente un despropósito. Había una película mejor agazapada dentro de La posesión de Verónica, sobre todo una que no desaprovecharía el costado infernal de la adolescencia y se atrevería a ir un poco más lejos en ese otro infierno que es, para muchas chicas, el comienzo del sexo.